Historia de la República de Chile. Juan Eduardo Vargas Cariola

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Historia de la República de Chile - Juan Eduardo Vargas Cariola Historia de la República de Chile

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comisión719.

      A las mencionadas compilaciones castellanas y de leyes indianas se añadían algunos cuerpos legales medievales, obedientes a otra técnica —que podemos reconducir al modelo de los Iustiniani Digesta—, tales como las Partidas, un libro de derecho romano justinianeo (y en parte de derecho canónico), compuesto a mediados del siglo XIII, bajo el reinado de Alfonso X de Castilla, según la versión que de aquel derecho habían ofrecido los glosadores boloñeses, particularmente Placentinus, Azo y Acursius, y que en 1555 había sido modernizado mediante una glosa que le añadió el jurista castellano Gregorio López, para adaptarlo a la versión de los comentaristas también medievales del mismo Derecho, como Bartolus de Saxoferrato y Baldus degli Ubaldi, entre los principales. También estaban el Fuero Real, asimismo de la época de Alfonso X, cuyo contenido y fuentes tendían a coincidir con aquellas de las Partidas, y las Leyes del Estilo, una colección de sentencias judiciales concernientes al Fuero Real.

      Aunque los cuerpos legislativos que hasta el momento han sido mencionados ocupaban el lugar de un derecho subsidiario del propio de Chile (su “derecho municipal”, como entonces se decía), que era el derecho indiano, o conjunto de normas dadas por el rey para las Indias o generadas por las autoridades criollas, de hecho eran de frecuente aplicación a las relaciones jurídicas de derecho privado, penal y procesal. Ello se debía a que el derecho indiano propiamente tal, por un lado era lo que se llama un derecho de policía, concebido para regular las actividades en función del orden público político y civil, y también del orden económico y comercial; y, por otro, miraba al derecho administrativo, penal y al que ahora llamamos laboral. Por tal razón el derecho privado de los cuerpos castellanos medievales y las Leyes de Toro recogidas en las recopilaciones modernas, y el penal y procesal de algunos de ellos, pese a su subsidiaridad, entraba rápidamente en aplicación, a falta de derecho indiano principal sobre la materia.

      A las antedichas fuentes menester era añadir las del derecho romano, o sea, el Corpus iuris civilis (529-534 d. C.), y del derecho canónico, contenidas en el Corpus iuris canonici (desde mediados del s. XII a principios del s. XIV), constitutivos del ius commune. Ambas valían como fuentes subsidiarias del castellano in temporalibus e in spiritualibus, respectivamente; pero el último, además, como derecho especial de los clérigos. En fin, estaban los derechos indígenas, normalmente consuetudinario, que en el fondo eran también un derecho especial, solo que de los habitantes precolombinos.

      Pero, con buen sentido, la proposición del director supremo O’Higgins cayó en la más completa indiferencia, y ni él mismo se dio tiempo para promoverla en los meses posteriores de su gobierno. De hecho, la sola sospecha de que algún proyecto destinado a impulsar la codificación pudiera consistir en una adopción de modelos extranjeros actuó como poderosa barrera para su aprobación, como ocurrió con el proyecto que el gobierno impulsó desde 1831, al que nos referiremos después. Se dio así la paradoja de que, por un lado, se pedía la sustitución del antiguo derecho, que era objeto de intensa crítica, y, por otro, se rechazaba que tal sustitución implicara la introducción de modelos extranjeros. Y la fórmula que terminó por hacerse más aceptable a la mayoría fue la de proceder a la codificación de estilo moderno, pero sobre la base de lo mejor y más probado del contenido del derecho vernáculo. Ella, por otro lado, implicaba otra paradoja: el retorno al derecho objeto de tantas críticas. Pero fue el temor a la imposición de un derecho extraño el que condujo a una suerte de revalorización del antiguo, no en cuanto a su forma —después

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