Mientras haya bares. Juan Tallón
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Fuera de aquellas iniciales en la camisa, el viaje estaba resultando de lo más placentero. Ni un descarrilamiento. Lo que multiplicaba mis suspicacias. Las fuentes del placer son tan oscuras y tormentosas como las del sufrimiento. Pero las iniciales se hacían cada vez más grandes y más sospechosas. No quería verlas, pero cuanto menos lo deseaba, más inevitable resultaba clavarle la mirada.
El recuerdo de Extraños en un tren vino a meter más presión en la caldera. Tenía fresca la adaptación cinematográfica de Hitchcock, que hacía dos meses habían pasado por La 2, y comencé a ver fantasmas. En nuestro caso, también el viaje comenzó por una inofensiva conversación. Él dijo «buenos días» y yo respondí «no sé si no lloverá». Imaginé que el fulano de las iniciales —y de zapatos impecables— me propondría de un momento a otro, con la mayor naturalidad, sin despeinarse, que yo matase a su padre y a cambio él liquidaría con gusto a mi esposa, o en su caso, a un familiar próximo, insoportable. Nunca escasean, francamente. Pero el caso es que después del intercambio de las primeras palabras, los dos nos precipitamos en el silencio. Tal vez él imaginó que yo había imaginado, y ya se sabe que no hay como la previsibilidad para que estas sugerencias caigan en saco roto. En esto, llegamos a la estación. Él dijo «buenos días» otra vez, y yo respondí «está lloviendo». Bajamos y, cuando vi cómo se alejaba, respiré más tranquilo. Matar, tengo que admitirlo, no se me da bien, aunque tengo entusiasmo...
Instrucciones para dejar de leer un libro
Cuando interrumpimos voluntariamente la lectura, hay gente a la que le basta alcanzar un simple cambio de página, aunque la frase y el párrafo continúen. Colocan el marcador, cierran el libro y hasta luego. En cambio, hay quien precisa cambiar de página y, además, encontrar a continuación un punto y aparte. En el mejor de los casos, un punto y seguido. Si subimos un escalón, encontraremos a ese otro tipo de lector estricto que no se detiene a menos que alcance el final de un capítulo. En estos ejemplos maniáticos es inevitable preguntarse cómo afrontan estos lectores novelas, por citar algo rápido, como Cristo versus Arizona, de Cela, en las que no hay capítulos, ni puntos y aparte ni áreas de descanso de ninguna clase.
Si en lugar de ascender, descendemos tres o cuatro escalones, hallaremos a ese lector descamisado y tolerante que se da por satisfecho cuando alcanza un diálogo para detenerse y encender la televisión, o quedarse dormido, independientemente de que se produzca o no un cambio de página. Existen individuos tan cuidadosos e implacables en la elección del momento para interrumpir un libro, que este tiene que producirse a una hora en punto, por ejemplo la una de la madrugada, y que ese instante coincida con un descenso de la intensidad dramática de la novela, que a su vez debe armonizarse con el final de un capítulo. Esta intransigencia me hace pensar en el celo con el que Thomas Mann planificaba sus personajes antes de ponerse a escribir, hasta el extremo que imaginaba cómo sería su firma.
Naturalmente, hay gente tan condescendiente con la lectura que cierra el libro repentinamente, harta, sin marcar la página, sin interés en recordar en qué punto de la historia se produce la espantada. Porque ese abandono es una huida, como una maniobra evasiva para escapar de un incendio. La trama o la estructura arden y ellos quieren ponerse a salvo. Tienen miedo. O, tal vez, simplemente no están preparados para soportar las temperaturas de la literatura.
Hace años leí que Álvaro Mutis y Carlos Patiño escribieron un poemario titulado La balanza, cuya edición de 200 ejemplares se agotó en 25 minutos. Fueron a recoger la tirada a la imprenta y la dejaron repartida por las librerías de Bogotá. Entonces estalló el «bogotazo», revuelta popular en reacción al asesinato del líder político Jorge Eliécer Gaitán. Hubo disturbios y muchas hogueras. Casi todas las librerías ardieron, y con ellas el libro de Mutis y Patiño.
En el fondo, la literatura tiene mucho que ver con el fuego. El escritor escribe porque algo en él no anda bien, porque algo arde dentro, y el lector lee porque lejos de los libros hace mucho frío. En ocasiones, el fuego se descontrola y el lector inexperto salta por la ventana, con desorden. En cambio, el lector curtido sabe que conviene aguantar, porque la gracia de la literatura está precisamente en arder.
El hombre que abrió los telediarios
En mitad del trayecto, el pasajero que viaja a mi lado, de bigote y jersey de cuello redondo, abre la mochila que lleva entre las piernas y saca el primer volumen de los Relatos de John Cheever. En ese mismo instante es evidente que me ha jodido el resto del viaje. Y no hemos hecho más que salir de Ourense, es decir, quedan cuatro horas para llegar a Madrid. Se trata de una desgracia como otra cualquiera. Lamentablemente, no puedo actuar como si nada ante alguien que lee a John Cheever. Es como si llevase una carga de explosivos debajo del asiento. ¿Alguien alcanzaría un mínimo de sosiego en esas condiciones? A su manera, Cheever también es material explosivo bajo el asiento, y el lector de sus relatos, un pirotécnico. No estoy tranquilo con gente así en el mismo vagón que yo. No porque me produzca miedo sino porque me contagia una curiosidad que no sé controlar.
¿Quién será él? ¿A qué se dedica? ¿Cómo habrá recalado en Cheever? ¿Qué va buscando? Tengo tendencia a pensar que todo aquel que lleva esta clase de libros en la mochila es un pez gordo. Alguien importante. No tanto en el sentido de reconocido o influyente, como de enriquecedor para la gente que lo rodea. Hay lecturas que no pasan en vano, que son radiactivas, que cambian a los que están en su perímetro.
Pasan las estaciones. A Gudiña. Puebla de Sanabria. Zamora. Medina del Campo. No se me quita de la cabeza que el fulano, bajo la lectura de Cheever, arrastra un gran enigma. En caso contrario, obviamente, estaría leyendo otra cosa, incluso dejando de leer. Una persona sin misterios es preferentemente una persona que no lee. Hace mucho tiempo que me obsesiona la vida de las personas desconocidas con las que comparto espacio durante cierto tiempo, ya en una comida, un viaje en tren o una espera en la sala de un hospital. No reconocerla no evita que piense que puede ser, en secreto, alguien relevante.
En 2001, Eduardo Mendoza, Rodrigo Fresán, Andrés Neuman y Enrique Vila-Matas participaron en una mesa redonda en Budapest sobre narrativa hispánica. Los presentaba un escritor húngaro, que en la víspera había cogido por banda a Fresán y lo había aburrido a preguntas. El día de la mesa redonda, minutos antes de comenzar, Vila-Matas quiso conocer el nombre del moderador. Se llamaba Imre Kertész, y ese mismo año iba a recibir el Premio Nobel de Literatura. Entretanto, solo era un desconocido que moderaba una mesa redonda. Es más, Vila-Matas andaba a la busca de un nombre para un personaje chileno de origen judío, de cara a su próxima novela, y le puso Felipe Kertész, antes de que Imre Kertész recibiera el Nobel y se volviese célebre.
Nunca acaba de saberse quién viaja al lado de uno. Por si acaso, cuando el acompañante abre una mochila y saca los Relatos de Cheever, conviene ponerse en guardia. Alguien así puede acabar abriendo un telediario. Cuando llegamos a Madrid, guarda el libro, nos despedimos en silencio, asintiendo con la cabeza, mientras trato de grabar su cara en la memoria.
La droga linda
En el portal de mi edificio hay un anuncio, elaborado con un procesador de textos, que publicita un servicio de «teleplancha» ultrarrápido. En el primer momento, me pareció algo nuevo. Pero la «teleplancha» solo es una versión casera de la tintorería, pasada por el embudo de la desesperación y la crisis. En cuanto a la velocidad a la que aseguraba prestarse el servicio, tampoco conviene extrañarse. La rapidez es un requisito indispensable para que las cosas sucedan, a secas. En los tiempos que corren, ¿quién puede estar interesado en que le ofrezcan un servicio lentamente? La paciencia ha pasado a la historia. Podemos soportar muchas cosas, pero en ningún caso la espera, que ocurran