Ecos del misterio. José Rivera Ramírez

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Ecos del misterio - José Rivera Ramírez Ensayo

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soplones, siembran rencillas, y te apartan del patrono. Y ellos pagan grandes sumas por gozar, una o dos veces, a Calvina o Catiena, mientras tú vacilas para pedir a Quione que descienda de su sitial (107-136). Valoración del dinero en Roma: lo primero de todo se investiga la renta, el dinero poseído; y lo último la moralidad, y se piensa que el pobre no puede creer en los dioses, y que ni a ellos mismos les importa esto (137-146). La pobreza es objeto de burla; la toga gastada, el zapato remendado y abierto, mueven a risa. El pobre es expulsado de los banquetes, patentes a los plebeyos enriquecidos. Esta es la ley establecida por el necio Otón. Ningún pobre es bien acogido por yerno, o tomado como heredero, o admitido como consejero por los ediles (147-161). En todas partes las virtudes han de combatir las dificultades económicas; pero en Roma este esfuerzo es aún más duro. Resulta costosa una morada miserable, un criado, una cena frugal. En otros lugares de Italia se vive modestamente, y lo que en Roma parece indispensable, es allí lujo de días de fiesta (161-179). En Roma se vive con lujo superior a los propios posibles, y a veces se toma del arca ajena. Y esto es vicio común:

      Commune id vitium est: hic vivimus ambitiosa

      paupertate omnes, quid te moror? omnia Romae

      cum pretio (182-4)39.

      Hasta el saludo del amigo hay que pagarlo. Los clientes ven la casa llena, pueden tomar los pasteles, pero han de pagarlos, y contribuir al salario de refinados esclavos (185-89).

      Vuelve el tema de la inseguridad: en Roma –lo que en provincias no acaece– puede suceder en cualquier momento la ruina de tu casa: un derrumbamiento, un incendio, que comienza por arriba y llega hasta el primer piso, o al contrario. Cuando el administrador ha tapado, de cualquier manera, una antigua resquebrajadura, ya dice que puedes dormir tranquilo (190-202). Y si la ruina ocurre a un pobre, que nada tenía, pero tenía esa nada, nadie le ayuda a reponerlo; si, en cambio, por ventura le acontece un incendio al rico, todos se apresuran a ofrecerle regalos, de modo que a la postre posee más que perdió, y ya podrían entrar sospechas, si no fue él mismo el autor de la quema (203-222). En algunas provincias se puede poseer una casa, por lo que cuesta en Roma alquilar un agujero durante un año. Vive en el trabajo del campo, regando las plantas, amante de la azada, y obteniendo frutos para abundantes cenas; en cualquier lugar es gran cosa ser dueño de algo:

      Est aliquid, quocumque loco, quocumque recessu,

      unius sese dominum fecisse lacertae (230-231)40.

      En Roma la alimentación es mala, y el sueño difícil, por el estruendo de los carruajes y de las multitudes noctívagas. De ahí vienen muchas enfermedades (232-238). El rico es conducido en su litera, y dentro de ella, lee, escribe o duerme, y llega antes que el pobre peatón, que es oprimido, empujado, golpeado con la viga de uno, con el codo de otro, con el clavo del de más allá; ha de sufrir pisotones y llenarse de barro (239-249). Se produce un revuelo enorme con motivo de recibir la espórtula; los criados, dentro, se azacanean; fuera, los clientes van apresurados entre los apretones de las gentes; un carromato con un pino o abeto, amenaza, y si los bloques de mármol se derrumban sobre la multitud ¿qué quedará de los destrozados cuerpos? (250-267).

      Otros peligros nocturnos: las tejas que caen de los techos, las vasijas rotas que arrojan desde las ventanas, muchas abiertas al acecho; ya puede uno desear que se contenten con verter agua sobre él. Se debe salir con el testamento hecho. Puede haber pésimos y peligrosos encuentros con algún rico que, al verte indigente, se cree con derecho a injuriarte y a golpearte incluso: y al pobre sólo le queda la libertad de aguantar y suplicar que le dejen volverse con los dientes que le quedan (268-301).

      Y luego aún quedan los robos en las casas, el asesino que cae de súbito sobre tí puñal en mano. Toda Roma está fabricando instrumentos para sujetarlos, y la confección de cadenas hace temer que falten arados (302-15).

      Esta es la marcha y estos son los temas de la sátira III; voy a pasar a realizar una labor pareja con la IV y con la V, y luego estudiaré, procurando una visión de conjunto, todo el libro primero.

      SÁTIRA IV

      Crispino es rico, muy rico, pero adúltero, afeminado y sacrílego, pues hace poco yació con una sacerdotisa de Vesta. Si otro fuera culpable deberían llevarle ante el juez de las costumbres; pero para Crispino todo esto es lo más natural (1-14). Compró un salmonete carísimo, no para obtener la herencia de un viejo sin hijos; ni para regalarlo a una encopetada amiga, sino por mero gusto propio (15-33).

      Aquí cuenta la larga historia, que llena la sátira, del pez presentado al Emperador; voy recogiendo las alusiones más significativas a las costumbres.

      Todo pertenece al fisco, todo lo que vale algo; los inspectores están alerta para descubrir cualquier hallazgo (45-56). Alusión a la adoración de Vesta (61). Poder de la adulación: palabras del pescador al sumo pontífice (Domiciano) al entregarle el rodaballo, y reacción de Domiciano: conclusión de Juvenal, de validez universal:

      Nihil est quod credere de se

      non possit cum laudatur dis aequa potestas (70-71)41.

      Alusión al genio (66). Imposibilidad de prestar buen consejo al emperador (84-5). Absurdo de la reunión de los nobles, para estudiar el problema que plantea el rodaballo con su tamaño: no cabe en ninguna fuente de las sólitas. Crispo, anciano, es honrado y capaz de acertado consejo, pero no se atreve a desafíar a la muerte; igualmente Acilio, y el joven que le acompaña fue muerto por la crueldad del César. La pintura de los próceres es concisa y muy expresiva: Rubrio, culpable de una ofensa antigua, inconfesable, pero más desvergonzado que un pederasta que se mete a satírico. Sin embargo, entra intranquilo. Monta no tripudo; Crispino perfumado. Pompeyo, delator muy temible, Fusco, que vive en su quinta de mármol, ensayándose para la guerra; Catulo, el asesino, enardecido por el amor de una joven que desconoce, monstruo insensato, ciego y despiadado, digno de mendigar (75-129).

      La escena: adulación. Catulo se admira del pez, y vuelto a la izquierda, habla de la guerra, de los cilicios, de los niños arrebatados hasta el velarium. Veyento ve un presagio de inmensa grandeza imperial. Montano dice que no debe despedazarse, sino hacer al punto una cazuela en que pueda servirse, y que en adelante, el emperador debe transportar consigo sus cocinas. Montano era muy entendido: distinguía, a la primera, el origen de las ostras o del erizo de mar. Aceptado el consejo, son despedidos los patricios. Así acaba la escena (119-145).

      Así, para esta nadería son convocados y consultados los nobles –por otra parte odiados (73)– como si se tratase de urgentes negocios. Y ¡ojalá hubiese empleado su tiempo el emperador en tales necedades! Porque arrebató a Roma vidas ilustres y famosas, impunemente, sin que hallase vengador alguno. Al fin se enajenó la plebe, y esto le perdió, a él que chorreaba la sangre de los Lamias (146-154).

      Día 9 de julio de 1967

      SÁTIRA V

      Escribo después del desayuno, con la perspectiva de una posible libertad de 90 minutos. Meramente posible, pues, muy fácilmente, puede presentarse cualquiera de los ejercitantes.

      Estos días he ocupado el tiempo, sobre todo, en traducir la sátira sexta y en estudiar –no mucho en verdad– la prosodia latina. Espero poder salir de aquí, con una base suficiente que luego ha de perfeccionar el ejercicio.

      La suciedad de la habitación, el mal estado de los enseres, me han sugerido, más vigorosamente que de ordinario, un pensamiento muchas veces aparecido en mi horizonte mental. Extravagante idea, ciertamente, para ser expresada actualmente. Concepto que el hombre, temporalmente aficionado a la limpieza material, no puede emitir, porque naturalmente le repugna; y que

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