Mientras haya bares. Juan Tallón
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Peine en el bolsillo
Hablemos de esos individuos que van de un lado a otro con un peine en el bolsillo, como si fuese un revólver. No es tanto la presencia del peine lo que me causa desasosiego, que también, como la capacidad del sujeto para peinarse sin espejo, mientras evoluciona por la acera a paso ligero. Alguien que se desplaza con un peine en el pantalón, o en la camisa, siempre está en guardia, a la expectativa, para ser el primero en disparar. Si en algún momento coincide usted con uno —lo cual no es fácil— observe que nunca está relajado. Se mueve como si tuviese prisa o, simplemente, algo que esconder. Portar ese peine... En el fondo, se trata de un modo más de andar armado.
Hay objetos turbadores. Parecen simples, bien diseñados, pero ofrecen mala compañía. Digamos que desprenden mal aliento. No importa lo inofensivos o hermosos que resulten. De hecho, la inocuidad multiplica el peligro. No digamos la belleza, que desde Rilke no es si no el comienzo de lo terrible. Olvide, por medio minuto, la sombra alargada del peine. Piense en un libro. No en cualquier libro. Piense en El guardián entre el centeno, y luego retroceda al 8 de diciembre de 1980, frente al edificio de apartamentos Dakota, en Nueva York. Van a ser las once de la noche cuando Yoko Ono y John Lennon bajan del coche y caminan hacia el portal. En ese instante irrumpe Mark David Chapman por detrás y dispara cinco balas de punta hueca con un revólver calibre 38 especial. Después de matar a Lennon, el asesino se sienta en la acera y saca del bolsillo, como si fuese un peine, su ejemplar de El guardián entre el centeno, y lee tranquilamente hasta que llega la policía.
Supongo que ahora la novela de J. D. Salinger ya no le resulta tan inocua. Ciertas combinaciones, como la de Chapman y Salinger, le otorgan a los objetos más pacíficos un aire sospechoso. Cuando descubro un peine sobresaliendo del bolsillo de una camisa, como me ocurrió ayer, tiemblo. No hace falta decir que si el fulano saca el peine y se peina, como también ocurrió ayer, corro, corro mucho, corro sin mirar atrás, corro hasta que llego a otra ciudad, cojo una habitación en un hotel discreto, y espero. No sé a qué.
No empecemos
Cuando te vas de casa tus padres nunca te dicen que tengas cuidado con los halagos. Prefieren prevenirte contra los carteristas, contra las drogas y —aquí se ponen serios— contra esa puta manía tuya de hacerte el gracioso. A lo sumo, cuando ya has salido por la puerta, tu madre te pregunta si llevas pañuelo, y cuando ya estás a veinte metros, si has cogido un paraguas. Nada más. Comienza la vida. Pasan los meses, los años. Las hostias. Tienes problemas con algunas drogas. Los superas. Te roban dos o tres veces en el metro. Para compensar, tú robas en el quiosco y en el Carrefour. Te estrellas contra la realidad por tu soberbia. Pero te levantas siempre. Aprendes a esquivar las trompadas. Lejos de los padres, a veces aprendes algo de una película, del mismo modo que Albert Camus aprendió del fútbol. Un día viste Pulp Fiction. Durante meses, te repetías los chistes, pero cuando estos se fueron desgastando, descubriste debajo las lecciones. La más útil, a propósito de las lisonjas y el ombligo, te la proporciona el Sr. Lobo, cuando interviene para enfriar la euforia que embarga a Vincent y Jules: «No empecemos a chuparnos las pollas todavía». ¿Una ordinariez? Más bien un mandamiento. Claro que en el fútbol tampoco falta quien solo vea a 22 mercenarios corriendo detrás de un balón para patearlo. Ya nos previno John Baynton contra esa tentación, cuando señaló que reducir el fútbol a eso «es como decir que un violín es madera y tripa y Hamlet papel y tinta».
Los halagos son un peligro. Siempre acabas creyéndotelos. De hecho, solo tú te los crees. No existe defensa posible contra una mamada insoportable y pringosa. Cada vez son más habituales. En Facebook, en los medios de comunicación, en las solapas de los libros.
Nunca olvido la historia del Cojo de Soutochao, un tipo enclenque y quisquilloso, por decirlo con un halago. En realidad, era un hijo de perra. Me habló de él mi padre, antes de irme de casa. El Cojo tenía debilidad por los pleitos. Un día litigó contra la persona equivocada. Creyó que esta vez lo asistía la razón y se propuso hallar al mejor abogado. Eran otros tiempos. De hecho, ya pasaron setenta años. Le pidió ayuda al cura, don José, que poseía buenos contactos. Este le sugirió al mejor letrado que conocía. Tal vez no existiese otro mejor en la provincia. Era un buen amigo suyo, así que se ofreció al Cojo para escribirle una carta de recomendación que ablandase su disponibilidad. El Cojo no sabía leer, pero no era tonto. Aceptó. Dos días después llamó al despacho del letrado. «Así que amigo de don José... pero siéntese, por favor, no se quede ahí de pie», le propuso. El Cojo se sentó y posó el bastón en el suelo. «Traigo para usted una nota de su puño y letra», y le extendió la carta. El abogado la tomó lleno de curiosidad, se puso las gafas y leyó de corrido, en silencio: «Amigo Rodrigo, el portador de la presente es el hijo de puta más grande de la provincia. Jódelo cuanto puedas. Tu amigo José». El abogado sonrió oscuramente. «Ha tenido usted mucha suerte —le confirmó— porque efectivamente viene muy bien recomendado».
A hostias en la oscuridad
A todos nos dan, de un modo u otro, unas hostias todos los días. Y no pasa nada. En realidad, es una suerte. Nos ayudan a avanzar a oscuras, que es la única manera de avanzar y llegar a alguna parte. Somerset Maugham poseía una interesante teoría literaria según la cual, para escribir un buen libro, uno de esos libros imborrables, eternos, existen tres reglas que hay que cumplir. Nada más que tres reglas. ¿Cuáles? Ahí está el problema. Maugham completa la teoría señalando que, desgraciadamente, nadie sabe cuáles son. Este reduccionismo metodológico de gran espectro permite explicar cómo hay que hacer para forjar toda gran creación, sea en el ámbito literario, artístico, social, económico o etcétera.
En la vida, cualquier posibilidad de alcanzar la solución de un problema complejo pasa habitualmente por seguir al pie de la letra unas instrucciones que, por unas circunstancias u otras, no existen. He ahí la putada.
Tal vez no lo parezca, pero nuestra existencia consiste, en esencia, en una búsqueda de la manera de definir, nunca en más de tres instrucciones, cómo se conquistan los sueños. Este ambicioso plan para desentrañar en tres únicos pasos —cuatro serían muchos— los secretos del éxito brota de la convicción de que, en el fondo, creemos que el objetivo es sencillo. Por eso no trabajamos sobre un decálogo, por ejemplo. ¿Para qué dar diez pasos pudiendo dar tres? La cosa es tan fácil —pensamos— que con tres reglas basta. En la naturaleza íntima del individuo están la velocidad, que busca los caminos rectos y despejados para alcanzar antes la meta, y el principio de economía, que establece que las explicaciones nunca deben multiplicar las causas sin necesidad. Pero las reglas se resisten, y aunque sean elementales, y seguramente son elementales, se esconden.
Frente a la imposibilidad de conquistar una gran obra siguiendo tres míseras pautas que nos libren de fastidiosas y molestas peregrinaciones, vamos de un lado a otro buscando la llave que enciende la luz. Llevando hostias. Los tumbos, por llamarla así, es la metodología más común en las sociedades humanas. No resulta útil más que a base de insistencia, pero define a la perfección cómo se consuma el progreso humano: sin reglas, a hostias en la oscuridad contra la pared.
El gin-tonic es Dios
El señor que estaba a mi lado se levantó de la silla y llamó «payaso» y «mamarracho» a Balotelli, de una tacada. Tenía una copa de gin-tonic en la mano, llena, y aunque se