Mientras haya bares. Juan Tallón
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Cuando llamó a la puerta le abrí entusiasmado, ansioso, como si yo fuese Pepe Isbert en Bienvenido, Mr. Marshall, y el fontanero un miembro destacado de la comitiva americana que llega a Villar del Río. Lo estudié de arriba abajo. Medía un metro noventa. En una mano llevaba una llave inglesa y dos destornilladores. La otra la tenía metida en el bolsillo. «¿Dónde has dejado a tu socio?», pregunté, dando por sentado que alguien tendría que portar la caja de herramientas y las piezas de relevo. «¿Qué socio? Yo trabajo solo. Se discute menos». Me pareció un razonamiento demoledor, y me callé.
Como sospechaba que esta gente factura seguramente por minuto, y por eso camina siempre con tanta lentitud y habla tan despacio, yo me había tomado la molestia de sacar la pieza rota. De hecho, el fontanero solo tuvo que llegar al baño y decir: «La válvula de descarga está rota». «Tendrás que poner una nueva, entonces», arriesgué. «No he traído», alegó. «Tendrás que ir a buscar una, ¿no?», deduje. «Sí, pero no me va a dar tiempo», pretextó, para a continuación añadir: «Vamos a tener que dejarlo para la tarde». No era con lo que yo soñaba, así que puse ciertas condiciones: tendría que ser a primera hora. «A las cuatro sin falta», afirmó. Apareció a las siete. Llevaba de nuevo una mano en el bolsillo y la pieza nueva encajada en la axila. A partir de ahí, todo ocurrió a velocidades vertiginosas. En dos minutos colocó la válvula, cerró la tapadera, accionó el tirador para probar y todo volvió a la normalidad. Perfecto. «¿Cuánto es?», pregunté feliz, creyendo que el precio guardaría proporción con la dificultad. «Setenta euritos, por favor», dijo con la voz muy dulce. Tenía educación. Me quedé blanco, sin habla, como Pepe Isbert cuando los americanos pasan de largo. Máxime teniendo en cuenta que la pieza costaba doce euros y podía instalarla un repetidor de segundo de la eso. Cualquiera. Yo inclusive. Antes de pagar, pregunté con ingenuidad si no me daba una factura. «Es que no he traído», se disculpó. «Pues yo tampoco he traído dinero», estuve a punto de decir. Pero no quise montar un espectáculo en mi propia casa.
Yo siempre llevo la droga encima
Esto es lo que ha pasado: acabo de recordar que hace seis meses, cuando me mudé de ciudad, me marché sin pasar por la tintorería a recoger una chaqueta azul marino que había dejado para limpiar. Era mi chaqueta favorita, pero no la he echado de menos hasta esta mañana. En ocasiones, las cosas importantes pasan completamente desapercibidas. No es una tragedia. Ni siquiera una cuestión de vida o muerte. Tal vez, como dijo a propósito del fútbol Bill Shankly, entrenador del Liverpool entre 1959 y 1974, es algo mucho, mucho más importante que eso. Cuando vestía aquella chaqueta cambiaba mi perspectiva de la realidad. Nada me parecía demasiado grave, ni solemne, ni relevante. Era como leer If, de Kipling, donde se te revelaban, de pronto, verdades en las que no habías creído. Es difícil de explicar. En realidad, es difícil de entender. Aquella chaqueta actuaba como escudo, pero también como un cristal deformante que me ofrecía la mejor panorámica posible de lo que tenía alrededor.
Imagino que desde que la llevé a la tintorería, la chaqueta no ha dejado de dar vueltas en ese circuito cerrado que hay en estos negocios, en el que presionando un botón, el mecanismo va moviendo las prendas en círculo hasta que llega a la chaqueta o el pantalón o lo que sea, que el cliente haya venido a recoger. En parte, la vida va de eso, de dar vueltas sin parar, como un idiota, sin ningún sentido especial. No creo que nunca, cuando regrese a Madrid, sea capaz de pasar por la tintorería. ¿Cómo me mirarían? No. Descartado. No sabría enfrentar el contacto con la chaqueta.
El escritor estadounidense Hunter S. Thompson contó una vez en una entrevista en un periódico de Boston, que cierto día recordó, un año después de abandonar un apartamento de alquiler en San Francisco, que había olvidado, escondidos en una baldosa del piso de la cocina, 250 gramos de hachís. ¡Nada más que un cuarto de kilo! ¡Hachís! Cuando echó en falta aquel botín y quiso regresar para recuperarlo, descubrió que en el apartamento ahora vivían dos agentes de policía. Fue un error infantil ocultar la droga en un punto recóndito, y hacerlo, probablemente, cuando estaba borracho. Borracho y drogado, supongo. Yo siempre llevo la droga conmigo. Es vital tenerla cerca. Nunca sabes cuándo vas a necesitarla de urgencia. Naturalmente, Thompson tuvo que abandonar sus pretensiones. Pero aprendió una lección. En mi caso, ahora sé que nunca hay que quitarse la chaqueta favorita. Si es necesario, duermes con ella, comes con ella, follas con ella.
Hegel y los negocios decadentes
En todos los sitios, en una ciudad, en una aldea decadente, en una carretera solitaria, hay una tienda en la que nadie compra. Ni siquiera entra. Pero misteriosamente, resiste. No necesita a la sociedad. Lleva ahí toda la vida. Se acostumbró al vacío, a que la puerta no se abra, a que no haya cambio en la caja registradora, al beneficio cero. No necesita clientes. Tal vez si un día comenzase a entrar y salir gente del negocio, a hacer transacciones, a facturar, a realizar devoluciones, a anotar pedidos, en definitiva, a vivir al revés de como vivió en los últimos cuarenta, cincuenta o sesenta años, no tendría otro camino que cerrar. Algunas cosas solo funcionan siguiendo la dirección contraria, dejando de funcionar. Hace meses que observo una ferretería cerca de mi casa. Cada vez que paso por delante, espío el interior. Nunca hay nadie, excepto el propietario. En dos ocasiones entré y encontré lo que buscaba. Pero el dueño me miró como cuando pasas diez años solo en una isla deshabitada del Pacífico, y una tarde de verano aparece un tipo en chanclas y bermudas.
También hace tiempo que observo una tienda de filatelia, minerales y numismática, no lejos de la ferretería, en la que nunca entra nadie. Cuando se tienta a la suerte, se asoma alguien por la puerta y pregunta si tienen baño, o dónde puede encontrar una farmacia. Inexplicablemente, hace décadas que la tienda permanece en la brecha, como si se tratase de un negocio boyante, en continua expansión. Es muy raro. Supongo que a la dueña, una señora gruesa y bajita, con gafas y pelo blanco, le va bien así, y que entre unas cosas y otras, le cuadran las cuentas a final de mes. El dinero es muy caprichoso. Cuando no lo tienes, a veces es cuando más abunda; no sabes qué hacer con él. Yo nunca sufrí tantas penurias como en la época en que ganaba cinco mil euros al mes y me pasaba el día gastando sin sentido. Mi madre no entendía que llamase a casa para que me ingresaran 300 euros de cuando en vez, y yo no sabía explicárselo, sinceramente.
La tienda se acostumbró al silencio, a que la puerta no se abriera, a que los paraguas no gotearan en el suelo cuando llueve, a que no hubiera cambio en la caja registradora. Los días que me coincide pasar por delante, miro a través del escaparate y la dueña siempre está reclinada, con las tetas sobre el mostrador. Su gesto es de una desgana profunda. Parece lejanamente triste, con la mirada exiliada. Tal vez rece para que no entre nadie a molestar y que la máquina de hacer dinero no se detenga. En mi idea cándida de los negocios, temo que si un día se invirtiese la dialéctica, y de repente empezase a existir movimiento en el local, y gente entrando y saliendo con las bolsas llenas, que obligase a facturar, y a realizar más pedidos,