El lugar del testigo. Nora Strejilevich
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Este asesinato masivo y clandestino –o plan sistemático de exterminio– respondió, para Feierstein, a una metodología que aspiraba a modificar la sociedad de modo permanente. El genocidio fue asumiendo distintos rostros a lo largo de la historia y, en este devenir, se produjo un viraje que inauguró la idea de «reorganización genocida» consistente en «el poder de aniquilamiento como destructor y refundador de relaciones sociales». No es casual que en la Argentina la dictadura se autodenominara «Proceso de Reorganización Nacional» (2011: 108). El genocidio refunda los vínculos, la cotidianidad, los códigos compartidos, las mediaciones políticas de la sociedad. Por esto es que no solo se emprendió «una guerra contra el enemigo interno» sino una cruzada contra quienes querían revolucionar la «tradición occidental y cristiana», y se construyó una «otredad negativa» –el «subversivo», palabra ambigua cuyo sentido dirimía a su antojo el poder– con miras a su aniquilamiento material y simbólico.
La práctica genocida se lanza en el Cono Sur, sobre todo, con la Operación Cóndor27 que, a partir de la Doctrina de la Seguridad Nacional, establece que hay que enfrentar a un tipo particular de enemigo que se oculta entre la población. Se impone una terminología médica –hay que «extirpar la parte enferma de nuestro propio cuerpo, con el fin de garantizar la salud del conjunto»– (2011: 105–106), y la soberanía se expresa «en su capacidad de acción sobre los cuerpos» (Segato, 2013: 56). Las masacres se presentan «como crímenes sin sujeto personalizado realizados sobre una víctima tampoco personalizada» (2013: 42).
En Genocidio y transmisión (2000), la psicolanalista Héléne Piralian puntualiza que esta metodología criminal busca generar no solo muertos sino seres que jamás existieron. Se busca la forclusión de la función simbólica de un grupo negando su existencia e incluso su muerte. Esta práctica lleva a cabo, entonces, un acto de negación que redoblará la destrucción.
…los responsables de un genocidio intentan cometer […] el asesinato del orden simbólico mismo, para que también sean destruidos los sobrevivientes, y para que con ello queden expulsados del orden humano […] Lo cual significa que más allá de la vida lo que intentan destruir es la Muerte misma como estructura simbólica que permite la transmisión. (2000: 27-30)
El crimen genocida, al destruir la muerte y, con ello, el tiempo histórico, vuelve imposible el duelo. La pregunta que surge es: ¿hay forma de resistir este mandato? Sin la aparición de los cuerpos aceptarlo es avalar los términos de un poder que niega su existencia, por lo tanto «hay algo así como un muerto anónimo que conservar» (2000: 33).
Por eso es que, al tomar la palabra, el testimonio le devuelve a la comunidad la función simbólica sin la cual queda atascada en su encrucijada, ya que no solo le quita anonimato al cuerpo sino que viene a desoír el mandato esencial del genocidio: el olvido de la muerte. El testimonio es el lugar privilegiado donde se resiste esta impronta simbólica, ya que logra «deconstruir los montajes genocidas y, al mismo tiempo, reconstruir un espacio simbólico de vida» (2000: 21). De este modo, con mayor o menor conciencia, con mayor o menor aptitud para lograrlo, reestablece (siempre en parte) la transmisión simbólica cancelada por el borramiento.
Memoria
…[E]s a partir del hito paradigmático de Auschwitz, la Shoá, que la cuestión de la memoria, como dilema y como elaboración ineludible –teórica, ética, política– […], se ha transformado en uno de los registros prioritarios de la actualidad. (Arfuch, 2013: 24)
El filósofo brasilero Vladimir Safatle (2015) nos remite a la confrontación entre Antígona y Creonte. Creonte sostiene que quien luchó contra la ciudad no tiene derecho a ser enterrado. Según Antígona, en cambio, todo sujeto debe ser objeto de un deber de memoria, y esa es una ley de los dioses (que es eterna y, por ende, universal). Al defender esta idea desenmascara a un Estado incapaz de dejar de obrar mediante la producción de inhumanidad. La acción ética de Antígona genera un colapso de la comunidad política, al mostrar que lo que ya está muerto (la Ley vigente en la ciudad) tiene que perecer. El testimonio, a mi juicio, es una de las formas en las que encarna la paradigmática intervención de Antígona.
Memoria y rememoración: Nuestras sociedades posgenocidas no buscan recordar sino rememorar, y esto nos remite a la pregunta por la memoria en el sentido benjaminiano:
La filosofía de la historia de Benjamin no se lee [….] como instancia reconstructiva del pasado sino como razón anamnética [….] Como tanto ha explicado Yerushalmi, no se trata de un modo distinto (instancia reconstructiva) de recuperar el pasado, sino de instaurar una relación con el presente a través de un proceso de elaboración cuya orientación temporal apunta al pasado, pero sin articular con él un vinculo referencial […] La percepción benjaminiana… no recuerda [los hechos del pasado] sino que experimenta su significado a través de configuraciones narrativas. (Subrayado mío, Kaufman, 2013: 227)
El testimonio es una de las formas narrativas que experimenta el significado del pasado a través de configuraciones narrativas. Esto significa que «no da cuenta de un recuerdo del pasado, sino de lo que los muertos nos dicen sobre el presente sin palabras ni representaciones. El «pasado presente» se manifiesta como inquietud y comprensión del presente, como relación de un aquí y ahora en deuda con el pasado…» (subrayado mío, Idem).
Dice Traverso (2011) que para Benjamin la memoria es una construcción siempre filtrada por conocimientos adquiridos posteriormente gracias a la reflexión que sigue al acontecimiento. Por eso sería ilusorio considerar el antaño como un punto fijo al que podríamos acercarnos gracias a una reconstrucción mental: «es la memoria la que establece los hechos: se trata aquí, según Benjamin, de una revolución copernicana en la visión de la historia». En este sentido «el pasado es amplificado por el presente» (2011: 23).
Para Kaufman esta rememoración se interroga por el pasado como tránsito para el interrogante radical sobre el presente y sobre la condición de la justicia en la actualidad (2013).
Si evitamos abroquelarnos en los estatutos de la verdad y la fidelidad y aceptamos a la memoria como rememoración, podremos aceptar la construcción de un relato que, como el testimonio literario, establece los hechos en el evanescente proceso de la rememoración.
Memoria y derecho: La memoria legitimada por el Estado, como la de los juicios públicos por crímenes de lesa humanidad, forma parte de una construcción colectiva y va cambiando con los vaivenes de la sociedad. Por eso afirma Chiara Forneris que el derecho no tiene una identidad fija, aislada de su contexto, y que la memoria sostiene a la ciencia jurídica, siendo su papel fundamental la consolidación de principios ligados a un proyecto de vida socialmente compartido. Podemos decir que «el acto del juicio es un acto simbólico de reparación […] que significa hacer justicia a la memoria» (2011: 89), noción anticipada por Reyes Mate cuando dijo: «lo que realmente se opone a la memoria no es el olvido sino la injusticia» (2003: 154).
Se podría pensar que el respeto que la sociedad le manifiesta al poder judicial proviene de su capacidad de determinar cuál es «la verdad», y de su autoridad para legitimarla. Sin embargo, para Jerome Bruner los elementos que nos llevan a acatar sus decisiones provienen del aura que generan tanto su ritual como la palabra arcana propios