El lugar del testigo. Nora Strejilevich
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Cuando un perpetrador, por ejemplo, decía «se van para arriba», enunciaba textualmente lo que sucedía: los detenidos eran lanzados al mar desde aviones y así morían en los «vuelos de la muerte» (caían desde arriba y «se iban para arriba»). «Traslado», que significa mover algo de un lugar a otro, también es literal: se los movía «de este mundo al otro»: era una sentencia de muerte. Este tipo de terminología, que contamina la lengua con marcas indelebles y coartando las múltiples alusiones de una palabra con un sentido siniestro que permanece adherido a ellas, ya se había creado en la historia contemporánea. Kaufman lo muestra en relación a la esvástica: «Ese símbolo operará como amenaza de muerte de aquí a la eternidad, como reivindicación de crímenes perpetrados en el pasado» (2004: 37). Para los sobrevivientes ciertas palabras quedaron tatuadas en sus vidas: los antiguos términos fueron sustituidos por la versión atroz y es imposible volver atrás. No se puede hablar, a partir del plan sistemático de exterminio, sin hacer una revisión crítica de su lenguaje.
Como indica el escritor argentino Guillermo Saccomano, a diferencia de lo que sucedía en los campos nazis, en nuestra región perpetradores y víctimas hablaban la misma lengua. Ambos «crecieron en un clima de palabras donde "tarea" era un deber escolar y "perejil" un condimento barato»24.
Es en esta lengua donde […] la negación de la existencia del otro (el no existís), sigue siendo un modo privilegiado de la injuria y la alabanza. Y es en esta lengua en la que habremos de pesquisar las marcas –más o menos repudiadas, más o menos espectrales– que la aniquilación ha dejado en nuestra vida cotidiana. (Cita de Sneh en «El infierno en voz alta», en Página 12, 2012)
El eufemismo fue el centro mismo de la máquina exterminadora y se hizo tan habitual usarlo que terminó conformando una jerga, con lo cual se abrió un hiato entre el idioma hablado «adentro» y «afuera». Mario Villani, ex detenido-desaparecido, percibe esta distancia cuando lo «sacan» a tomar un café en la ciudad:
«¿Qué pasaría si alguien nos escuchara? Después me di cuenta de que nadie podría haber entendido de qué hablábamos –hablábamos en código, por así decir. No a propósito, así era nuestra forma de hablar en aquel entonces. Y entonces me percaté de la situación: acá estoy, sentado en un café –afuera, en el mundo, pero sin ser parte de él–. Sin pertenecer». En la noche y niebla de la Argentina, el lenguaje mismo se transformó en una prisión. (Feitlowitz, 1998: 83)
La jerga usada por los verdugos no quedó fijada como dialecto del campo: se expandió. Por eso mismo Sneh (2012) recalca que «la lengua sigue diciendo la matanza» y presenta un diccionario de términos dañados: «asado», «parrilla», «boleta», «cantar», «chupar», «pecera» y «perejil» son algunos de los resabios del accionar criminal que coartan nuestra lengua a largo plazo. Una sola muerte numerosa también expone un glosario de términos trasmutados por la violencia de sus nuevos significados: «botín de guerra», «grupo de tareas», «tubo», etc. (Strejilevich, 2018: 100–102). La «parrilla» equivale a «picana», nombre del dispositivo para aplicar la tortura eléctrica. «Asadito» es la indicación literal de que se quemaban cadáveres. Otra serie gira alrededor de la idea de viaje, como el ya mencionado «vuelo de la muerte». «Botín de guerra», «mercadería» y «paquete» dejan sentado que los secuestrados eran (para los secuestradores) cosas, bultos. Los campos Club Atlético, El Olimpo, La Escuelita, La Perla, se identifican con nombres que, en su siniestra burla, muestran y ocultan el horror (en El Olimpo, por ejemplo, viven los dioses que dan y quitan la vida). En esta jerga prima la terminología médica: los verdugos consideraban que nuestras sociedades estaban gravemente enfermas y que la única receta para la cura era extirpar su cáncer, la «subversión», mortífera para el «Ser Nacional». El espacio donde se aplicaba este «tratamiento» o «terapia intensiva» era el «quirófano»25.
El individuo queda reducido a un cuerpo limitado a las funciones esenciales para su supervivencia biológica. Es el cuerpo exánime de la mesa quirúrgica o de la terapia intensiva, pero no conducido a ese estado en procura de su salud, sino para su destrucción u olvido totales. (Kaufman, 2011: 244)
Las marcas de autos como Ford Falcon o Mercedes Benz no son eufemismos pero se contagian del horror. Los secuestros, en la Argentina, se hacían en Ford Falcon sin patente (y había un centro clandestino en la propia fábrica). A la Mercedes Benz se le daba la ocasión de deshacerse de activistas gremiales que trabajaban en su empresa, acusándolos de «subversivos» –lo cual equivalía, en esa época, a una sentencia de muerte.
Este teatro de sombras idiomático sostiene el secreto a voces que es el genocidio. Pero además, ¿cuál es el mecanismo que hace de este lenguaje un factor esencial del plan sistemático de exterminio? Mostrar y negar al mismo tiempo:
[Los asesinos] prohibieron palabras [como los nombres de las organizaciones revolucionarias], inventaron eufemismos, quemaron libros y personas, es decir, utilizaron procedimientos [para] dejar saber lo que no se habría de reconocer. El terror incluye esta perversa epistemología. (Jinkis, 2011: 104)
El testimonio parte de la dificultad de trabajar con un lenguaje diezmado que intenta dar respuesta al atropello y procura desafiarlo, mostrando la cara oculta, lo no dicho por ese vocabulario. Sin embargo, no hay forma de desandar por completo el destino de una lengua atravesada por el horror. Nos urge escribir desde los escombros y reinventar formas de decir(nos) porque ese lenguaje nos constituye. Como dice Roberto Espósito:
….no son los hombres quienes construyen y crean el lenguaje, sino que más bien es este el que los constituye y atraviesa. Es el lenguaje –no solo verbal, sino también gestual, proveniente del mundo originario de los instintos de defensa y ataque– el que crea a los sujetos, en el sentido de que los sitúa en un contexto determinado y, por lo tanto, en un lugar inevitablemente marcado por relaciones de fuerza y predominio, de desigualdad y asimetría, de sumisión y dominio. (2006: 62)
Por esto mismo es imprescindible deconstruir el léxico del terror: para reconstruirnos, para desafiar las relaciones de sumisión y dominio que siguen haciéndonos hablar con la violencia de sus palabras y sus gestos.
Genocidio: La elección de la palabra genocidio para denominar lo acaecido en el Cono Sur en la década del setenta es cuestionada por muchos, por diversas razones. Pero la prefiero a terrorismo de Estado o Politicidio o Terror Nacional porque este término se creó para referirse al exterminio de un sector de la sociedad con miras a su borramiento, con el fin de «producir transformaciones identitarias a través del terror infundido en el conjunto de la población nacional» (Feierstein, 2011: 154). Si esto es así, ese conjunto es el que debe asumir las consecuencias de dicha experiencia. El terror afectó al entramado social, no tan solo a un grupo, ni a individuos: el campo era una caja de resonancia que emitía señales cuyo destinatario era la ciudadanía a la que había que «reorganizar». Si bien se quería acabar con la resistencia, el trabajo de memoria nos incumbe a todos.
Para Daniel Feierstein hay dos modos de abordar el genocidio. Como término jurídico hace su aparición inicial en la «Convención para la prevención y castigo del crimen de genocidio» de las Naciones Unidas, en diciembre de 1948, a raíz del exterminio de la Segunda Guerra Mundial, y la definición inicial que se acuerda es la siguiente:
El genocidio es la negación del derecho a la existencia de grupos humanos enteros, como el homicidio es la negación del derecho a la vida. […] Muchos crímenes de genocidio han ocurrido al ser destruidos completamente o en parte grupos raciales, religiosos, políticos y otros». Es decir, el genocidio de grupos políticos se encontraba presente en dicha resolución… (Feierstein, 201: 38)
Este texto se modificó antes