Homo sapiens. Antonio Vélez

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dos mil quinientas parejas de mellizos idénticos y se halló una heredabilidad de mala conducta de 0,71, con nulos efectos ambientales. La explicación que se da es que los factores genéticos predisponen la manera como la gente reacciona a los ambientes “criminogénicos”.

      La sicóloga Judith Harris trató de averiguar si los padres tienen un efecto importante, a largo plazo, en el desarrollo de la personalidad del niño. La respuesta no le va a gustar a más de medio mundo, y mucho menos a las personas que se han pasado la vida tratando de educar a los demás: los padres no tienen ese efecto que por tanto tiempo se les atribuyó. Hay evidencias de que lo que habían supuesto los teóricos de la socialización como un efecto de los padres sobre sus hijos es en realidad un efecto de los hijos sobre los padres. Si se analiza con cuidado, los padres tratan a sus hijos de modo diferente, de acuerdo con las personalidades que estos vayan exhibiendo. Y no es porque la personalidad de los hijos sea creada por el trato de los padres. El hecho real es que los padres refuerzan, con la crianza y sin advertirlo, las características de sus hijos. Se conjetura que la influencia de los acontecimientos que nos ocurren en el útero sobre nuestra inteligencia es el triple del efecto causado por la educación de los padres después del nacimiento. La investigadora sentencia: “Puede que no tengamos sus mañanas (de los hijos), pero sí tenemos su hoy, y tenemos el poder de hacerles el hoy miserable”.

      El gran descubrimiento es que el “ambiente compartido” (familia, vecinos, crianza, educación, ingresos, etc.) no tiene efecto esencial en el desarrollo de la personalidad. Lo prueba el hecho de que los mellizos idénticos criados en distintos ambientes difieren menos que los criados en el mismo hogar. Se trata de uno de los descubrimientos más cruciales de la genética del comportamiento. Ahora bien, lo que cuenta para casi todas las diferencias de personalidad que pueden ser atribuidas a factores no genéticos es la experiencia individual de cada uno o el “ambiente no compartido”, conformado por la educación particular que se recibe, el trato individualizado de los padres, la clase de amigos, el orden de nacimiento y los accidentes, entre los factores más importantes.

      La crianza, más que igualar, tiende en muchas ocasiones a diferenciar, tal vez como resultado de la competencia. Las pequeñas diferencias en características innatas se exageran en la práctica, como si los polos del mismo nombre se rechazaran. Esto sucede aun entre mellizos idénticos. Si uno de ellos es más extrovertido que el otro, gradualmente se irá ampliando la diferencia. Los sicólogos han descubierto que entre hermanos de edades parecidas se exageran las diferencias de personalidad.

      En cuanto al coeficiente de inteligencia o ci, se les puede atribuir a los genes un 50% de la heredabilidad, un 25% al ambiente compartido y un 25% al ambiente no compartido. Vivir en un ambiente intelectual hace más probable que uno también termine convertido en intelectual. Ahora bien, vivir en un ambiente muy pobre puede afectar severamente el nivel de inteligencia; pero vivir de cierto nivel económico en adelante no establece cambios significativos, salvo cuando hay exceso de riquezas, que pueden producir cierta degeneración. En la jerga científica, el ambiente es no lineal: en sus extremos tiene efectos drásticos; en el medio, pequeños cambios tienen efectos despreciables.

      Los niños adoptados tienden a alejarse de sus compañeros de crianza a medida que pasan los años, y a parecerse más a sus padres biológicos que a los de adopción. Lo hacen en actitud social, intereses vocacionales, inteligencia general y en inesperados aspectos de la personalidad, como los prejuicios y la rigidez de las creencias. Al pasar el tiempo, los mellizos fraternos tienden a diferir; los idénticos, a parecerse. Otro raro fenómeno descubierto es que a medida que envejecemos expresamos más y más nuestra inteligencia innata y nuestra personalidad, y vamos dejando a un lado las influencias del entorno. Es como si el viejo terminara cediendo a su verdadero yo y dejando de lado una lucha infructuosa por aparentar lo que no es.

      Los bienintencionados se ponen muy nerviosos y protestan airadamente al oír hablar de clonación de humanos, y de que muy pronto, gracias a la ingeniería genética, los padres podrán diseñar a voluntad a sus hijos. Sin embargo, si aceptamos que es la crianza la que modela la personalidad y otras importantes variables sociales, por qué, se pregunta uno, nunca los mismos ambientalistas han manifestado temor, y nunca han protestado por el hecho de que todos los padres, aun los más bárbaros e ignorantes, sí puedan, a través de la crianza o malacrianza, diseñar a su antojo a sus hijos.

      Determinismo genético

      Cada vez que aquí se hable de una conducta con base genética debe entendérsela en el sentido amplio ya discutido; es decir, que lo genético ejerce su acción a través de la creación de un relieve epigenético o campo de fuerzas que, orquestado con las fuerzas del entorno, dirige y controla el aprendizaje, la emergencia y la maduración de la característica. De ninguna manera se acepta que las fuerzas del genoma sean insuperables, lo que significaría aceptar el desacreditado “determinismo genético”; de hecho, se considera que en más de un caso las fuerzas importantes las aporta el medio ambiente. Jorge Wagensberg (1989) lo expresa admirablemente: “Lo escrito en los genes no es un texto sagrado, se puede cambiar, arreglar, borrar, burlar...”.

      Los críticos que desdeñan el enfoque biológico del comportamiento humano suponen que siempre que se habla de lo “biológico” o “genético” está implícito el determinismo o fatalismo biológico; en otras palabras, asocian siempre lo heredado o genético con lo fijo, instintivo e inmodificable. Un ejemplo perfecto para destruir esta falacia lo proporcionan los niños fenilcetonúricos o los galactosémicos, condenados antiguamente al idiotismo, pero que desarrollan una inteligencia normal si se retira de su entorno la fenilalanina y la galactosa, respectivamente. El idiotismo no se manifiesta si se modifica apropiadamente el medio ambiente. Lo innato o genético —aclaración del especialista en hormigas y profundo conocedor de la naturaleza humana, Edward Wilson (1979)— se refiere a la probabilidad de que la característica se desarrolle en un ambiente apropiado y no a la certidumbre de su desarrollo en cualquier ambiente.

      Otra fuente muy común de malentendidos es la que se deriva de extender las afirmaciones estadísticas, válidas solo para conglomerados, a individuos particulares. Cuando se habla de una característica humana, de ninguna manera se está suponiendo que todos los hombres la posean en igual grado. Si se afirma que el hombre es egoísta, no significa esto que todos seamos terriblemente egoístas. El egoísmo es un rasgo humano de amplia variabilidad. Encontramos individuos como Francisco de Asís o Albert Schweitzer, en un extremo, y los egoístas más exagerados en el otro. En todos los rasgos humanos, ya se dijo, encontramos “enanos” y “gigantes”, y entre ellos caemos la mayoría.

      Al llegar a este punto disponemos de argumentos suficientes para refutar la llamada “falacia naturalista”. Se ha criticado insistentemente a todas las personas que han pretendido escudriñar las bases biológicas del comportamiento humano, afirmando que al hablar de “genético” se está hablando de “natural”, y que como lo natural es “bueno” —hipótesis implícita de los mismos críticos—, entonces deben ser “buenos” el egoísmo, la agresión y la dominación, entre otras características humanas. Para combatir esta falacia empecemos por preguntarles a esos mismos críticos si la precocidad sexual femenina, la menopausia con todos sus trastornos hormonales y la celulitis, que son o parecen naturales, son buenas. ¿Para qué son buenas? Aquellos que caen en la trampa de la falacia olvidan imperdonablemente cuatro hechos fundamentales:

      1 Lo que fue biológicamente bueno para la especie o el individuo en épocas pasadas no necesariamente sigue siéndolo ahora, cuando las condiciones del nicho han variado de forma tan sustancial. Recordemos que el hombre moderno tiene alrededor de doscientos mil años de haber aparecido en África, y que el 95% de ese tiempo los vivió en pequeñas comunidades integradas por parientes cercanos, sin ninguna tecnología y en medio de una cultura menesterosa.

      2 Lo que para la selección natural es bueno, esto es, lo que realza la eficacia reproductiva, no tiene que serlo necesariamente para nuestros modernos criterios éticos, modelados fundamentalmente por la razón, la cultura y, en algunas

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