E-Pack Escándalos - abril 2020. Varias Autoras
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Anna tomó un sorbo de té mientras intentaba calmarse. Lo último que deseaba era verse inmersa en una batalla campal. Ella no suponía amenaza alguna para el ama de llaves. Ni para ella, ni para nadie.
Una hora después, Anna y los niños esperaban en el vestíbulo. Casi deseaba que la señora Tippen no se presentara, y si ese era el caso ya había decidido pedirle a los niños que fueran ellos quienes le enseñaran la casa. Ojalá se le hubiera ocurrido antes. Habría disfrutado mucho más que con la compañía del ama de llaves.
Fue el señor Tippen, el mayordomo, quien se presentó ante ella, una solución mucho mejor que la otra. Le recordaba a un grabado que había visto en una ocasión de Matthew Hopkins, el cazador de brujas. El señor Tippen se le parecía, con su cara larga y delgada y su barbilla puntiaguda. Le faltaba un sombrero de lona engrasado, una barbita, y sería su vivo retrato.
El mayordomo miró a los niños frunciendo el ceño y Anna se apresuró a salir en su defensa.
—Los niños me van a acompañar a conocer la casa, señor Tippen.
—La marquesa prefería que los niños se limitaran a su ala de la casa —respondió, irguiéndose.
—¿La marquesa?
Estaba confusa.
—Lady Brentmore.
Pero lady Brentmore había muerto. Qué falta de sensibilidad mencionarla delante de los niños.
—Ahora soy yo quien está a cargo de los niños, ¿no es así?
—Es lo que nos ha dicho el señor Parker.
—Entonces, asunto arreglado —sonrió—. ¿Comenzamos?
Lord Cal tenía la mirada clavada en el suelo como si quisiera que se abriera y lo tragara.
Dory le agarró la mano y tiró hacia debajo de ella para susurrarle al oído:
—¡Has sido insolente con el señor Tippen!
—No lo he sido —le contestó igualmente en susurros. Qué palabra tan grande para una niña de cinco años—. Vosotros dos sois mi responsabilidad. Vuestro padre así lo ha querido.
Cal levantó la cabeza como accionada por un resorte, y la niña abrió los ojos como platos.
—¿Ah, sí?
—Sí.
El señor Tippen comenzó a enseñarle la casa por el salón formal, en una de cuyas paredes colgaba un retrato de la marquesa, rubia como su hija y tan hermosa como Paker le había dicho. Su aspecto era digno como el de una reina y distante, y su por su expresión se diría que en cualquier momento podía bajar del cuadro y echarles a todos una buena reprimenda.
Los chiquillos, pobrecitos, apenas miraron el cuadro.
Anna llamó su atención sobre un cuadro de su padre que había en la pared de enfrente.
—¡Cómo se parece ese señor a vuestro padre! —exclamó con intención de hacerlos reír, ya que la visión del retrato de su madre les había afectado mucho. El retrato lo presentaba más joven y más delgado, pero reflejaba perfectamente su severidad, aunque también había en su mirada un triste anhelo que le llegó al corazón. Los ojos de su hijo transmitían esa misma tristeza, pero el chiquillo parecía haber renunciado a desear nada. ¿Cómo podría ayudarle?
La voz de lord Brentmore sonó de nuevo en sus oídos. «Proporcióneles a mis hijos lo que necesiten para ser felices».
¿Cómo iba a conseguir hacerlos felices?
A medida que iban recorriendo la casa descubrió que el señor Tippen era un guía competente, capaz de explicar las relaciones de la familia en los miles de retratos y otras pinturas que narraban la historia familiar y de la construcción de la mansión.
Los niños se mantuvieron extraordinariamente silenciosos, mirándolo todo como si fuera la primera vez que lo veían. ¿Cuántas veces habrían estado en aquellas habitaciones? No habrían estado siempre confinados en su ala de la mansión, ¿no?
El señor Tippen, cuando abría la puerta que conducía a los jardines, pareció leerle el pensamiento.
—Como ha podido comprobar, estas habitaciones están llenas de tesoros de valor incalculable, señorita Hill. No son zona de juegos. A los niños no se les permite que…
Anna no se dejó amilanar.
—Si está usted pretendiendo decirme cómo debo tratar a los niños, señor Tippen, le recuerdo que están única y exclusivamente bajo mi responsabilidad.
Dory seguía de su mano y la chiquilla le dio un apretón y sonrió.
Anna le devolvió la sonrisa. Había vuelto a ser insolente.
Solo esperaba no haber empeorado las cosas para los tres.
Tres
Brent iba caminando junto a su primo por Bond Street en dirección a Somerset Street, donde había fijado su residencia el barón Rolfe para la temporada de bailes y actos sociales.
—No sé cómo he dejado que me convenzas, Peter.
El abuelo de Peter había sido el hermano menor del viejo marqués, lo cual hacía de ellos primos segundos. Los dos eran cuanto quedaba de la familia Caine. Excepto los hijos de Brent, claro está.
—Lo único que te pido es que la conozcas.
Iban a cenar con lord y lady Rolfe, y lo más importante, con la señorita Susan Rolfe, su hija.
Casi un mes había pasado ya desde que Peter volviera a abordar el tema de su matrimonio. Según él, debía volver a casarse y la señorita Rolfe era la candidata perfecta.
Las propiedades de los Rolfe eran vecinas de la de Peter, de modo que las familias se conocían de toda la vida, y desde la muerte de sus padres Peter prácticamente había vivido con ellos.
Brent había sido presentado en una ocasión al barón Rolfe, pero no podía recordar si conocía a su esposa o a su hija.
—No podrías encontrar mujer más exquisita —insistió Peter.
Sí. Eso era lo que le había dicho en otras ocasiones. En tantas ya…
—Tienes que casarte con una mujer respetable —continuó—. Así conseguirás acallar las voces del desafortunado escándalo que te rodea.
Brent miró para otro lado. Eso era exactamente lo que él se había dicho a sí mismo antes de su primer matrimonio. Había pensado que Eunice era la pareja perfecta.
Pero al final había terminado por echar más leña al fuego del escándalo.
Peter miró a su alrededor como si temiera que cualquier transeúnte fuese a oírles hablar.
—Sigue