Homo sapiens. Antonio Vélez

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mínimas de la herencia, ya que, después del entrecruzamiento, cada cromosoma resultante puede ser un mosaico de partes maternas y paternas.

      Todo lo anterior significa, en rigor, que los cromosomas de los descendientes son, casi con certeza, algo nuevo bajo el sol, “otro”. Una combinación no conocida antes y, dada su absurda improbabilidad, algo que no se repetirá jamás sobre la tierra ni fuera de ella. Salvo en el caso de los mellizos idénticos, cada uno de nosotros es un suceso único en el universo. Puesto de otra manera, la reproducción sexual es una fórmula para producir semejantes, no iguales.

      En las hembras, al llegar el feto a su quinto mes de desarrollo, se da comienzo a la formación de los óvulos, elementos que servirán años más tarde para producir la descendencia propia. Después de iniciada la primera división nuclear, y cuando aún los cromosomas se encuentran apareados realizando el entrecruzamiento, el proceso se congela de manera más que misteriosa. De acuerdo con Nuland (1998), los entre uno y dos millones de células que, potencialmente, se convertirán en óvulos, permanecen en un estado de animación suspendida hasta que, varios años más tarde, a uno de ellos, escogido en la ruleta del azar reproductivo durante uno de los ciclos menstruales, le llegue el turno de salir al encuentro de su complemento directo, el espermatozoide.

      El afortunado ganador completa entonces el proceso de división y se apresta para recibir a su microscópico cónyuge, el espermatozoide. Si la cita amorosa no se lleva a cabo, el huevo muere y desaparece. Más o menos se pierde un óvulo cada cuatro minutos a lo largo de la vida de una mujer, tasa que se acelera cuando esta se acerca a los cuarenta años de edad, y el depósito de células germinales prácticamente se agota durante la década siguiente, de tal suerte que a los cincuenta años quedan menos de mil óvulos. Justo en este momento los ovarios dejan de producir las hormonas que regulan la ovulación, la menstruación se detiene y se entra en la menopausia.

      Si se llega a producir el encuentro sexual, la célula ganadora mezcla su material genético con el del espermatozoide que primero haga contacto con ella, y así se da inicio al desarrollo embrionario de un nuevo individuo, heredero de los dos triunfadores. La evolución escoge siempre a los triunfadores. Es una de sus características intrínsecas. En la fecundación no hay sino medalla de oro, un solo ganador; los puestos siguientes son perdedores netos. No hay bronce ni plata.

      Asimetrías sexuales

      La reproducción sexual, fuente inagotable de diversidad genética y, por tanto, de variabilidad de individuos, lleva en sus entrañas una problemática asimetría en los aportes de macho y hembra al proceso reproductivo (germen de la desigualdad entre los sexos): es una verdadera injusticia de la madre naturaleza. Desnaturalizada, dirán algunos. Mientras que las hembras aportan el óvulo, una célula casi completa, pues solo le falta la mitad del adn, los machos aportan únicamente la mitad complementaria. Esto es así porque el microscópico espermatozoide, en esencia, no es más que una bolsa insignificante que encierra en su interior la mitad de los invisibles cromosomas, más la fuente de energía para sus desplazamientos y algunas enzimas para penetrar al óvulo. En la especie humana, la relación entre los pesos de espermatozoide y óvulo es de 1 a 85.000; por eso —y por otras razones— puede afirmarse, sin meditarlo mucho, que siempre le debemos más a la madre que al padre.

      En aves y reptiles, el óvulo original se convirtió en un huevo de alto costo energético, dotado de todo el material biológico necesario para construir el nuevo organismo, con total independencia de la madre. Los huevos del epiornis, ave gigante de Madagascar, exterminada por el Homo sapiens durante la Edad Media, equivalían, en peso, a 140 huevos de nuestras gallinas, y los del avestruz sobrepasan a veces el kilo y medio. Por contraste, los espermatozoides que llevan a cabo la fecundación de esos gigantes no son visibles a simple vista.

      Durante nuestro pasado evolutivo un solo macho era capaz de inseminar a varias hembras, sin ningún costo biológico importante, prerrogativa que en las granjas se ha hipertrofiado hasta extremos impensables. De Fatal, un famoso toro semental francés de raza holstein, se vendieron en el mundo entero 1,2 millones de “pajillas” o dosis de semen (ochenta dólares valía la dosis “personal” para una vaca). Pues bien, a pesar de haber muerto a finales de 2002, Fatal dejó suficiente material genético para, muchos años después, seguir procreando post mortem (solamente en Colombia se compraron diez mil pajillas); envidiable eficacia reproductiva la de Fatal, capaz de sobrevivir a su propia muerte.

      Entre los mamíferos placentarios, el aporte de las hembras es aún mayor, y mayor es la injusticia biológica: además de cargar con el sostenimiento de un feto parasitario, después tienen que alimentar, transportar, proteger y educar a la cría que resulta. Los machos, por el contrario, siguen cómodamente aportando el barato y minúsculo espermatozoide. Creada esta situación asimétrica, la evolución, mecanismo oportunista por su propio diseño, no tardó en aprovechar las oportunidades: con el fin de aumentar las probabilidades de fecundación del óvulo, los machos terminaron aumentando generosamente la producción de espermatozoides, hasta alcanzar una proporción de varios millones de ellos por cada óvulo o huevo de las hembras. En la especie humana, una hembra normal puede llegar a producir unos cuatrocientos óvulos maduros en toda su vida, contra unos trescientos millones de espermatozoides por cada eyaculación del hombre.

      En el comercio sexual resultante de la asimetría de aportes reproductivos, de momento la suerte pareció estar del lado masculino, pero en la naturaleza no hay nada gratuito: por ser tan barata la reproducción para los machos, de inmediato se elevó la oferta masculina. Así, la hembra se convirtió en “artículo de lujo” y se desencadenó entre los machos la lucha despiadada por el acceso a la pareja, situación que hace que solo los mejores, en sentido biológico, logren dejar descendencia. El dimorfismo sexual se ve reforzado por esta exigente selección masculina y por la no menos exigente de las hembras, que desarrollan, por coevolución, mecanismos para seleccionar las parejas más “atractivas”, lo que permite conjeturar que los residuos arcaicos y dimórficos del hombre moderno, como la barba, la abundancia de vellos y un mayor volumen corporal, son el eco que nos llega ahora de esas remotas épocas.

      La notable asimetría de aportes reproductivos exige cambios evolutivos, también notables, en las estrategias sexuales óptimas. Para los machos, la mejor política es buscar el mayor número de apareamientos con el mayor número de hembras (en la reproducción masculina —observa Steven Pinker—, mucho nunca es suficiente); para las hembras, la política óptima es la hipergamia, esto es, seleccionar la pareja de mayor calidad, los “mejores” genes. Para el macho, cantidad; para la hembra, calidad: y para ambos, variedad. El resultado combinado de las estrategias reproductivas óptimas es que algunos machos triunfan y muchos pierden, al tiempo que casi todas las hembras ganan.

      Pero eso no es todo. Si algunas características visibles, como simetría o plumaje brillante, indican de manera indirecta la posesión de “buenos genes”, las hembras harán “buen negocio” evolutivo eligiendo dichos rasgos. Queda así todo listo para sacarles más ventajas a las aventuras amorosas: las hembras pueden beneficiarse si eligen como parejas sexuales a los portadores de características que sean preferidas por otras hembras, lo que les asegurará cierto éxito reproductivo a sus descendientes directos. Porque el éxito engendra más éxito.

      Por lo general, al macho le rentan beneficios genéticos ser agresivo con sus compañeros del mismo sexo cuando de elegir pareja se trata, y no detenerse en exclusividades sexuales; a la hembra, que aporta el recurso costoso, le conviene tener su descendencia solo con aquellos machos que le aseguren buena calidad biológica y se muestren capaces de responder por la supervivencia de la prole. Además, le resulta conveniente concentrar la actividad sexual o estro en periodos cortos, repartidos cíclicamente a lo largo del año, de acuerdo con las épocas de mayor abundancia de alimentos. El macho, en cambio, puede darse el lujo de permanecer activo sexualmente durante casi todo el año, siempre listo, sin importar demasiado con quién se aparea (es donante universal). Y para los dos sexos es, por lo regular, ventajosa la poligamia, como búsqueda de nuevas combinaciones genéticas. La historia

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