Homo sapiens. Antonio Vélez
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Figura 4.0 El filósofo inglés Bertrand Russell mantuvo activo y joven su pensamiento hasta un poco más de los 90 años de edad
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Cómo nos llega la muerte
Ayer, una gota de semen; mañana, un puñado de cenizas
Marco Aurelio
La vejez es una enfermedad incurable
Séneca
Un paso elástico es parte de la alegría de la juventud; su pérdida,
una de las primeras enfermedades de la edad
D’Arcy Thompson
Los primeros seres unicelulares, asexuales, se reproducían por división binaria simple, de lo cual resultaban dos organismos que, salvo por las escasas mutaciones, eran réplicas exactas de la célula original. Desaparecía el padre o la madre, y eran remplazados por dos hijos saludables y jóvenes. La muerte natural no se conocía en esa época primitiva, pero tampoco la vejez. Cada división ponía en cero el calendario de la edad, por lo que esa clase de vida unicelular era, en potencia, eterna. No podían existir padres ni hijos, pues la vida volvía a comenzar, sin disolverse, en el mismo punto cada vez, porque tampoco podía haber envejecimiento y, obviamente, la palabra “muerte” no se hallaba aún en el diccionario.
La aparición de organismos multicelulares fue un paso crucial y definitivo en el ascenso hacia el hombre. En los organismos compuestos, ciertos conjuntos de células conforman órganos bien definidos que desempeñan, con alta eficiencia y cierta autonomía, funciones especializadas. La multicelularidad representa un progreso de la vida, aunque tiene un doloroso “pero”: el deterioro funcional, es decir, la enfermedad y el envejecimiento, porque al aumentar el número de piezas u órganos de un individuo las posibilidades de falla por accidente crecen de manera multiplicativa, como ocurre en las máquinas construidas por el hombre.
Límites de la vida
A la evolución se le presentó, entonces, la alternativa de escoger entre prolongar la vida de cada organismo, reparando permanente y cuidadosamente los deterioros causados por la vida misma, o crear dentro del genoma un programa de muerte encargado de eliminar los cuerpos viejos, desgastados y poco económicos, con el fin de liberar recursos y espacio vital para los jóvenes, continuadores de las líneas familiares. El adn perdido con la muerte quedaría recompensado con el de los descendientes, que podrían desarrollar, en un nicho más descongestionado y libre, su potencial pleno de organismos jóvenes, más eficientes y con mayor capacidad reproductiva que sus antepasados directos. Michel de Montaigne ya lo sabía: “Tu muerte forma parte del orden del universo, es parte de la vida del mundo, es la condición de tu creación… Deja lugar para otros, como otros lo dejan para ti”.
Lo que sabemos hoy sobre el particular indica que la evolución eligió este último camino y, así, nos convirtió en seres transitorios y desechables. Ni más ni menos, y aunque nos duela. Leonard Hayflick (1968), microbiólogo de la Universidad de Stanford, cultivó células de tejido conjuntivo humano y observó que estas realizaban un máximo de cincuenta divisiones —“límite de Hayflick”—, al cabo de las cuales morían. Cuando insertaba el adn de células jóvenes en el núcleo de células viejas, estas parecían rejuvenecer al instante y comenzaban su ciclo original de cincuenta subdivisiones, lo que sugería que dentro del adn había un cronómetro interno que controlaba la extensión de la vida máxima de las células; en otras palabras, un programa de muerte.
El calendario de la célula parece tener, entonces, su residencia en instrucciones del adn, un programa de muerte que nadie desea, pero que hasta el momento es inmodificable. Parece que la única manera de alargar sustancialmente la vida más allá de nuestras esperanzas es mintiendo, como nos lo enseñó la comediante Lucille Ball una vez que le preguntaron por el secreto de su longevidad: “El secreto para mantenerse joven reside en vivir honestamente, comer con lentitud y, ante todo, negarse los años”.
Los gerontólogos están convencidos de que el proceso de envejecimiento se debe a los más variados factores, pero todos ellos centrados en el envejecimiento de las células. Al envejecer estas, y sobre todo las que no se renuevan, como las del miocardio, se acumulan en su interior sustancias residuales tóxicas; en particular, un compuesto llamado “lipofucsina”, que asfixia la célula y reduce considerablemente su capacidad funcional. Para el inmunólogo australiano Frank Macfarlane (1976), el envejecimiento se debe, primordialmente, a fallas en la respuesta inmunitaria, que debe ponerse en marcha ante la presencia de células somáticas de características extrañas, adquiridas a través de mutaciones degenerativas.
Se ha observado que las ratas criadas en laboratorio, al cumplir los 2 años de edad, comienzan a mostrar cataratas, problemas reproductivos y hasta pérdida de memoria, amén de otras deficiencias asociadas con la vejez en la especie humana. A los perros les ocurre lo mismo cuando ya han superado los 10 años de edad, a los gatos un poco más tarde y a los caballos al superar la cuarentena. Cada especie tiene programada, directa o indirectamente, una duración media para sus individuos, por lo que dicha duración se convierte en una característica propia. Y puede postularse esta ley: mientras más temprano llegue una especie a la edad reproductiva, más corta será la vida media de sus individuos. No sobra citar algunos casos extremos de longevidad, las inevitables excepciones: una cacatúa vivió cerca de ochenta años; una vaca, llamada Modoc, vivió setenta y ocho; y un perro pastor australiano llegó a los veintinueve (si sus dueños no mienten). Henry, una tortuga gigante, llegó al cumpleaños ciento setenta y cinco. Después de cien años de existencia, los científicos descubrieron que Henry era hembra y a partir de ese momento la siguieron llamando Harriet.
Con los salmones ocurre un fenómeno curioso: cuando está próxima la época del apareamiento regresan del mar a los ríos, y los remontan hasta llegar a los mismos sitios que los vieron nacer. Durante esta difícil y en apariencia absurda travesía, los animales comienzan a envejecer con suma rapidez, de tal suerte que, una vez cumplido el mandamiento reproductivo, mueren de senilidad precoz. Se conoce hoy la explicación del fenómeno: ocurre por una secreción exagerada de hormonas glucocorticoides (al inhibirse artificialmente su producción, desaparece la etapa de envejecimiento rápido). Los salmones capturados después del desove (Wilkinson, 2001) tienen las glándulas suprarrenales hipertrofiadas, presentan úlceras pépticas y lesiones en los riñones, amén de que sus sistemas inmunitarios se encuentran deprimidos, lo que hace que los animales estén rebosantes de parásitos e infecciones. Si durante el desove se les extraen las glándulas suprarrenales, los peces no mueren.
En los vertebrados, el exceso de hormonas asociadas al estrés en el torrente sanguíneo produce lesiones en los riñones e hipertensión, y hace colapsar el sistema inmunitario. Dado que esta secreción hormonal, abundante y repentina, es una característica propia de cada especie, es probable que se encuentre programada en el material genético. Por eso la vida moderna en las grandes urbes, tensa y llena de roces agresivos, hace que las glándulas suprarrenales produzcan excesos de cortisol, con el consiguiente deterioro orgánico. La vida se torna más corta, como en el salmón, solo que el proceso no marcha con tal celeridad.
Los vegetales tampoco se escapan de esas muertes súbitas y prematuras. Hay un árbol