Homo sapiens. Antonio Vélez
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Los conductistas de la escuela americana de John B. Watson y B. F. Skinner, ambientalistas extremos, postulan que la conducta humana se deriva del condicionamiento operativo por medio del estímulo, el castigo y la recompensa. Los cerebros de los niños, según tal doctrina, son memorias abiertas en las que la cultura puede cargar cualquier programa. Watson, con gran temeridad, se atrevió a decir: “Dadme una docena de infantes bien formados y después de haber definido mi mundo, puedo, lo garantizo, hacer al azar de cada uno lo que yo quiera: doctor, abogado, artista, comerciante y, aun, ladrón o mendigo, independientemente de sus talentos, inclinaciones, habilidades, vocaciones y razas de sus ancestros”. Elemental tu error, mi querido Watson. Skinner, su discípulo más distinguido, enfatizaba la importancia de la formación del ser humano a partir de sus experiencias ambientales: “En lugar de decir que un hombre se comporta de un modo determinado a causa de las consecuencias que se derivan de su conducta, simplemente decimos que se comporta así a causa de las consecuencias que se han seguido en el pasado de una conducta similar” (1975).
Debe reconocerse que los conductistas no estaban del todo equivocados: todavía hoy, a los animales se los amaestra por medio de recompensas y castigos, y no hay duda de que ciertas conductas humanas pueden derivarse de experiencias que en cierto momento muy especial representaron algún premio o castigo. Si pretendemos ser rigurosos, admitamos que el castigo y la recompensa siguen siendo un instrumento de gran utilidad para la educación de los niños. Algunas conductas supersticiosas deben su génesis al hecho de asociar una acción con un efecto que de manera errada clasificamos como recompensa o castigo. Uno de los efectos secundarios de los tratamientos con radiación y quimioterapia en los pacientes cancerosos es la pérdida del apetito. Se especula que, en gran medida, son aversiones gustativas condicionadas por las molestias gastrointestinales producidas por tan agresivos tratamientos.
En el mundo de la antropología, la influencia de la investigadora Margaret Mead y la seguridad con que se refirió al comportamiento de los samoanos convencieron al mundo intelectual de que el ambiente definía las principales variables sicológicas. Pero lo que hizo Mead fue complacer a su maestro, Franz Boas, quien sostenía que el entorno social determinaba nuestras mentes en una medida mayor que todos los factores biológicos juntos. Así escribió Mead: “Yo afirmo que, al menos que se demuestre lo contrario, todas las actividades complejas están determinadas socialmente y no son hereditarias”. Y se demostró lo contrario. Mead le contó al mundo que los samoanos vivían en un dorado paraíso terrenal: no tenían prejuicios acerca del sexo —tanto prematrimonial como homosexual—, no conocían jerarquías sociales, estaban desprovistos de pasiones, eran indulgentes con los hijos y no competían entre ellos, a la par que desconocían la violencia. Pero no hay mentiras eternas: el antropólogo australiano Derek Freeman fue a Samoa y no encontró el paraíso que había soñado Mead, y se lo contó al mundo. Freeman destruyó el mito: Margaret Mead realizó sus estudios por medio de informantes poco confiables (Christen, 1989). La verdad era que, entre los samoanos, como en el resto del mundo, había delincuencia común, culto a la virginidad, violaciones, celos sexuales y fuertes creencias religiosas. Probó así que la señora Mead era una embustera de aquí a Samoa.
De acuerdo con los defensores del “modelo social estándar”, todo el contenido de la mente humana se deriva u origina afuera, en el ambiente, en el mundo social. Se aprende con los mismos mecanismos que usamos para adquirir el lenguaje, para reconocer las expresiones de las emociones o para adquirir ideas acerca de la reciprocidad con los amigos. Esto se debe —dicen los defensores— a que los mecanismos que gobiernan el razonamiento, el aprendizaje y la memoria operan de manera uniforme, de acuerdo con principios inmodificables e independientes de los contenidos. Por eso se los llama “de dominio general”. Tales mecanismos están construidos de tal forma que no tienen características especializadas para procesar las diferentes clases de contenidos. Por eso lo que pensamos y sentimos se deriva del mundo externo, social y físico. El mundo social, dicen, organiza y crea significados en las mentes individuales, pero nuestra arquitectura sicológica humana no posee estructura distintiva que organice el mundo social o lo llene con significados. Se piensa que otras funciones cognitivas, como aprender, razonar o tomar decisiones son llevadas a cabo por circuitos de carácter general, “todo terreno”. Una especie de inteligencia general, facultad hipotética compuesta por circuitos diseñados para razonar, independientes del contenido. La flexibilidad del razonamiento humano, en consecuencia, es la evidencia de que existen de verdad dichos circuitos multiusos.
Un hombre que estuviera determinado completamente por su ambiente de crianza, como tantos pretenden, no sería en realidad un hombre, pues desaparecería completamente su individualidad. Una persona así no podría aportar nada nuevo a la vida del grupo; sería no más que un esclavo de su cultura. La teoría del determinismo cultural o ambiental implica una monótona igualdad entre todos los individuos pertenecientes a una misma cultura; en particular, todos los humanos serían aburridoramente parecidos, y esto no concuerda de ningún modo con lo que observamos en el multifacético mundo que nos rodea. Digamos que el extremo opuesto al ambientalismo, el “nativismo”, también es vicioso. Los nativistas suponen que el comportamiento humano no está esclavizado por las fuerzas del ambiente, sino que el genoma lo determina casi en su totalidad. Se trata de otro error no menos grave. Un hombre controlado totalmente por sus genes sería también un esclavo (esta vez de su genoma).
La enorme variedad de individuos que encontramos en el género humano solo se explica como el producto de dos factores diversificadores: la gran variedad de genomas, multiplicada, y por tanto potenciada, por la no menos enorme variedad de ambientes. Pensar, como los empiristas, que al nacer somos tabula rasa o pizarra vacía es una indebida simplificación que ya no tiene justificación alguna y que, además, es incapaz de explicar el permanente obrar del hombre a contrapelo de lo enseñado. Significa olvidar “que el hombre es un ser con una larga historia natural y una corta historia cultural”, según expresión afortunada de Irenäus Eibl-Eibesfeldt (1986).
El mito del buen salvaje lo han refutado los estudios de las sociedades que aún viven de la caza y la recolección, y las sociedades en general, que demuestran que la violencia y la guerra son universales humanos. Los informes sobre tribus que nunca se han embarcado en una guerra no son más que mentiras de la misma calaña de las leyendas urbanas. Tal vez el número de muertos en tales comunidades no haya pasado de una decena, pero si uno hace cálculos relativos, diez muertos en una banda de menos de cien personas es incomparablemente mayor que los muertos del 11 de septiembre en una ciudad de varios millones de habitantes como Nueva York.
Falacia de la tabula rasa
La tesis de la tabula rasa sostiene que la mente humana llega al mundo vacía de todo contenido, sin estructura especial, lista para ser escrita por las experiencias primeras. Por tanto, su organización es consecuencia del medio ambiente, que obra por medio de la socialización y el aprendizaje. Esta idea es popular entre románticos que sueñan que cualquier rasgo humano se puede alterar con cambios apropiados en los sistemas de crianza y educación. Tal vez algunos de tales rasgos se puedan alterar, pero ¿a qué precio y con qué esfuerzo? A la luz del conocimiento que se tiene del hombre en este milenio, la idea de una mente vacía al nacer suena más anticuada que la teoría del flogisto. Una mente vacía sería infinitamente maleable, por lo que padres y educadores podrían manipularla a su amaño, hecho que nunca se ha comprobado; más aún, muchos niños rebeldes parecen marchar a contracorriente de lo enseñado.
El filósofo