Homo sapiens. Antonio Vélez
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En cuanto a las diferencias entre los organismos que se han de mezclar, no es conveniente “ni tanto que queme al santo ni tan poco que no lo alumbre”, como dice el dicho. Existe un problema con el apareamiento entre una pareja de la localidad y un extraño, y es que se puede romper cierto acople de genes que han convivido muy cerca, y que corresponden a adaptaciones locales que no posee el extranjero (quizás este problema haya incidido en la aparición, o el refuerzo, del racismo). Tooby y Cosmides argumentan que las diferencias entre las personas —o entre los individuos de una misma especie— deben ser menores y cuantitativas; no son permitidas diferencias cualitativas apreciables; la razón es la reproducción sexual. Imaginemos —proponen Tooby y Cosmides— que dos personas fueran “construidas” con diferencias fundamentales en sus diseños: diferencias esenciales en los pulmones o en los circuitos neuronales, por ejemplo. Al ser máquinas complejas, requerimos partes que se ensamblen con precisión milimétrica. Si dos personas tuvieran realmente diseños esencialmente diferentes, sus descendientes heredarían una mezcla de fragmentos imposibles de casar, fragmentos derivados del programa genético particular de cada miembro de la pareja. Algo así como si quisiéramos ensamblar un automóvil tomando partes de un Mazda y un Chevrolet.
Selección sexual
El sicólogo Geoffrey Miller (2001) hace un repaso concienzudo de un variado número de características humanas que deben haber aparecido por selección sexual, pues o bien no mejoran la adaptación del individuo o, peor aún, algunas desmejoran las características del portador. Algunas pueden haber aparecido porque reflejan indirectamente las buenas condiciones físicas del portador, como puede ser el caso de los adornos sobrecargados de los machos de algunas aves, especie de propaganda masculina que le indica a la hembra que el portador es un individuo sano, joven, vital, libre de taras y parásitos. Se los llama “indicadores de adaptación”. Otras pueden ser puro bluff, ostentación vana, falsificaciones que funcionan como si fueran auténticas.
Para que esas vitrinas de exhibición de atributos físicos funcionen como agentes de evolución, es indispensable que las parejas desarrollen conjuntamente la capacidad de juzgar con buen tino los indicadores. Al macho le conviene simular que posee una alta eficacia biológica; a la hembra, detectar a los simuladores. En el competido mercado de parejas, para el macho es ventajoso hacer publicidad acerca de lo “bueno” que es, así no lo sea; de hacer atractivo el producto, aunque a veces sea de mala calidad; mientras que a la hembra le conviene detectar los posibles engaños publicitarios. Por eso la selección natural crea buenos vendedores de imagen entre los machos, y desarrolla el escepticismo y la discriminación entre las hembras.
Si una característica ha evolucionado por medio de la selección sexual como indicador de adaptación, debe mostrar grandes diferencias entre individuos, pues ha aparecido específicamente para discriminar a favor de los poseedores, a expensas de los rivales sexuales. Asimismo, para que los indicadores de adaptación sean confiables —dice Miller—, deben ser derrochadores, no eficientes. Deben implicar grandes costos, con el fin de no ser fácilmente falsificables por los menos dotados. Finalmente, deben ser totalmente modulares y separados de otras adaptaciones, porque su función crucial es reflejar virtudes generales del organismo, como salud, fertilidad, adaptación o inteligencia (mens sana in corpore sano, pero leído al revés).
Cuando en la naturaleza aparecen los indicadores de adaptación, es usual que se produzca una carrera evolutiva desbocada que hipertrofia las características, como ocurrió probablemente con los cuernos exuberantes del alce irlandés, animal ya extinto, dueño de una cornamenta que llegaba a medir de un extremo a otro hasta 3,5 metros, y que debió constituir una desadaptación enorme, pues requería una ingente cantidad de calcio para formarla y mantenerla, y una enorme cantidad de calorías para transportarla, amén de hacer al animal muy vulnerable frente a los predadores. La idea de una carrera desbocada fue concebida en 1930 por el genetista Ronald A. Fisher, en su obra Teoría genética de la selección natural: si los machos más atractivos pueden aparearse con un mayor número de hembras y así dejan más descendientes, entonces las preferencias de las hembras guían las características responsables del atractivo hasta niveles exagerados. En estos casos, postuló Fisher, las preferencias de las hembras también se hipertrofian. En la figura 3.1 se muestra el gallo onagadori, que, al ser manipulado por selección artificial, demuestra los excesos a los que puede llevar la carrera loca de selección por atributos estéticos, en detrimento de la seguridad personal.
Figura 3.1 Gallo onagadori
Bien claro resulta que la selección sexual por medio de la escogencia de parejas no puede favorecer rasgos difíciles de percibir. Con el fin de calcular “a ojo” el buen estado físico de un compañero, un animal no puede observar ni juzgar directamente el estado de sus órganos internos, solo su reflejo externo, sus indicadores. Miller observa con sarcasmo que la vivisección no sería un método práctico para elegir pareja. Tal vez por esto, en todas las sociedades, los deformes, los poseedores de enfermedades que afean o deterioran el aspecto físico, aquellas personas con graves desórdenes mentales y los retrasados mentales tienen dificultades para conseguir pareja, amén de correr peligro, cuando niños, de ser golpeados, abandonados y, aun, de ser asesinados por las personas que los cuidan. Y por eso también se pagan tan bien los “indicadores de juventud”, que en el fondo son indicadores de calidad biológica. El mercado de los tratamientos para rejuvenecer, aunque la juventud conseguida sea ficticia y de corta duración, es multibillonario.
Si una especie habita en las nieves perpetuas, lo mejor que puede ocurrirles a sus individuos es evolucionar hacia un pelaje espeso y una buena capa de grasa para protegerse del frío. Esto sería evolucionar en busca de una buena adaptación. Pero la selección sexual trabaja con otros criterios, pues adapta los machos a las hembras y las hembras a los machos, con gran independencia a veces del nicho que ocupen. La llave se ajusta a la cerradura, sin importar dónde esté la puerta. De esta manera, la selección sexual ha producido aquellas diferencias observadas más de una vez entre los sexos: machos adornados, ardientes y acosadores; hembras sin adornos, pero exigentes y “difíciles”.
En la naturaleza, las preferencias sexuales de las hembras se han inclinado más de una vez por el ornato y la exageración, y los machos han respondido con suficiencia: colores vistosos, plumajes de gran lujo, apéndices espectaculares e innecesarios, complicadas ceremonias de galanteo, cantos con melodías elaboradas… Puede hablarse perfectamente de “placer estético”. La razón evolutiva puede consistir en que resulta benéfico disponer de un sistema unificado de recompensa que simplifique el aprendizaje en diferentes contextos, por medio de las mismas recompensas. Los adornos derivados de la selección sexual pudieron ser los precursores de los criterios estéticos que, muchos años más tarde, desembocarían en la decoración del cuerpo, en la moda y en el arte entre los seres humanos. La selección sexual debió de crear, por un lado, a los “artistas”, y por el otro, a los “críticos”, en un circuito que se retroalimentaba hasta llegar hoy a las aberraciones más impredecibles y extravagantes.
Esto ayuda también —según Miller— a entender la existencia de algunos rasgos mentales que en el hombre han llegado a extremos exagerados, y que son desconocidos en el mundo animal, amén de que su utilidad para la supervivencia no siempre está clara. Mientras podemos percibir una cara u otras características externas de manera directa, la calidad de un cerebro solo la podremos apreciar de manera indirecta, por medio de sus productos directos: inteligencia, creatividad, dominio lingüístico (nada desencanta más que una persona que por ignorancia maltrate su idioma nativo), elocuencia, capacidad musical, ingenio, gracia, salero (humor), talento artístico, capacidad de seducción, bondad, generosidad, moralidad, caridad. Sin la selección sexual, dice Miller, las características acabadas de mencionar son difíciles de explicar; en particular, la proclividad humana a la caridad es un enigma evolutivo insoluble, pues es difícil imaginar cómo un instinto que nos incline a destinar una parte de nuestros recursos para los extraños beneficie al donante. En las sociedades