Homo sapiens. Antonio Vélez
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Darwin conjeturaba que si en una población aparecía por azar un individuo mejor adaptado que sus compañeros al medio ocupado en ese momento, tendía a dejar más descendientes que ellos. Por eso, en el modelo clásico se hablaba de “coeficiente de adaptación” (fitness, en inglés), como una manera de medir la capacidad de supervivencia del progenitor y sus herederos, lo que debía traducirse a la larga en una mayor descendencia.
Más de uno de quienes estudian por primera vez el modelo darwiniano se ven confundidos por el concepto de “adaptación”, pues casi con seguridad han observado en los seres vivos una profusión de características no adaptativas. El mismo Darwin, después de publicar El origen de las especies, se dio cuenta de la deficiencia del modelo, y eso lo obligó a modificarlo introduciendo lo que llamó “selección sexual”, complemento indispensable a su coeficiente de adaptación. Darwin pensaba que si un animal, gracias a su plumaje atractivo o a su mayor tamaño y fortaleza, podía vencer a los competidores sexuales, la desventaja de una mayor vulnerabilidad, si la hubiere, se vería recompensada por una mayor tasa reproductiva.
Dimorfismo sexual
Cuando se privilegia la capacidad reproductiva, la selección natural se convierte en selección sexual; que haya sido de común ocurrencia en la evolución de los mamíferos lo atestiguan el mayor tamaño y la profusión de adornos en los machos de varias especies: el mayor tamaño, aunque en ciertas condiciones represente una desadaptación, sirve para tener acceso a más parejas sexuales; los adornos, para resultar más atractivo. Esta asimetría morfológica se conoce con el nombre de “dimorfismo sexual”. Los leones son más robustos y fuertes que las leonas y, además, están adornados con melenas imponentes; los papiones machos pueden llegar a pesar el doble de las hembras, e igual ocurre con los gorilas y orangutanes; y el león marino es desproporcionadamente más voluminoso que las hembras (en la figura 2.2, un macho vigila la posesión más apreciada por su genoma: el harén). En la especie humana y entre los chimpancés también hay dimorfismo, aunque moderado: las hembras tienen aproximadamente el 80% del peso y estatura de los machos.
Figura 2.2 Dimorfismo sexual de los leones marinos
Los adornos brillantes, coloridos y aparatosos son un recurso visual con el cual los machos atraen a las hembras, pero también a los depredadores, pues el ornato los hace más visibles y destacados. Asimismo, el plumaje sobrecargado aumenta su vulnerabilidad frente a estos y va asociado, dicen los endocrinólogos, a niveles altos de testosterona, de lo cual se derivan indeseables efectos inmunosupresores; sin embargo, dado su éxito biológico comprobado, debe ser más lo que se gana por el mayor atractivo frente al sexo opuesto, que lo que se pierde en las fauces de los carnívoros o acosado por las infecciones. El lujoso plumaje sería una clara desadaptación, pero que les reporta a las especies un mayor número de apareamientos, con un balance a favor: mayor número de herederos. De aquí inferimos que no siempre sobreviven los más aptos.
Fuentes de variabilidad
La variabilidad biológica resulta de alteraciones en cualquiera de los componentes del sistema que soporta la vida e incluye factores genéticos y ambientales. Aclaremos que la célula lleva a cabo sus funciones bajo el comando de las instrucciones genéticas, pero las leyes de la física y la química producen ciertos efectos que no dependen de tales instrucciones. En todos los casos, los genes utilizan las leyes de la física para llevar a cabo y potenciar sus funciones.
El desarrollo de un organismo es un proceso complejo que incluye de manera inseparable los genes y el ambiente. El genoma es como la partitura de una sinfonía: modela el resultado, pero el director de orquesta, los músicos, los instrumentos y el recinto son fundamentales en el resultado final. El matemático Ian Stewart (1999) lo resume así: “Los genes no son un plano detallado. Se parecen a una receta. La célula lleva a cabo sus instrucciones genéticas; las leyes de la física y la química producen ciertas consecuencias, y cuando usted las combina, obtiene un organismo. Los genes completan las leyes de la física, no las remplazan ni superan”. Por eso se habla ahora de “epigénesis”, un concepto originalmente biológico, para referirse al desarrollo de un organismo bajo la influencia conjunta de la herencia y el ambiente.
Y cuando se habla de ambiente puede tratarse del celular (el organismo completo en los unicelulares y el huevo u óvulo en los multicelulares), que es un ente particular solo a disposición de su dueño; o del útero en los mamíferos, también propiedad privada; o del medio exterior, a disposición de todos. Un mismo gen puede dar lugar a proteínas diferentes, según las condiciones del entorno. A veces el producto final depende del tipo de célula en que se lleva a cabo la lectura del gen. Esto es, el efecto está condicionado por el entorno, pues el código genético tiene una lectura que depende del medio en que se expresa. Asimismo, durante el desarrollo embrionario se utiliza información de las células vecinas, esto es, el desarrollo también depende del contexto celular.
Otro factor importante que participa en el desarrollo es un conjunto de proteínas llamado “epigenoma”, que acompaña al genoma y desempeña un papel destacado en la expresión final de los genes, pues sus proteínas actúan acelerando o frenando la acción de algunos de ellos. Se conjetura que el epigenoma es el responsable de enfermedades que afectan de manera muy distinta a gemelos idénticos, como la esquizofrenia, la enfermedad bipolar y el cáncer, porque, aunque al nacer los mellizos idénticos poseen el mismo epigenoma, al crecer se van creando diferencias como respuesta a las fuerzas del ambiente.
El número de genes que conforman el genoma humano no pasa de veinticinco mil, cifra extremadamente baja para nuestras expectativas, dado que un ser humano es de una complejidad suma (se calcula que el “proteoma” humano, es decir, el conjunto de proteínas producidas en el organismo del hombre, está formado por unas cien mil de ellas). Pero se ha descubierto que tan “baja” cifra encierra una sorpresa, pues más de las tres cuartas partes de los genes poseen “personalidad múltiple”, esto es, dan lugar a varias proteínas distintas, lo que eleva de manera explosiva el número de unidades funcionales (Ast, 2005). Como los buenos magos, de un solo gen la naturaleza saca varios.
La función de algunos genes consiste únicamente en poner en acción o bloquear otros. Para realizar transformaciones notables en el fenotipo, entonces, no se requiere inventar más genes, sino bloquear o activar, siguiendo pautas intrincadas, los que ya se tienen. Puede ocurrir que se active un gen, el que a su vez activa otro, y que este a su turno bloquee la acción de un tercero, y este el de un cuarto… A partir de los casi veinticinco mil genes humanos, estas secuencias funcionales pueden crecer con la potencia explosiva de los números combinatorios, astronómicamente, lo que resuelve el enigma de por qué en un número aparentemente tan pequeño de instrucciones genéticas se encuentre codificada tanta complejidad.
El enriquecimiento de variabilidad genética se nutre de fuentes variadas. Entre las principales están las “mutaciones”, tanto en el adn nuclear como en el de las organelas; las “combinaciones genéticas”, resultantes del proceso reproductivo en aquellas especies en las que existe cruce sexual; el “entrecruzamiento” o recombinación genética, un proceso de intercambio de genes entre cromosomas homólogos que ocurre durante la meiosis, división celular que da lugar a los gametos; y, por último, la “transferencia” de material genético entre individuos, fuente principal de diversidad en los organismos unicelulares, y cuya existencia se ha comprobado en otras especies, incluida la humana.
Las variaciones o novedades del adn aparecen al azar. Muchas