Historia de la República de Chile. Juan Eduardo Vargas Cariola
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Ante este nuevo fracaso, por decreto de 29 de noviembre de 1889, el gobierno del presidente Balmaceda convocó a un concurso público destinado a conseguir la elaboración de un proyecto completo. El concurso se dilató, pero la iniciativa sobrevivió a la caída de Balmaceda y lo retomó su sucesor, Jorge Montt, por decreto de 2 de abril de 1892897. Los proyectos concursantes, que pronto fueron editados, pertenecían a Manuel Egidio Ballesteros, publicado dos veces, con y sin nombre de su autor, en 1891; de A.V.E. (1892), de Robustiano Vera (1894), de José Joaquín Rodríguez Bravo (1897) y de Agustín Bravo Cisternas (1901). La comisión encargada de informar las postulaciones declaró ganador al proyecto de Ballesteros, y el gobierno, previas ciertas modificaciones, lo adoptó y mandó imprimir en 1895, para presentarlo al Congreso. Ahí fue sometido al examen de una Comisión Mixta de senadores y diputados, que dio origen a un nuevo texto, editado en 1902. Este proyecto de la comisión, a su vez, fue finalmente aprobado por las cámaras y promulgado por la Ley N° 1.853, de 13 de febrero de 1906898.
Con este cuerpo legal finalizó la que podríamos denominar época clásica de la codificación en Chile, durante la cual el país se vio dotado de siete cuerpos denominados “códigos” más una ley sobre organización de tribunales, la cual, después de todo, también fue un código, que modernizaron y arreglaron las diferentes ramas a que se referían. A esta magna y amplia tarea, cuyo designio, como vimos, quedó formulado desde el comienzo de la Independencia, contribuyeron de diversas maneras y en diversos grados los mejores hombres de Derecho de que disponía el país, la concentración de cuyos talentos y esfuerzos en ella fue una de las causas de que no hubieran podido contribuir a la formación de una ciencia jurídica más desarrollada, como en su momento vimos.
Aunque en un tiempo dilatado, el programa de renovación legislativa fue, pues, cumplidamente llevado a cabo.
BALANCE FINAL: LA PREPONDERANCIA DE LA LEY
La época indiana se había caracterizado por consistir en un sistema plural de fuentes de Derecho. En él, la ley ocupaba ciertamente un lugar importante. Mas, por un lado, el concepto de ley que la dominaba era diferente al impuesto después. Por otro, admitía cierta diversidad de fuentes al lado de la ley y a veces en concurrencia con ella. Desde luego se presentaba la costumbre, a que el Derecho común tradicional concedía un muy amplio margen de acción, incluso en función derogatoria de la ley899. Además, la doctrina de los autores recibía una amplia aceptación. El precedente judicial mismo no dejaba de cumplir su papel, y los jueces estaban dotados de un marco de arbitrio que les permitía morigerar la ley.
Pero tan interesante como lo anterior era, según se adelantó, la noción de ley imperante entonces900. Llamábase ley a cualquier libro de Derecho que gozara de general aceptación en la práctica y en el foro, bien porque hubiera sido promulgado alguna vez, bien porque la costumbre se la hubiese conferido. La denominación de “ley” provenía de la usanza de los juristas medievales, que así llamaban a cada fragmento de los diferentes libros constitutivos del Corpus iuris civilis (el Codex Iustinianus, los Iustiniani Digesta y las Iustiniani Institutiones), debido a que en su momento, el autor político de esos textos, o sea, el emperador romano-bizantino Justiniano, los había promulgado con valor oficial y legal, aunque en sí mismos distaran mucho de lo que en las épocas precedentes se llamarían leges, como acontecía con los Digesta, que compilaban textos de doctrina jurídica, y las Institutiones, que eran un libro destinado a la enseñanza del Derecho en el primer año de la carrera legal. De esta forma, por ejemplo, las Partidas, de mediados del siglo XIII, se dividían en unidades denominadas “leyes”, aunque ese cuerpo solo alcanzó vigencia oficial un siglo después de su composición; y las Leyes del Estilo eran una compilación de sentencias judiciales concernientes al Fuero Real. En Chile aún estaba presente este antiguo concepto cuando un decreto con fuerza de ley de 11 de febrero de 1837901 sancionó con valor legal un informe del fiscal de la Corte Suprema, que daba respuesta a cierta consulta elevada al gobierno por la misma Corte, acerca de la inteligencia que en diversos puntos debía darse al decreto con fuerza de ley de 2 de febrero del mismo año902, que ordenaba a los jueces fundar sus sentencias. El gobierno trasladó al fiscal Mariano Egaña la consulta, quien, en respuesta, emitió un extenso y prolijo dictamen, redactado en estilo discursivo y razonador, con muchas citas y ejemplos, que, como quedó anticipado, el presidente de la república y su ministro de Justicia, el propio Egaña, promulgaron por decreto en uso de las facultades extraordinarias con que a la fecha estaba investido (y es una de las llamadas “Leyes Marianas”). De esta forma, no hubo escrúpulos en convertir directamente en norma vigente un texto de opinión pericial, compuesto en modo analítico, con exhibición de razones y destinado a convencer. Si se observan los documentos legales emanados de los sucesivos gobiernos que tuvo el país desde 1810 hasta aproximadamente 1830, es frecuente encontrar ejemplos similares. La excepción estuvo dada por los textos constitucionales desde el de 1818 —aunque no completamente en este— en adelante, porque para ellos se contó con el modelo de las constituciones modernas, que ya se habían adaptado al nuevo estilo legislativo. El cambio en las leyes ordinarias se puede atribuir quizá a la cada vez más poderosa influencia que desde 1829 empezó a ejercer Andrés Bello en el gobierno y posteriormente en el Senado, cuando ingresó a él en 1836.
La noción moderna de ley, asociada a la idea de norma general y abstracta, que regula en forma tendencialmente exhaustiva y completa un determinado sector de la vida social, solemnemente promulgada por la autoridad suprema, siempre estuvo presente en la especulación filosófico-jurídica, desde la época de los pensadores griegos y, desde luego, en la Edad Media, como se puede ver, por ejemplo, en Tomás de Aquino. Pero también fue mirada como un concepto más bien teórico y excepcional. Desde la Edad Media y en la época moderna, en Castilla las leyes generales no se llamaban tales sino “pragmáticas”, como se designaba a las dadas por el rey unilateralmente, u “ordenamientos”, cuando eran promulgadas en Cortes. El absolutismo regio terminó por extinguir los antiguos ordenamientos. Además, paulatinamente se impuso una variada gama de actos normativos unilaterales del rey, como real cédula, real orden, real decreto, real provisión, etcétera, que en último término y en su contexto, correspondía al género de los actuales decretos supremos.
Esta variada normatividad de origen real tenía un campo de acción más bien acotado. Desde luego, su intervención en el Derecho debía ser excepcional, porque él era terreno reservado al ius commune, es decir, al contenido de los libros romano-justinianeos in temporalibus, y al de los libros canónicos in spiritualibus (que abrazaba al matrimonio y a buena parte del derecho de familia). Este terreno, sobre la base de los libros dichos, era dominio absoluto de los juristas y en parte de los jueces, pero no de otra ley que no fueran las “leyes” romanas y canónicas. Los monarcas se abstenían normalmente de ingresar en él, salvo en temas acotados y precisos, cuando alguna circunstancia grave aconsejaba precisar, enmendar o interpretar. La legislación regia de la Época Moderna, como ya se adelantó, tenía un marcado carácter “policial”, es decir, estaba dirigida a imponer un orden o a salvaguardar uno impuesto en el campo de las conductas públicas, de la producción y distribución de bienes y servicios y de la economía en general, de las finanzas públicas o hacienda, del transporte marítimo, de la organización