Historia de la República de Chile. Juan Eduardo Vargas Cariola
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El anterior cuadro explica, pues, el preanunciado carácter de la literatura jurídica de nuestro periodo. Este no dejó de ofrecer excepciones importantes, como los Principios de derecho de gentes (1833), después denominados Principios de derecho internacional (1844 y 1864), para citar solo las ediciones chilenas, de Andrés Bello, un libro que llegó a convertirse en el manual obligado de consulta en las cancillerías de las repúblicas iberoamericanas y con el cual su autor introdujo novedades importantes en el derecho internacional; también las Instituciones de Derecho canónico americano (1861-1862), del obispo Justo Donoso, que gozó de gran fama en los seminarios conciliares de América781; la Exposición razonada y estudio comparado del Código Civil chileno (1868-1878), de Jacinto Chacón, propiamente el primer libro científico de Derecho civil chileno782; La Constitución ante el Congreso (1879-1880), de Jorge Huneeus, una auténtica summa del derecho constitucional chileno de la época; la Filosofía del Derecho o Derecho natural (1881), de Rafael Fernández Concha, aunque no el primer libro de la materia escrito en el país, sí el de mayor categoría; o la Ley de organización y atribuciones de los tribunales. Antecedentes, concordancias y aplicación práctica de sus disposiciones (1890), de Manuel Egidio Ballesteros, cuyo estricto positivismo se combina con una dilatada información doctrinaria, histórica y comparatística.
Un género usual de literatura jurídica estuvo constituido por las memorias sobre temas jurídicos, generalmente muy breves y siempre acotadas, que sus autores leían como requisito para incorporarse en calidad de miembros académicos en la Facultad de Leyes y Ciencias Políticas de la Universidad de Chile. Por lo general se las publicaba en los Anales de esa universidad (iniciados en 1843) y a veces se hacía tiradas aparte. Desde que el Código Civil entró en vigencia, con mucha insistencia estas memorias trataron temas extraídos de ese cuerpo legal; y lo propio acaeció frente a los códigos sucesivos.
Otro género algo abundante fue el de las memorias que los licenciados en Leyes y Ciencias Políticas debían componer para graduarse en la Universidad de Chile. Notablemente breves y siempre acotadas, solía imprimírselas. Al igual que ocurrió con las memorias de incorporación, desde la vigencia del Código Civil ellas con frecuencia versaron sobre materias pertinentes a su articulado, aunque hubo muchas sobre otra legislación, como es natural.
Especialmente frecuentes fueron los diccionarios, repertorios e índices tanto de leyes como de jurisprudencia judicial, para uso de los abogados; y también se desarrolló de manera ostensible la literatura de prontuarios o manuales de práctica forense783.
Hay un capítulo de la historiografía chilena del derecho cuyo estudio aún está por ser fundado: él concierne al pensamiento jurídico del siglo XIX. Esta afirmación no vale demasiado para el pensamiento de Andrés Bello, que, por la importancia y notoriedad del personaje, ha recibido una atención especial784, en desmedro, tal vez, de otros de relevancia. También hay estudios sobre José Victorino Lastarria (1817-1888)785. Mariano Egaña, asimismo, ha sido objeto de examen786. Pero todavía se trata de individualidades muy destacadas no solo en el campo del derecho. Hace falta, en cambio, estudiar las ideas de los juristas que no pertenecen también al ámbito de la historia general y que ordinariamente son conocidos solo por los abogados, por más que casi siempre hayan desarrollado muchas actividades públicas, como era usual y normal en las personalidades chilenas de la época. Ejemplo precisos son los de Juan de Dios Vial del Río787 o Jacinto Chacón, autor de un notable tratado de Derecho civil, el primero en publicarse en Chile, según se ha indicado; y como ellos788 hay muchos cuyo pensamiento jurídico espera ser estudiados a través de su obra y de su actividad profesoral, cuando es el caso789.
LA ABOGACÍA EN LA SOCIEDAD
En el Chile del siglo XIX, la abogacía fue la profesión que mayor prestigio social concitaba —tal vez solo parangonable con el sacerdocio, al que, por lo demás, solía añadirse la abogacía misma— y que ofrecía mejores probabilidades de ascenso social. De hecho, el gobierno y la alta administración, la mayoría de los sillones en las Cámaras y, desde luego, la judicatura, mas también la gestión superior del comercio mayorista y de la incipiente industria estaban reservadas a los abogados. Lo propio cabe decir de las finanzas y la economía, tanto públicas como privadas. Puesto que estos profesionales, a su saber propio solían agregar una vasta cultura humanística, ni el cultivo de las letras escapó a su dominio: parte importante de la generación de 1842, por ejemplo, estuvo integrada por abogados790.
La abogacía representaba al mundo civil. En los decenios de 1810 y 1820 habían predominado los militares, al menos en el gobierno, si bien nunca habían podido prescindir del concurso de los profesionales del derecho. Todavía entre 1831 y 1851 la presidencia había sido ejercida por militares como Prieto y Bulnes; pero a partir de la elección de Montt, quedó reservada a aquellos. Todos los presidentes del resto del siglo lo fueron, en efecto, y, por lo demás, tal ha sido la regla en el siglo XX, con escasas excepciones.
Este fenómeno, por lo que al siglo XIX atañe, no debe ser observado como si hubiera una atracción natural y exclusiva entre el mundo de la política, el gobierno y la administración con el de los abogados recíprocamente, aunque sea cierto que en alguna medida ella existe, pero no suficiente para explicar totalmente el hecho. La razón última de este debe ser vista en la circunstancia de que los abogados, antes de ser tales, eran miembros de la elite, a la que de todos modos le correspondía, según el sentir del tiempo, la dirección de los asuntos públicos y privados en todos los ámbitos de la sociedad. El punto de fondo está, pues, en que los jóvenes miembros de ese grupo, deseosos de ejercer las funciones a que su condición los llamaba, se sentían obligados