La misión liberadora de Jesús. Darío López R.
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Pero cuando ya no estaban lejos de la casa, el centurión envió a él unos amigos, diciéndole: Señor, no te molestes, pues no soy digno de que entres bajo mi techo; por lo que ni aun me tuve por digno de venir a ti; pero di la palabra, y mi siervo será sano. Porque también yo soy hombre puesto bajo autoridad, y tengo soldados bajo mis órdenes; y digo a éste: Ve, y va; y al otro; Ven, y viene; y a mi siervo: Haz esto, y lo hace. Al oír esto, Jesús se maravilló de él, y volviéndose, dijo a la gente que le seguía: Os digo que ni aún en Israel he hallado tanta fe. (Lc 7.6–9)
Dos datos valiosos destacan en este relato. Primero, llama la atención que algunos dirigentes judíos (ancianos de los judíos) consideraron a este soldado extranjero como digno de que el Señor le conceda su petición (Lc 7.4), siendo sus razones bastante claras: porque ama a nuestra nación, y nos edificó una sinagoga (Lc 7.5). Segundo, llama la atención que la fe y la actitud humilde de este soldado extranjero fuera reconocida públicamente por Jesús: ni aún en Israel he hallado tanta fe (Lc 7.9). ¿Una crítica sutil a la falta de sensibilidad espiritual de los judíos para reconocer la presencia del Mesías en medio de su pueblo? Las continuas controversias que Jesús tuvo con los dirigentes judíos sobre varios asuntos relacionados con el propósito del día de reposo (Lc 6.6–11; 13.10–17), parece confirmar que en relatos como el de la sanidad del siervo del centurión, hubo en efecto una crítica sutil a la falta de fe de escribas y fariseos.
Lucas presenta también el ejemplo de la reina del Sur que vino a escuchar la sabiduría de Salomón y el ejemplo de los habitantes de Nínive que se arrepintieron de sus pecados por la prédica de Jonás (Lc 11.31–32), como señales de juicio para una generación perversa que no conoció lo que era bueno para su paz (Lc 19.42) ni el tiempo de su visitación (Lc 19.44). Dos referencias asociadas íntimamente con la presencia y la tarea del Mesías en el escenario de la historia. De acuerdo con el Evangelio de Lucas, individuos y pueblos gentiles fueron puestos como ejemplos de apertura a la voz de Dios, contrastándose la fe de ellos con la dureza de corazón de escribas y fariseos.
Otro texto clave es el relato de la curación de los diez leprosos (Lc 17.11–19). Aquí es bastante significativo el acento que se pone en la gratitud del samaritano, un despreciable extranjero para los judíos, en contraste con la actitud desagradecida de los otros nueve leprosos, todos ellos probablemente de nacionalidad judía. Lucas subraya que únicamente el samaritano glorificó a Dios a gran voz y se postró rostro en tierra a los pies de Jesús (Lc 17.16).
Dos hechos son relevantes en este texto. El primero de ellos es que el ministerio de Jesús alcanzó también a los samaritanos, una raza mixta, odiada y despreciada por los judíos. El segundo es que este samaritano, a quien Jesús reconoció como un extranjero, respondió con gratitud al milagro que el Señor había realizado en su vida. En otras palabras, a diferencia de los otros nueve leprosos que también fueron sanados por Jesús, sólo un extranjero samaritano fue sensible al amor de Dios. Las preguntas formuladas por Jesús y sus palabras finales, son suficientemente elocuentes, respecto a la forma como él valoró a este extranjero agradecido:
Respondiendo Jesús dijo: ¿No son diez los que fueron limpiados? Y los nueve, ¿dónde están? ¿No hubo quien volviese y diese gloria a Dios sino este extranjero? Y le dijo: Levántate, vete; tu fe te ha salvado. (Lc 17.17–19)
De acuerdo con el relato lucano, el samaritano fue liberado no sólo de una enfermedad como la lepra, que la ley judía consideraba impura, sino también de su condición de paria social. A la luz del concepto lucano de salvación, cuando este hombre doblemente excluido —tanto por su condición de samaritano como por estar enfermo de lepra— tuvo un encuentro con Jesús, fue liberado integralmente, ya que la salvación otorgada por Jesús, además de liberarlo de la terrible enfermedad de la lepra, lo reinsertó nuevamente en la sociedad.
La parábola del buen samaritano (Lc 10.25–37) jalona otro momento clave que perfila la perspectiva lucana de la universalidad de la misión. Frente a las preguntas teológicas interesadas de un intérprete de la ley: Maestro, ¿haciendo qué cosa heredaré la vida eterna? ¿Y quién es mi prójimo? Jesús respondió comparando la reacción de un levita y de un sacerdote que descendían de Jerusalén —ambos representantes del pueblo judío— con la reacción de un samaritano ante la situación apremiante de un hombre que estaba medio muerto en el camino. De acuerdo con el relato, mientras los dos primeros pasaron de largo o cambiaron de acera, solamente el samaritano fue movido a misericordia.
En esta parábola lucana, la generosidad del samaritano se expresó en acciones concretas de amor, que fueron desde vendar las heridas y cargar al herido hasta cuidar de él y gastar de su tiempo y de su dinero para procurar el bienestar del prójimo. La generosidad del samaritano de la parábola explica por qué Jesús lo puso como ejemplo de misericordia y como modelo de prójimo. En ese contexto, las palabras de Jesús al intérprete de la ley: Ve, y haz tú lo mismo, fueron una crítica pública a la mentalidad estrecha y a los prejuicios de los religiosos judíos, quienes limitaban el amor de Dios a las fronteras de Palestina y el concepto de prójimo a sus connacionales. Teniendo en cuenta la óptica lucana de la salvación, una lectura de esta parábola revela que allí se enfatiza la naturaleza inclusiva del amor de Dios, ya que un despreciado y odiado samaritano, que según la opinión corriente de los judíos no era prójimo ni podía actuar como prójimo, contra todo pronóstico, actuó como prójimo.
La declaración del Cristo resucitado (Lc 24.44–49), cuyo telón de fondo son las profecías del Antiguo Testamento relacionadas con la persona y la obra del Mesías, establece claramente el carácter universal de la misión. Lucas registra con estas palabras su peculiar versión de la Gran Comisión:
Entonces les abrió el entendimiento, para que comprendiesen las Escrituras; y les dijo: Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día; y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén. (Lc 24.45–47)
Este texto, hondamente significativo, confirma que la misión tiene un alcance universal, cuestionando así los prejuicios religiosos culturales impuestos por la religión judía. En tal sentido, el horizonte del mensaje de arrepentimiento y perdón de pecados en el nombre de Jesús, fue y sigue siendo todas las naciones: pánta tá éthnos (Lc 24.47). Hechos de los Apóstoles, que da testimonio de la expansión misionera de la iglesia en el primer siglo, comenzando desde Jerusalén hasta alcanzar la capital del Imperio romano, corrobora ampliamente esta perspectiva.
La ruta misionera perfilada por Lucas en su evangelio indica que no existe lugar geográfico o espacio social prohibido para la acción evangelizadora y para el compromiso social de la iglesia. De acuerdo con Lucas, todas las fronteras culturales, religiosas, sociales, políticas y económicas, son espacios naturales de misión para el pueblo de Dios. Y en todos estos lugares y estructuras de la sociedad, el evangelio del reino de Dios tiene que ser anunciado y vivido diariamente por testigos empoderados por el Espíritu Santo.
La voluntad de Dios es que todas las personas y todos los pueblos conozcan su propósito de salvación. Dios es Luz para todas las naciones. El mensaje de arrepentimiento y perdón de pecados tiene que ser proclamado y vivido en todo lugar donde se encuentre un ser humano necesitado de la gracia de Dios. En ese sentido, es profundamente significativo que la narración lucana de la crucifixión y muerte de Jesús subraye que en ese momento dramático, uno de los malhechores o ladrones (un marginado y excluido), haya recibido una promesa de parte de Jesús: De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso (Lc 23.43). Allí se registra también que