El lugar del testigo. Nora Strejilevich
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A Arfuch no le preocupa tanto separar autobiografía de testimonio o considerarlo una subregión de este «territorio», lo que le importa es su configuración narrativa:
…no se trata de la expresión pura de lo vivido sino del despliegue del lenguaje en una configuración narrativa que involucra ciertas estrategias de autorrepresentación: cómo se construye el «yo» que narra, sus cualidades, atributos, circunstancias, valoraciones; la percepción del tiempo, su cronología… (subrayado mío, 2013: 85)
Considero que, incluso si partimos de este aspecto, hay diferencias entre lo autobiográfico y lo testimonial. El yo autobiográfico construye el mundo desde sí y lo transforma en experiencia personal –modo de proceder que coincide con el espíritu expansivo de la burguesía, que ubica al sujeto en el centro del universo (Jameson, 1981)–. El yo testimonial, en cambio, parte de otro lugar de enunciación: el testigo que retorna del campo no creó el mundo que viene a contar, y no solo no fue el centro sino que allí intentaron volverlo anónimo. Por eso le importa crear sentido, comprender, asimilar, compartir lo padecido en nombre propio y del colectivo que se pretendió borrar.
También se considera que el testimonio está emparentado con la autobiografía a partir del «pacto de verdad» entre autor y lector (Philipe Lejeune), pero este pacto trastabilla (ver sección «Verdad»).
Centro clandestino de detención, tortura y exterminio (CDTyE) o campo:
Un ser humano puede sufrir el exilio más radical cuando el estado de excepción lo coloca en un limbo que autoriza su aislamiento y posterior exterminio. En ese limbo llamado campo el ser humano es abandonado, se le quita el nombre y se lo cataloga con un número, es decir, se le roba la marca identitaria que la sociedad le otorgara desde el nacimiento a partir de su inscripción como ciudadano. Se transforma, para el poder, en pura vida biológica. ¿Cómo es que una persona puede perder su condición de ser humano cuando pierde su ser civil? […] La desaparición implica, entre otras cosas, la pérdida de la ciudadanía y de los derechos vinculados a ella. Por este motivo se puede entender el campo como un lugar donde el ex ciudadano es reducido a su condición de cuerpo y, por ende, pierde los atributos que caracterizan a todo ser social. (Strejilevich, 2006: 33)
Los campos en los países del Cono Sur (distintos entre sí, aunque coincidan en sus funciones básicas), fueron concebidos como depósitos de cuerpos dóciles que esperaban la muerte, eran lugares de exclusion/inclusión y fueron dispositivos instrumentales para diseminar el terror. Se excluía a los detenidos de la comunicdad humana al tiempo que se incluía al campo en el proyecto de dominación:
[Se trataba de un] terror que se ejercía sobre toda la sociedad […] El campo es efecto y foco de diseminación del terror generalizado en los Estados totalizantes (Calveiro, 2004: 52-53).
La Shoá es la matriz interpretativa, el núcleo de donde proviene un lenguaje que, en gran medida, nos permite nombrar lo acaecido en nuestra región. Para mencionar uno de los tantos lazos comunicantes con la solución final, consideremos este paralelismo:
Los trenes europeos mandaban a las víctimas o figuren –aquellos considerados matables sin que su muerte tuviera valor sacrificial– a la Noche y a la Niebla.
Los Ford Falcon argentinos facilitaban la desaparición forzada de personas transportando a los secuestrados, para ellos «paquetes», a los centros clandestinos de detención.
En ambos casos el crimen se negaba sistemáticamente, por eso Vidal Naquet llama a esta estrategia crimen dentro del crimen. Y ambos atentan contra la estructura ética de la especie (a esto alude la expresión “Mal radical”). «Si un grupo es asesinado por su raza o nacionalidad [o por su accionar político, agrego], quien sale dañada es la humanidad» (Reyes Mate, 2013: 123).
Aunque la Shoá sea una fuente conceptual indispensable para el estudio de otros genocidios, el comparativismo se realiza en el plano simbólico. No se trata de un modelo aplicado mecánicamente en otros momentos históricos y regiones geopolíticas sino del imperio de una frialdad que permite desconectar acción de responsabilidad.
En cuanto a las diferentes prácticas de exterminio, la población seleccionada y el método de depósito y asesinato de prisioneros eran distintos. Como hemos dicho, en nuestra región recluían, en su mayor parte, a hombres y mujeres que el sistema identificaba como enemigos, sobre todo a partir de su militancia política (aunque la noción de «subversivos» era definida por el poder desaparecedor, lo cual permitía las amplias libertades que estos «dioses» se tomaban a la hora de la selección). El sector a ser aniquilado, a diferencia del caso europeo, compartía cultura, lengua y, en términos amplios, ideología, lo cual favorecía una (mínima) comunicación entre los detenidos.
Por otro lado, el tipo de reclusión era distinto. En el caso de los campos de concentración y de exterminio nazis (algunos eran solo de concentración, otros solo de exterminio y otros cumplían ambas funciones) se trataba de una «acumulación de existencias» (Viktor Frankl, 1986). Los detenidos que sobrevivían al inmediato asesinato en las cámaras de gas –el destino inmediato de la mayoría– sufrían hambre y hacinamiento, y se los desgastaba mediante el hambre y el trabajo esclavo hasta que se transformaran en muertos en vida. Este método, sumado a las diferencias étnicas, políticas, de nacionalidad y lingüísticas de las víctimas, dificultaba enormemente la resistencia, que de todas formas estuvo muy presente en cada instancia del proyecto genocida, como documenta Perla Sneh en Palabras para decirlo (2012).
En Uruguay y Argentina se practicó, sobre todo, el aislamiento de los detenidos: el tratamiento era de «oscuridad, silencio e inmovilidad» (Calveiro, 2004: 48). También escaseaba la alimentación y el trabajo esclavo era restringido. En Chile se trataba, sobre todo, de una convivencia enclaustrada y degradante que tampoco coincide con el estilo de los campos europeos (excepto en la Colonia Dignidad)22.
Aunque los testigos describan al campo como el enclave de crueldad y de muerte que fue, también los detenidos crearon espacios de cobijo: un secuestrado dialoga, a través de golpecitos en la pared, con el de la celda vecina (Timerman en la Argentina y Rosencof en Uruguay): el primero se comunica con un preso que tal vez imagina, el segundo con su compañero de militancia. En La escuelita de Alicia Partnoy, en Argentina, varios cautivos hablan con migas de pan. Hernán Valdés conversa con quienes lo rodean en la «barraca» de Tejas Verdes, en Chile. El filósofo chileno José Santos (2015) estudia «la representación de los lugares de detención y tortura desde la perspectiva de su carga afectiva» y da cuenta de las formas en que los reclusos construyen «respiros»:
…ciertos lugares puntuales van adquiriendo sentidos aterradores, como el «Velódromo» del Estadio Nacional o el «Polígono» en Dawson, mientras otros toman sentidos acogedores, como los baños, los patios, los rincones, pues se vuelven un espacio de encuentro… (2015)
Aunque el baño sea precario y se asocie al olor y al hacinamiento, es a menudo el sitio donde los reclusos pueden comunicarse, observa el investigador tras la lectura de cientos de testimonios. En esos instantes lo inhabitable se vuelve habitable y el proyecto de arrasamiento