Historia de la República de Chile. Juan Eduardo Vargas Cariola
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Los planes legislativos expuestos tenían en vista, aunque no siempre de una manera clara y distinta, la codificación del derecho, lo cual era explicable. A la sazón, dicha codificación era la última y más moderna manifestación de la técnica legislativa, que a los ojos de los contemporáneos había alcanzado su mejor expresión en los códigos napoleónicos y, especialmente, en el Code Civil de 1804. Esa técnica, que en realidad era más que meramente tal, pues llegaba a alcanzar los perfiles de una ideología jurídica muy completa720, contrastaba ostensiblemente con la forma en que se presentaban los cuerpos de legislación del Antiguo Régimen que Chile había heredado, por lo general adaptados a la técnica de la compilación de leyes preexistentes, como eran el llamado Ordenamiento de Montalvo, editado en 1484, nunca promulgado, pero de difundido uso práctico; la oficial Recopilación de leyes de Castilla (Nueva Recopilación) de 1567, sancionada por Felipe II —que contenía las Leyes de Toro, de 1505, muy importantes en materia de derecho sucesorio—, y la Novísima Recopilación de Leyes de España (que absorbió buena parte de la anterior, incluidas las Leyes de Toro), librada en 1805 por Carlos IV, a los que se unía la Recopilación de las Leyes de los Reinos de las Indias, que en 1680 había promulgado Carlos II. Todos estos cuerpos obedecían a la mencionada técnica que, a su vez, tenía por modelo formal al Codex Iustinianus (529 y 534 d. C.), el último y más célebre cuerpo en seguir la tradición de las compilaciones legislativas de la época postclásica del Derecho romano, después del Codex Gregorianus y del Codex Hermogenianus, de la época de Diocleciano (emp. 284-305 d. C.), y del Codex Theodosianus, del 438 d. C.
A las mencionadas compilaciones castellanas y de leyes indianas se añadían algunos cuerpos legales medievales, obedientes a otra técnica —que podemos reconducir al modelo de los Iustiniani Digesta—, tales como las Partidas, un libro de derecho romano justinianeo (y en parte de derecho canónico), compuesto a mediados del siglo XIII, bajo el reinado de Alfonso X de Castilla, según la versión que de aquel derecho habían ofrecido los glosadores boloñeses, particularmente Placentinus, Azo y Acursius, y que en 1555 había sido modernizado mediante una glosa que le añadió el jurista castellano Gregorio López, para adaptarlo a la versión de los comentaristas también medievales del mismo Derecho, como Bartolus de Saxoferrato y Baldus degli Ubaldi, entre los principales. También estaban el Fuero Real, asimismo de la época de Alfonso X, cuyo contenido y fuentes tendían a coincidir con aquellas de las Partidas, y las Leyes del Estilo, una colección de sentencias judiciales concernientes al Fuero Real.
Aunque los cuerpos legislativos que hasta el momento han sido mencionados ocupaban el lugar de un derecho subsidiario del propio de Chile (su “derecho municipal”, como entonces se decía), que era el derecho indiano, o conjunto de normas dadas por el rey para las Indias o generadas por las autoridades criollas, de hecho eran de frecuente aplicación a las relaciones jurídicas de derecho privado, penal y procesal. Ello se debía a que el derecho indiano propiamente tal, por un lado era lo que se llama un derecho de policía, concebido para regular las actividades en función del orden público político y civil, y también del orden económico y comercial; y, por otro, miraba al derecho administrativo, penal y al que ahora llamamos laboral. Por tal razón el derecho privado de los cuerpos castellanos medievales y las Leyes de Toro recogidas en las recopilaciones modernas, y el penal y procesal de algunos de ellos, pese a su subsidiaridad, entraba rápidamente en aplicación, a falta de derecho indiano principal sobre la materia.
A las antedichas fuentes menester era añadir las del derecho romano, o sea, el Corpus iuris civilis (529-534 d. C.), y del derecho canónico, contenidas en el Corpus iuris canonici (desde mediados del s. XII a principios del s. XIV), constitutivos del ius commune. Ambas valían como fuentes subsidiarias del castellano in temporalibus e in spiritualibus, respectivamente; pero el último, además, como derecho especial de los clérigos. En fin, estaban los derechos indígenas, normalmente consuetudinario, que en el fondo eran también un derecho especial, solo que de los habitantes precolombinos.
Este ordenamiento, compuesto, como habrá podido apreciarse, de cuatro, si no de cinco masas de derecho, cada una de ellas, además, integrada por diversas fuentes, era el que los programas de jerarquía constitucional y los proyectos específicos antes aludidos daban por supuesto que iría a ser sustituido. Tal supuesto, por lo demás, no dejó de manifestarse con reiteración a través de la crítica a que el ordenamiento heredado fue objeto ya desde los primeros momentos. De hecho, el supuesto y la crítica se vigorizaban mutuamente. Esta se expresó casi siempre en artículos periodísticos y ocasionalmente en folletos circulantes, redactados por los hombres públicos, y el periodo de su mayor desarrollo corrió durante la década de 1820 y el primer quinquenio de la siguiente. Los tópicos más recurridos desde los cuales se formulaba —en parte tomados de la literatura crítica que se había desarrollado en Europa desde el siglo XVI contra el ius commune y en parte sugeridos por la observación de la propia realidad— eran la multitud de leyes existentes, la naturaleza recopilatoria de los códigos que regían, en oposición al ideal moderno de la codificación, la oscuridad, complicación, contradicción, incoherencia y desorden de los preceptos, la antigüedad de su lenguaje, el desuso en que habían caídos amplios sectores del derecho formal u oficialmente en vigencia, la existencia de multitud de glosas y comentarios a las leyes, y las dificultades para tomar cabal conocimiento del derecho aplicable. Todos estos caracteres conducían, además, hacía una mala y viciosa administración de la justicia, ya de por sí lenta, complicada, irregular, insegura, arbitraria y dispendiosa721. La denuncia de tan deplorable estado de cosas iba invariablemente acompañada de la proposición de un remedio, que por lo general era la codificación del derecho.
Pero una cosa era pedirla y aun proponer o sugerir planes para llevarla a cabo, y otra hacerla efectiva. La manera más rápida de conseguirla hubiera sido aprobar el deseo de O’Higgins manifestado en 1822 de adoptar los “cinco códigos célebres”, que antes recordamos. Tal operación solo exigía la traducción de los originales y tal vez una somera revisión en función de su adaptación a los usos y costumbres de la sociedad chilena de entonces. Por lo demás, ese había sido el partido que en América se había empezado a escoger desde que en 1808 la Luisiana promulgara por vez primera en el Nuevo Mundo un código civil, bajo el nombre de Digeste des Lois Civiles, que en buena parte era una copia, aunque no del Code Civil mismo, sino de su proyecto publicado en 1800. La tendencia de una u otra manera se acentuó en los años siguientes en Haití (1825), el Estado mexicano de Oaxaca (1827-1829), Bolivia (1830 y 1845), Costa Rica (1841) y la República Dominicana (1845). No faltaron voces prominentes de otros lugares que aconsejaron seguir la misma vía, como las del gobernador federal de Buenos Aires, Manuel Dorrego, en 1828, y del mismo Simón Bolívar en 1829; algo semejante se propuso en las Legislaturas de Ecuador entre 1830 y 1833 y en la de Guatemala en 1836722.
Pero, con buen sentido, la proposición del director supremo O’Higgins cayó en la más completa indiferencia, y ni él mismo se dio tiempo para promoverla en los meses posteriores de su gobierno. De hecho, la sola sospecha de que algún proyecto destinado a impulsar la codificación pudiera consistir en una adopción de modelos extranjeros actuó como poderosa barrera para su aprobación, como ocurrió con el proyecto que el gobierno impulsó desde 1831, al que nos referiremos después. Se dio así la paradoja de que, por un lado, se pedía la sustitución del antiguo derecho, que era objeto de intensa crítica, y, por otro, se rechazaba que tal sustitución implicara la introducción de modelos extranjeros. Y la fórmula que terminó por hacerse más aceptable a la mayoría fue la de proceder a la codificación de estilo moderno, pero sobre la base de lo mejor y más probado del contenido del derecho vernáculo. Ella, por otro lado, implicaba otra paradoja: el retorno al derecho objeto de tantas críticas. Pero fue el temor a la imposición de un derecho extraño el que condujo a una suerte de revalorización del antiguo, no en cuanto a su forma —después