Homo sapiens. Antonio Vélez

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Homo sapiens - Antonio Vélez страница 19

Автор:
Серия:
Издательство:
Homo sapiens - Antonio Vélez

Скачать книгу

      La vieja pregunta sobre si el hombre, con su amplio repertorio de conductas, es un producto de sus genes o de su ambiente, al fin empieza a ser respondida con claridad. La respuesta hallada satisface a la mayoría de los biólogos evolucionistas, pero en el medio cultural normal, e incluso entre algunos intelectuales del área de las humanidades, aún subsisten ideas ingenuas alrededor de un tema tan importante.

      La situación actual la describe muy bien Steven Pinker (2002):

      Hasta comienzos del decenio 1960-1970, el ambientalismo era la teoría imperante. Para sicólogos, antropólogos y filósofos, la conducta del hombre estaba determinada esencialmente por su ambiente o entorno. La participación de los genes en ese asunto era despreciable, cuando no nula. Justo al llegar a ese decenio, comenzaron a aparecer estudios sobre el hombre que mostraban que en su conducta había características muy parecidas a las halladas por los etólogos en distintas especies animales y, en consecuencia, influidas por instrucciones genéticas. Y con la aparición de esos estudios comenzó la llamada guerra genes-ambiente. Otra guerra de los treinta años, que ahora parece estar llegando a su fin [...]. Por primera vez aparecieron explicaciones de algunos rasgos de la conducta humana que por siglos habían confundido a los mejores sicólogos. La guerra sirvió, además, para que cada uno de los bandos en disputa revisara su posición, y, ante todo, para que se eliminaran las exageraciones, muy comunes en las disputas humanas. Después de la guerra, la posición de los intelectuales más serios y avanzados es clara: la conducta humana es el resultado indisoluble de un programa genético desarrollado en un ambiente o entorno cultural.

      Lo genético se ha asociado siempre con lo innato, lo instintivo y mecánico (y, por ende, animal), y, específicamente, con lo que no es aprendido por el sujeto. Por eso al hablar de la base genética de un rasgo cualquiera de conducta se piensa de inmediato en algo que se da de manera fija, sin necesidad de ningún tipo de aprendizaje y sin intervención aparente del medio ambiente. En contraposición con lo genético aparece lo ambiental o cultural, que se asocia con lo aprendido libremente, sin mayor participación de los genes y, también, con lo “verdaderamente humano”. Existe la tendencia, muy elemental, por cierto, pero a la vez muy extendida, a situar el comportamiento animal en el extremo genético, y el humano en el polo opuesto, el ambiental. Esta dicotomía, muy ingenua, como se tratará de probar en las páginas siguientes, subsiste y subsistirá todavía por largos años, pues está alimentada y soportada por cerrados grupos intelectuales, dogmáticos, influyentes e intolerantes.

      Es indudable que en el hombre encontramos características muy independientes del ambiente y que, por tal motivo, se pueden calificar de genéticas: la mayoría de los rasgos anatómicos y fisiológicos característicos de la especie, las conductas del niño recién nacido y los apetitos básicos como el hambre y la sed, entre otros. Existen también rasgos que son puramente ambientales, sin intromisión alguna de los genes. El idioma nativo, la religión profesada, la filiación política, ciertas costumbres gastronómicas particulares, la vestimenta y la etiqueta, unidas a todas las convenciones sociales, sirven como ejemplos destacados. Y hay un tercer grupo, muy numeroso, de rasgos humanos que son imposibles de clasificar si solo se manejan las dos categorías extremas.

      Konrad Lorenz ha propuesto un principio que permite, en algunos casos por lo menos, hacer una evaluación del peso relativo de los componentes genético y ambiental de una conducta dada, y que se conoce con el nombre de “principio de transparencia”. Según este principio, a mayor peso del componente genético menor será la percepción consciente de la finalidad adaptativa perseguida por la conducta que se quiere analizar, mientras que a mayor peso del componente ambiental más intensa será la sensación consciente de sus intenciones últimas.

      Existen costumbres, como las gastronómicas que balancean la dieta, o mandatos, como la prohibición del incesto, que son obviamente adaptativos, sin que los hombres que los establecieron tuvieran clara consciencia de ello. De acuerdo con el principio de transparencia, debemos esperar un poderoso efecto genético en las raíces mismas de estos preceptos o costumbres. Las relaciones sexuales llevan muchos milenios de práctica intensa, pero solo en época muy reciente el hombre ha entendido el mecanismo de la reproducción. La atracción por el sexo no deja transparentar fácilmente sus propósitos profundos relacionados con la supervivencia de los más aptos; tampoco, el desinterés o rechazo por la relación incestuosa deja entrever al primer intento su higiénico papel de evitar taras, ni el menos importante de promover la variabilidad genética.

      El lenguaje humano requiere, para su plena aparición y desarrollo, que se establezca una apropiada interacción acústica con el medio circundante; pero requiere, también, que las rutinas cognitivas que facilitan y propician el habla, y las estructuras anatómicas responsables de la parte fonética, ambas diseñadas de acuerdo con instrucciones codificadas en el genoma, estén maduras y correctamente interconectadas. Si se llegara a producir una falla en alguna de tales estructuras, la aparición y el desarrollo de la capacidad lingüística normal quedarían seriamente comprometidos, y lo mismo ocurriría si se impidiera la estimulación acústica o ambiental.

      La inteligencia y la personalidad son dos importantes ejemplos de características humanas con fuertes componentes ambientales y genéticos. El niño con síndrome de Down mostrará cierto retraso mental, sin importar demasiado el ambiente cultural en que se levante, y el niño normal que no reciba ninguna estimulación cultural de su entorno también mostrará un retraso similar, como ha sido el caso, posiblemente, de los niños llamados “salvajes”. Son tan importantes en estos casos los dos componentes, que con faltar uno solo la característica sufre deterioro irreversible. El llamado “efecto Flynn”, en honor de su descubridor, James Flynn, se refiere al hecho notable de que el cociente intelectual (ci), mida lo que mida, ha venido aumentando en Estados Unidos cinco puntos por década. Y puesto que la composición genética de la población se ha mantenido relativamente estable, el efecto Flynn prueba que los factores ambientales tienen una influencia notable en las medidas —muy discutidas— de la inteligencia.

      Ambientalismo

      La mayoría de los pensadores del pasado, y buena parte de los del presente, se han inclinado por una interpretación del hombre como producto del ambiente cultural que lo rodea. Aristóteles pensaba, con acierto, que existe una naturaleza humana y que la sociedad es producto de dicha naturaleza, pero Platón, antes de aquel, no estaba de acuerdo, pues creía que el hombre es un producto de la sociedad. El filósofo inglés John Locke acuñó el término tabula rasa para explicar la mente del hombre. Según Locke, el niño era, al nacer, una especie de pizarra vacía sobre la cual las experiencias vividas iban escribiendo lo que sería el hombre adulto.

      Rousseau defendía la teoría del “buen salvaje”: nacemos buenos, pero el entorno nos modela a su antojo y a más de uno lo vuelve malo. Algunos salen mal librados: criminales, egoístas, celosos y de escasa inteligencia; otros, afortunados, terminan convertidos en hombres de bien: pacíficos, altruistas, inteligentes y creativos. La mayoría resulta heterosexual; una minoría, homosexual o bisexual. Por fortuna, toda la maldad del mundo podría eliminarse: bastaría cambiar las condiciones de crianza y educación. En potencia, el mundo es un paraíso. El mito del buen salvaje apoya la idea de que la violencia que observamos es un comportamiento aprendido, mantra que se repite sin cesar en los círculos intelectuales.

      Los filósofos han metido sus narices en todo y lo que han aclarado es bien poco (menos de lo que corresponde a un prestigio siempre hipertrofiado por los historiadores). Jean-Paul Sartre, en El ser y la nada (1944), obra en que formuló su filosofía existencialista, afirmaba: “Debemos abandonar todo enunciado general acerca del hombre. No puede haber naturaleza humana”. Y más adelante continuaba con sus ingenuidades: “todo aspecto de nuestra vida mental es intencionalmente elegido y es nuestra responsabilidad; si estoy triste es porque escogí estarlo”. Con razón alguien definía la filosofía como un cementerio de ismos.

      Marx pensaba que los modos de producción de la vida económica condicionan

Скачать книгу