Homo sapiens. Antonio Vélez

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y abuelos que hayan vivido mucho”. Y hay pueblos con gran número de longevos, como Abjasia, en el Cáucaso soviético, Vilcabamba, en Ecuador, y Hunza, en Pakistán, comunidades muy ricas en centenarios activos, que gozan de buena presión arterial y de los pecados de la carne (curiosamente, su longevidad se la atribuyen al bajo consumo de carne y grasas, amén de un alto consumo de vegetales y ejercicio físico intenso). Pero son escasos los longevos. Michel de Montaigne, en sus inteligentes Ensayos, escribió con la sabiduría que solo dan los años: “Morir de vejez es una muerte rara, singular y extraordinaria, y bastante menos natural que las otras muertes; es la última y extrema manera de morir; cuanto más alejada está de nosotros, tanto menos respetable es; constituye el último límite, el que no podemos superar, el que la ley de la naturaleza ha prescrito para que no sea traspasado”.

      En Grecia, durante la época clásica, solo se esperaba vivir unos cuarenta años. Varios siglos después, durante la Edad Media, la duración media se redujo a solo treinta. Hoy el promedio de vida en los países del primer mundo supera los setenta años, y uno de cada diez mil habitantes llega a los cien. En Estados Unidos, el promedio de vida en 1900 era de cincuenta años, en el 2006 era de 78,6 años para las mujeres y 71,6 para los hombres. En Japón es un poco más alto: 82,5 para las mujeres y 76,2 para los hombres.

      El récord Guinness de longevidad lo tiene la francesa Jeanne Calment, quien llegó a los 122 años, según ella, “gracias a ser inmune a la enfermedad de la prisa”. Durante su niñez estaban apenas construyendo la Torre Eiffel, y conoció en persona a Vincent van Gogh. Andaba en bicicleta a los 100 años y fumó hasta los 117. Recomendaba la risa como el secreto para prolongar la vida. Cuando cumplió los 90, un abogado propuso pagarle 2.500 francos mensuales hasta su muerte, a cambio de heredar su residencia en Arles. Pues bien, al vivo abogado le quedó corto el pronóstico, viveza que le significó pagar más del triple por el valor real de la casa de Calment, la eternamente viva (figura 4.2).

      Figura 4.2 Jeanne Calment (1875-1997) celebrando su cumpleaños 116

      Hay viejos que se resisten al flujo natural de la entropía, representado por la vejez. Sófocles escribió, a los 82 años, Edipo en Colono, un texto, dicen, que aún se conserva joven. En De Senectute, famoso discurso de Cicerón, se ensalza la vida y obra de Marco Poncio Catón, elocuente orador que a los 90 años mantenía plena actividad en la vida política de Roma. Tiziano, con 92 años, pintó Mujer joven, una verdadera obra maestra, según los que saben. El filósofo Thomas Hobbes vivió hasta los 91 años, edad asombrosamente avanzada para su época. Lo describen como alto y de porte erguido. Hobbes mantuvo su mente activa y su frente altiva hasta el final: tradujo la Odisea y la Ilíada pasados los 80 años. Bertrand Russell, un intelectual muy activo, escribió Sociedad humana: ética y política a los 82 años, y a los 90 tenía muchos proyectos. Antonio Stradivarius construyó su primer violín a los 22 años; el último, a los 93. Frank Lloyd Wright comenzó los planos del Museo Guggenheim a los 88 años: lo vio terminado y celebró en esa importante ocasión su cumpleaños número 90.

      Figura 4.3 George Bernard Shaw. A los 90 años mantenía su mente fresca y aguda

      Por su parte, George Bernard Shaw (figura 4.3) escribió varias obras después de cumplir 90 años y murió al llegar a los 94. Karl Popper, hasta el día anterior a su muerte, ocurrida a los 92 años, mantuvo su mente ocupada en hondos problemas filosóficos. Pablo Casals compuso el himno de la onu a los 95 años, mientras que Yehudi Menuhin y Andrés Segovia daban conciertos a los 80 años. Pablo Picasso pintaba a los 90 sin que le temblara la mano. Luigi Cornaro escribió a los 83 años el Discurso sobre la vida sobria, luego, a los 86, escribió su segundo discurso, un tercero a los 91 y el cuarto a los 95. Murió a los 98 y así —dice un bromista— nos ahorró el quinto discurso. Para terminar esta lista de viejos jóvenes, nada mejor que mencionar el caso de José Saramago, premio Nobel de Literatura, quien a los 82 años y en plena lucidez publicó la novela Ensayo sobre la lucidez.

      Los estragos de los años

      Al envejecer morimos con pérfida lentitud. Por eso dicen que la vejez es una enfermedad terminal. Un filósofo de pueblo, burlón, asegura que el viejo no se enferma, pues enfermarse es un privilegio exclusivo de los jóvenes: el viejo vive enfermo. Con el paso de los años vamos muriendo poco a poco: se mueren neuronas y fibras musculares, se debilitan nuestras articulaciones, nuestros órganos van dejando en el camino pedazos de su juventud, se nos cae el pelo, la piel se arruga y deteriora con indeseada rapidez, nuestros recuerdos se desvanecen, se mueren las ilusiones, el entusiasmo, el apetito y la creatividad, mientras que los destellos de originalidad cada día brillan más por su ausencia. Y se mueren nuestros amigos. Con gran dolor, cada día enterramos alguna cosa que nos pertenece. La cruda realidad es que la desolada vida de los ancianos se va poblando de ausencias. Es interesante saber que los cambios sufridos por los astronautas durante los periodos de ingravidez son parecidos a los del envejecimiento: pérdida de calcio en los huesos, caminado errático, tambaleante, depresión del sistema inmunitario, sueño escaso y pérdida de coordinación motriz.

      El envejecimiento de las células ocurre tanto por acumulación de radicales libres como por acumulación de errores en el programa genético. Uno de los traumas peores para una célula es el estrés oxidativo o efecto de los radicales libres, que van destruyendo moléculas y estructuras fundamentales de las células. La acumulación de sustancias bioquímicas extrañas es característica del envejecimiento celular, que afecta los genes, las proteínas, el oxígeno y la glucosa, así como el sistema de evacuación de residuos. También hay exceso de cortisol y glucosa en la sangre.

      Las células del intestino duran treinta y seis horas, al cabo de las cuales mueren y son retiradas de circulación. Los glóbulos blancos duran dos semanas y los rojos cuatro meses; de ahí que nuestra sangre, aunque estemos muy viejos, se mantenga siempre joven (por fin una excepción). La mayor parte de las células cerebrales no presentan mitosis, de tal modo que no se renuevan, y lo mismo les ocurre a las del miocardio. Unos tejidos se renuevan, otros no. Por eso con el tiempo nos vamos convirtiendo en un mosaico de partes viejas y nuevas. Todo parece indicar que la diferenciación y la especialización celulares conducen al envejecimiento de los tejidos y órganos correspondientes. La juventud pertenece a las células indiferenciadas. El especialista es siempre más frágil que el generalista.

      A medida que pasan los años, cada una de las capas de nuestra piel envejece. Como estos cambios son muy llamativos, el estado de la piel nos recuerda que en este mundo no estamos sino de paso. Un adulto posee unos tres kilos de material dérmico, que al extenderlos ocuparían cerca de dos metros cuadrados. Se calcula que el 75% del polvo de una casa, en promedio, está formado por células desprendidas de la epidermis de sus ocupantes, de tal suerte que a los 70 años hemos perdido cerca de 20 kilogramos de piel. Y a la par con el envejecimiento, la piel lleva la impronta cuidadosa de accidentes y ciertas enfermedades, por lo que alguien decía que el tiempo y la historia de nuestro corto paso por este mundo quedan escritos con detalle en nuestra piel, como si esta fuera un pergamino antiguo.

      El uso de un músculo puede aumentar su volumen hasta triplicarlo, y el desuso, típico durante la vejez, puede reducirlo hasta en un 20%. La pérdida de masa muscular comienza bien pronto, a los 25 años, lo que explica la temprana declinación de tenistas, nadadores y velocistas. A la edad de 50 años, la masa muscular se ha reducido un 10%, y a los 80 esta reducción puede llegar al 50%. Y se mueren más rápidamente las fibras rápidas que las lentas; por eso, a los 70 años perdemos una carrera de cien metros planos con el nieto de 10 años, pero podríamos ganarle la carrera de los diez mil metros. A los 60 años, la reducción de la fuerza muscular puede variar entre un 10 y un 20%; después de los 80, entre un 30 y un 40%. La pérdida mayor es en las piernas, más que en los brazos y en las manos. Esto explica por qué la mayor edad a la que se ha batido un récord atlético es 41 años, y ocurrió en 1909, cuando

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