Homo sapiens. Antonio Vélez
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El paleoantropólogo Roger Lewin (1984) comenta los resultados de un estudio energético comparado entre los diferentes tipos de locomoción animal. Las cifras obtenidas permiten concluir que el bipedismo, contrariando nuestro sentido común, es una magnífica solución energética al problema de cubrir un territorio relativamente grande, a velocidades moderadas (no superiores a los cinco kilómetros por hora), como son las requeridas por las especies recolectoras. A velocidades próximas a los tres kilómetros por hora, los bípedos consumen solo el 86% de la energía que requiere un cuadrúpedo, mientras que el gorila y el chimpancé, con sus desplazamientos oblicuos, apoyados en los nudillos de las manos, gastan en estas mismas condiciones una vez y media la energía exigida por un cuadrúpedo.
El bipedismo arrastra notables modificaciones óseas. El foramen magnum, esto es, el orificio de la base del cráneo, sitio de articulación de este con la columna vertebral y punto de conexión entre la médula espinal y el cerebro, comienza su desplazamiento hacia el centro de la base craneal, manteniendo siempre en equilibrio estable una cabeza cada vez más pesada y voluminosa. La columna vertebral se arquea y su parte final o coxis se dobla hacia adentro, formando el fondo de la vasija donde se alojan las vísceras y cuyos lados son los huesos de la pelvis. Esta última, a su turno, comienza a reforzarse para soportar los músculos cada vez más fuertes exigidos por la locomoción. Los huesos de la pierna y el pie sufren también modificaciones considerables, encaminadas todas ellas a la obtención de un desplazamiento cómodo, ágil y eficiente desde el punto de vista energético. La posición vertical permite al prehombre aumentar su eficiencia biológica, pero a su vez acarrea problemáticas consecuencias: várices, hernias inguinales, debilidad de la pared abdominal, fijación imperfecta de los riñones, parto muy difícil, serios problemas de columna, vulnerabilidad de la cabeza del fémur…
Para algunos biólogos, las debilidades anatómicas derivadas de la posición bípeda son debidas a lo reciente de esta adquisición; apenas unos seis millones de años, se conjetura. Según ellos, el bipedismo no ha tenido tiempo suficiente para consolidarse evolutivamente. Existe, no obstante, otra explicación igualmente plausible, tal vez complementaria: al elegirse la inteligencia como tema evolutivo principal, y por ser tan alto su valor adaptativo, las desadaptaciones anatómicas concomitantes se tornan despreciables. La presión selectiva se concentra a partir de ese momento en el cerebro y se descuidan un poco los demás detalles adaptativos. “Con las manos libres se abre el camino para pasar de la práctica a la teoría, para el desarrollo del cerebro”, anota Jorge Wagensberg (2005). El espíritu predomina por primera vez sobre la materia.
Manos e inteligencia
Ya en la Antigüedad griega hubo quien advirtiera la conexión invisible que existe entre manos e inteligencia, es decir, entre manos y humanos. Anaxágoras, filósofo presocrático, dando muestras de una percepción asombrosa, advirtió que la posesión de manos fue lo que hizo al hombre el más inteligente de los animales. En el siglo pasado, Jean Piaget, estudioso de la forma y el desarrollo de la inteligencia en el niño, afirmaba, y tal vez se quedó corto, que el hombre debe a sus manos buena parte de su inteligencia. Y es que al ser liberadas las manos de la ruda tarea de la locomoción, el prehombre quedó de inmediato provisto de una herramienta que obligatoriamente lo acompañaba a todas partes, que nunca y por ningún motivo podía dejar abandonada; de un arma que puede ser mortal.
La posesión de manos hábiles, libres de las toscas labores locomotrices, pudo desempeñar un papel importante en el desarrollo y la evolución de la inteligencia. Para comenzar, se exigió mayor cantidad de neuronas para controlar el movimiento de precisión, luego, para coordinarlo de forma milimétrica con la visión. En resumen, se mejoró la herramienta y se capacitó al usuario. Con el
paso de las generaciones los usos de la mano comenzaron a multiplicarse y el cerebro comenzó a crecer con el fin de aprovechar tan enorme y prometedor potencial. No es raro, entonces, que en el hombre exista una amplia zona cerebral destinada a controlar los movimientos de las manos, tan extensa como la que está destinada al control de las partes del cuerpo localizadas entre la muñeca y el dedo grande del pie. Anotemos que en el chimpancé, las áreas cerebrales para el control de los pies son de la misma extensión que las que controlan las manos.
Figura 6.1 Homúnculo motor, idea del neurólogo Wilder Penfield
En la figura 6.1, sobre un corte transversal del hemisferio izquierdo, a la altura de la parte motora, se ha dibujado, distorsionada, la parte del cuerpo cuyo control le corresponde. Obsérvese que la zona que controla el movimiento de la mano es del mismo tamaño que la que controla el resto del cuerpo.
De una herramienta tosca se pasó a un instrumento delicado, que potencia su accionar al combinarse con la visión estereoscópica. Apareció más tarde el asimiento de precisión, consecuencia de ser el pulgar perfectamente oponible a los demás dedos y de tener las uñas planas, diseño que les permite servir de respaldo seguro a las almohadillas prensiles de las yemas de los dedos. Las uñas planas, la mano prensil y la coordinación visual tridimensional permitieron a los primates una manipulación de los objetos nunca antes lograda en el reino animal (figura 6.2). En este momento el cerebro es invitado a evolucionar, con el fin de coordinar con precisión lo visual con lo motor, y convertir la mano en una herramienta de insuperable destreza.
Figura 6.2 Izquierda, asimiento de precisión; derecha, de potencia
El nuevo y maravilloso instrumento multiplicó sus usos. Las piedras, los palos, las astas y los huesos que el hombre encontraba por casualidad los utilizaba como extensiones de su propio cuerpo (“fenotipo extendido”, lo llama Richard Dawkins), luego los pulió y adaptó para fines específicos. Con suma rapidez el prehomínido se transformó en experto usuario de las armas y herramientas naturales. Para un ser de talla menuda, liviano, sin venenos, sin garras, cuernos ni colmillos prominentes, la mano se convirtió en su única arma, pero muchísimo más poderosa de lo que su inocente apariencia revela. La falta de armas naturales y su lentitud para los desplazamientos en tierra y agua hacen del primate un animal indefenso, capaz de sobrevivir, amparado, al principio, en su movilidad y en su prodigiosa agilidad, y luego en la calidad de sus sentidos y en su inteligencia. El camino de la depredación se le cerró desde el comienzo, pero se le abrió el de la astucia.
El desarrollo de la habilidad manual debió aumentar de manera ostensible la eficacia biológica de los australopitecos, nuestros antepasados de hace tres millones de años, pues les servía para excavar en la búsqueda de tubérculos y raíces; atrapar insectos y pequeños vertebrados; recoger frutas y semillas; transportar agua, presas y herramientas primitivas; pelar, romper en pedazos y llevar a la boca el alimento; atacar y defenderse. En fin, para tantos usos como los que un ser ya de un buen nivel de inteligencia y una rica imaginación pueda idear.
La prodigiosa mano del australopiteco conservó su diseño casi sin cambios hasta llegar al Homo sapiens y se convirtió en motor importante de la evolución humana. En esa nueva etapa se multiplicaron las funciones. El ensayista Julio César Londoño (2004) destaca, con esta letanía, las funciones de tan versátil herramienta natural: “Las manos son pinza, martillo, vasija, megáfono, visera, pala, pantalla. La mano agarra, palpa, sostiene, presiona, hurga, escarba, rebruja, amenaza, abofetea, apuñala, dispara, alza, mide, señala, escribe, pulsa,