E-Pack Escándalos - abril 2020. Varias Autoras
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De su madre recordaba solo un rostro sonriente, unos brazos que lo rodeaban y una dulce voz cantándole una nana. Sentía el dolor de una pérdida que tenía ya más de un cuarto de siglo de antigüedad.
—Cuidado, Peter—le advirtió.
Su primo se limitó a devolverle una mirada de compasión.
—Sabes perfectamente que yo no doy crédito a esas cosas, pero tus hijos van a escuchar esas mismas murmuraciones algún día, además de las historias que se cuenten de su madre, y te garantizo que para ellos serán cargas duras de llevar. Tienes que hacer algo para contrarrestarlas o crecerán sufriendo las mismas pullas y cuchicheos que has soportado tú.
Peter rara vez hablaba con tanta franqueza y Brent miró a su primo a los ojos.
—Mi matrimonio no sirvió precisamente para acrecentar mi respetabilidad.
Se había mantenido lo más lejos posible de Eunice por el bien de los niños. No había razón por la que los pequeños tuvieran que estar oyéndoles gritarse constantemente.
Se había prendado de Eunice desde la primera vez que la vio, cuando ella era la estrella que más brillaba en los bailes y demás eventos sociales de aquel año. Era hija de un par de Inglaterra, la pareja perfecta para un marqués joven, una proposición que ella no había dudado en aceptar.
Pero después del casamiento, Brent no tardó en descubrir que era su título y su riqueza lo único que le interesaba de él. El mismo día en que nació su hijo y cuando él lo tenía en brazos, sintiéndose el hombre más afortunado del mundo, Eunice le dijo lo feliz que se sentía de haber cumplido con su deber, lo cual la dejaba libre para poder dedicarse a otros intereses. Poco tiempo después, esos intereses, es decir, sus infidelidades, habían corrido en boca de todos.
Al menos la guerra le había ofrecido la oportunidad de mantenerse alejado de ella, pero por desgracia, también de su hijo.
Lo único que le consolaba del alejamiento de su hijo era la certeza de que muchos aristócratas tenían poco o ningún contacto con sus vástagos, dejando su cuidado en manos de niñeras, institutrices y tutores, o enviándolos lejos a internados, en cuyo caso solo los veían de tarde en tarde y en breves intervalos, hasta que los niños eran lo bastante mayores como para estar ya civilizados. Así había sido educado el anterior marqués, mientras que su crianza había sido una rareza entre los de su clase: al cuidado de su propia madre y su abuelo irlandés en una cabaña de adobe de una sola habitación sin ventanas.
Llegaron a Oxford Street, un lugar a años luz de distancia de la tierra que vio nacer a Brent.
—Peter, ¿quieres decirme qué te hace pensar que otro matrimonio no empeoraría todavía más las cosas?
No estaba dispuesto a jugarse el corazón del mismo modo que le había ocurrido con Eunice. La herida que le había dejado descubrir que se había casado con él por su título para burlarle después no se cerraría jamás.
Peter respondió una vez hubieron cruzado a la otra acera.
—Casándote esta vez con una mujer de moralidad intachable. Una mujer cuya reputación sea inmejorable y que vaya a ser sin ninguna sombra de duda una esposa leal y una madre atenta —volvió a mirar hacia delante y luego a él—. La señorita Rolfe es todo eso.
Brent mantenía la mirada clavada en el pavimento.
—¿Y qué te hace pensar que vaya a aceptarme?
—El hecho de que eres un buen hombre.
Brent suspiró.
—¿Sabes que es posible que seas la única persona en el mundo que lo piense?
—Y porque podrías ser de gran ayuda para su familia —añadió.
Por lo menos aquella vez no se andarían por las ramas. La señorita Rolfe necesitaba casarse con un hombre de fortuna. Su padre andaba haciendo equilibrios en la cuerda floja y tenía una familia numerosa a la que proveer: dos hijos y dos hijas más, todos menores que la señorita Rolfe. El dinero de Brent salvaría a la familia de la ruina más completa.
—Ah, sí. Mi dinero es un gran aliciente.
—Sí, pero para un hombre digno de él. Lo más importante es que la señorita Rolfe será una magnífica madre para tus hijos.
Sus hijos. La única razón por la que consideraba aquella idea del matrimonio. No veía a sus hijos con frecuencia, ni los tenía a su lado como había hecho su abuelo irlandés con él, pero quería lo mejor para ellos.
—Y hablando de tus hijos, ¿qué tal están yendo las cosas con la nueva institutriz?
Brent agradeció el cambio de tema, aunque el nuevo hirió su orgullo todavía más. La señorita Hill le había enviado una carta poco después de llegar a Brentmore, a la que él no había contestado aún.
—Bastante bien, según tengo entendido.
¿Estaría consiguiendo la apasionada señorita Hill que sus hijos fueran felices? Eso esperaba de todo corazón.
Debería escribirle de una vez por todas y preguntarle si sus hijos necesitaban algo, ya que no tenía ni idea de lo que los niños podían necesitar o desear. Había intentado que sus vidas fuesen tranquilas, cómodas y sin sobresaltos, sabiendo como sabía de primera mano lo duros de asimilar que podían ser demasiados cambios. Por eso los había dejado en Brentmore Hall: para que su presencia los alterase lo menos posible.
¿Quién iba a imaginarse que su institutriz iba a fallecer? De eso no había podido protegerlos. Había sido una desgracia que su fallecimiento hubiera acaecido tan poco tiempo después del accidente de su madre.
Si un segundo matrimonio podía conseguirles todo lo que Peter había dicho, ¿cómo negarse? Si la señorita Rolfe era el parangón de virtudes del que su primo hablaba, podría ofrecerles a sus hijos una vida mejor.
Llegaron a Somerset Street y llamaron a la puerta de lord Rolfe. Un criado les abrió y minutos después los invitaba a pasar a un salón donde estaba la familia.
El barón Rolfe se levantó de inmediato para recibirlos.
—Lord Brentmore, es un verdadero placer su visita —le dijo al estrecharle la mano—. Y tú siempre eres bienvenido en esta casa, Peter —se volvió a las dos damas que tenía tras de sí—. Permítame que le presente a mi esposa y a mi hija.
Su esposa era una mujer de facciones agradables, con esa clase de rostro en el que es natural la sonrisa.
La hija tenía una clase de belleza más serena. Tenía el cabello de un castaño corriente, los ojos de un azul pálido y las facciones correctas. No había nada que objetar en ella, y tuvo que reconocerle el mérito que tenía soportar bien el escrutinio de un marqués como quien contempla un objeto en una tienda.
—Encantada de conocerle, milord —lo saludó. Tenía una voz agradable, no musical, pero