Homo sapiens. Antonio Vélez

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con las actividades. Un sermón de una hora puede ser muy largo, y una hora de amor muy corta. El pueblo lo descubrió hace milenios cuando dijo que “lo bueno no dura”. Tenía razón el humorista español Enrique Jardiel Poncela (Máximas mínimas): “El amor hace que el tiempo vuele, pero el tiempo hace que el amor vuele”.

      El tiempo parece transcurrir más rápidamente para los viejos, como si los lapsos se midieran con relación al tiempo total vivido. Quizá por eso los años de la infancia transcurren tan lentamente. Esto sirvió de inspiración a Guy Pentreath para escribir estos versos ingeniosos: “When I was a Baby I wept and slept; Time crept / when I was a boy and laughed and talked; time walked / Then, when the years saw me a man; time ran / But as I older Grew; time flew” (en una adaptación muy libre al español y sin la más mínima consideración por la literatura, traduzco así: “Cuando era bebé, lloraba y dormía; el tiempo reptaba / Cuando me convertí en un muchacho que reía y hablaba, el tiempo caminaba / Luego, cuando al paso de los años en un hombre me convertía, el tiempo corría / Pero ahora que la vejez me cela, el tiempo vuela”). Desde la perspectiva geológica, la vida de un hombre es un instante imperceptible, un acontecimiento fugaz en la historia del universo; desde la del viejo, ya al final del drama de la vida, un soplo. Carlos Gardel lo cantaba en voz alta: “Pensar, que es un soplo la vida…”. Un filósofo de pueblo definía la vida en tres breves actos: “El hombre respira, aspira y expira”. Hamer y Copeland (1995) ven así la cortedad del empeño humano: “En algún momento, los recuerdos del pasado superan en número a los planes para el futuro. De pronto somos ancianos. Luego morimos”.

      Se cree que la sede del reloj biológico humano yace en el núcleo supraquiasmático del hipotálamo y que su programación reside en el adn. Por eso el periodista Jonathan Weiner (2001) observa: “Las revoluciones de las estrellas y el curso de las estaciones están escritas en las espirales de nuestro adn”. Mediante drogas puede alterarse el ritmo del reloj biológico, y lo mismo ocurre, dicen, por medio de la meditación. Y dentro de una cueva por completo oscura el tiempo discurre más lentamente. Este alargamiento del tiempo es bien conocido por los ciegos. El opio también alarga el tiempo, dicen los usuarios cautivos, e igual sucede con la marihuana, pues ambas drogas rebajan los niveles de dopamina y con ello bajan el ritmo del tictac interno. La cocaína, por el contrario, aumenta los niveles de dopamina y de ese modo acelera el paso del tiempo. Pero la vida se acorta, en el sentido real. El dolor alarga sin piedad el tiempo, prolonga con sadismo la agonía. Los amnésicos, por lógica, pierden el sentido del paso del tiempo al no formar recuerdos de lo inmediato.

      Albert Einstein demostró que el tiempo no es ese flujo constante y universal que nos dicta la intuición. Su ritmo puede acelerarse o disminuirse, de acuerdo con el sistema mecánico que se ocupe. En particular, para los espectadores sometidos a aceleraciones elevadas, el ritmo disminuye, y también en presencia de campos gravitatorios intensos. Un reloj ubicado en la cima del monte Everest se atrasa treinta millonésimas de segundo por año respecto a otro situado al nivel del mar, debido a la diferencia entre los campos gravitatorios de los dos sitios (cantidad irrisoria pero real). Y aunque nuestra intuición proteste, un reloj en movimiento se atrasa para los espectadores que están en reposo, de lo cual se infiere que podríamos envejecer a un ritmo diferente del de nuestro hermano gemelo, si a este le diera por viajar a altas velocidades por el espacio interestelar. Ahora bien, la simultaneidad de dos fenómenos depende de los sistemas mecánicos desde donde se hagan las observaciones, de lo cual se deduce que pasado, presente y futuro son conceptos relativos. Genialidades de Einstein.

      Decía Confucio:

      A los 15 años puse mi corazón en los estudios. A los 30 había plantado firmemente mis pies en el suelo. A los 40 ya no sufría de perplejidad. A los 50 sabía cuáles eran los mandamientos del cielo. A los 60 escuchaba con sumisos oídos. A los 70 podía seguir los dictados de mi corazón, porque lo que yo deseaba, ya no transgredía los límites de la justicia.

      En otros términos, al envejecer nos es más fácil ser buenos. Por eso tienen razón los chistosos que dicen que “al envejecer lo único que se conserva es la belleza, pero esta se pasa de la cara al corazón”. Sin embargo, más de uno prefiere la belleza de la juventud por encima de la del alma, no obstante los pecados acompañantes, las tentaciones y la irresponsabilidad. Porque al joven le queda imposible ser responsable y maduro, ya que su corteza prefrontal, la parte del cerebro encargada de manejar las conductas racionales y maduras, no completa su mielinización hasta cumplir los 20 años, justo en los comienzos de la edad adulta. Por eso dicen, aunque en broma (pero es verdad), que la juventud es una enfermedad que se cura con los años. Y aunque Bernard Shaw decía que era una lástima que, siendo tan maravillosa, la juventud se malgastara en los jóvenes, la verdad es que la juventud, casi siempre malgastada, es el único periodo de crecimiento y formación. Durante la juventud es verdad que el tiempo es oro. Oro que algunos afortunados transmutan en realizaciones que se manifiestan en la madurez.

      El envejecimiento es doloroso y, ante todo, nos va haciendo cada vez más inútiles. De ahí que se tejan tantos chistes en que se hace mofa de las flaquezas acarreadas por la edad, de la inutilidad del anciano. Cuentan que un gran personaje, durante el brindis para celebrar su nonagésimo cumpleaños, dijo: “Y pensar que ahora, a los noventa, soy capaz de hacer lo mismo que a los diecinueve”. Después de una corta pausa llegó la sorpresa: “¡Cómo sería de inútil!”.

      Y es la memoria una de las facultades que primero se resienten con el paso de los años. En la Roma clásica, cada patricio se daba el lujo de caminar acompañado por un esclavo joven y culto, generalmente griego, al que llamaban nomenclator, y cuya única función era recordarle al amo los nombres de las personas con quienes se encontraban por la calle. William Shakespeare lo sabía muy bien y lo decía mejor: “El último acto [la vejez], fin de esta extraña y azarosa historia. Es segunda puericia y mero olvido”. El escritor británico Somerset Maugham, viejo bromista, lo confirma: “He oído que a las personas de nuestra edad les ocurren tres cosas: la memoria les empieza a fallar... Bien…, ahora no recuerdo las otras dos”. Y el notable matemático húngaro Paul Erdös, en cierta ocasión, ya viejo, confesó en tono de burla: “El primer signo de senilidad en un matemático es cuando olvida sus teoremas; el segundo, cuando olvida subirse el cierre de la bragueta; el tercero, cuando olvida bajárselo”.

      El mundo moderno se torna paradójico con los viejos: a pesar de contar con más recursos médicos para aliviar los males causados por los años, al fin de cuentas termina por causarles más males, porque les alarga la vida. Les quita por un lado lo que por el otro les da. En De Senectute, escribe Norberto Bobbio, experto en años: “Lo que distingue la vejez de la edad juvenil, y también de la madurez, es que los movimientos del cuerpo y de la mente son más lentos. La lentitud del viejo es penosa para él y penosa a la vista de los otros. Suscita más indulgencia que compasión. Quisiera apresurar su paso, pero no es capaz”. Y sigue el interminable Bobbio con su tema preferido: “La transformación cada vez más rápida tanto de los hábitos como de las artes ha invertido por completo la relación entre los que saben y los que no saben. El viejo, cada vez más, es aquel que no sabe”. Al viejo lo deja el tren del conocimiento, dado el vertiginoso crecimiento de los conocimientos que se generan a diario, y el crecimiento también vertiginoso de su incapacidad de aprender.

      El economista colombiano Jorge Humberto Botero, en un extraordinario ensayo sobre la vejez, complementa lo dicho por Bobbio:

      El viejo en la Antigüedad era el bendecido por los dioses, había visto caer, uno tras otro, a sus contemporáneos y llegaba solitario a la cima; desde allí podía lanzar una mirada sobre el mundo que pocos tenían el privilegio de compartir. Esta condición anómala lo convertía en oráculo. Era el que sabía y podía aportar a los suyos el conocimiento para afrontar una vida que, entonces como ahora, estaba llena de avatares […] El acelerado proceso de cambio tecnológico, fuente a su vez de profundas transformaciones sociales, determina que los viejos, aunque sanos y vitales, sean considerados obsoletos. Lo que aprendieron durante su larga vida, ha dejado de tener utilidad.

      Hay

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