Lecturas de poesía chilena. María Inés Zaldívar Ovalle
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Sabemos que existen variadas aproximaciones teóricas para enfrentar el fenómeno poético; a partir de la aparición de las ciencias del lenguaje a comienzos del siglo XX, para luego canalizarse en diversas teorías literarias en la segunda mitad del siglo pasado y hasta el día de hoy, existe un gran abanico de posibilidades de soportes analíticos para leer y disfrutar productiva y creativamente la poesía. En este contexto, el aparato crítico que he ido construyendo a través de los años para leer poesía configura la competencia literaria que, aunque considera fundamental la contribución de la teoría y la crítica, pone a los poemas mismos como el eje central que determina a sus instrumentos de análisis. Abogo, cada día con mayor énfasis, por evitar que los poemas sean meros pretextos para desarrollar las diversas teorías de turno; apuesto más bien a pensar que cada poema requiere, para ser leído con placer y lucidez, una “caja de herramientas” funcional a su propia naturaleza. Es por ello que intento poner en el centro al texto poético, y asimilar las propuestas teóricas de acercamiento como medios facilitadores y no como un fin en sí mismas.
Por último, estoy consciente a través de mi desempeño como profesora de cursos de poesía chilena e hispanoamericana y de análisis poético, que existe la necesidad entre los estudiantes de literatura y en los mismos profesores —tanto de enseñanza superior como de enseñanza media—, de acercamientos y reflexiones que faciliten y amplíen lecturas lúcidas y placenteras de la poesía. Además, con la consideración explícita de que este libro está pensado y escrito para toda persona que quiera acercarse a las posibilidades de conocimiento que puede entregar un poema o un conjunto de ellos, en un sentido amplio de la palabra. Mi idea ha sido compartir con ustedes una propuesta personal que espero les permita ahondar en los textos para con ello gatillar sus propias capacidades lectoras como amantes de la poesía.
PRIMERA MITAD DEL SIGLO XX
Esa caída de Altazor que permanece en el tiempo1
La presente relectura de Altazor de Vicente Huidobro se inscribe y se reconoce como parte de una genealogía de otras tantas lecturas tales como las de Cedomil Goic, Jaime Concha, Ana Pizarro, Óscar Hahn y Federico Shopf, y ojalá lo sea también de muchas más que la sucedan. Esta actual mirada pretende incorporarse como otro eslabón de la cadena que va conectando este fundador e ineludible texto de nuestro canon poético, desde su momento de publicación en 1931, hasta el día de hoy. Por cierto es una posible lectura personal, parcial e inconclusa que, como sabemos, también responde, en parte indeterminada, a mi propia subjetividad construida a la vera de cercanías, afinidades, miedos y obsesiones.
Altazor, sujeto que canta, llora y clama mientras cae al vacío lentamente en un paracaídas, con un movimiento “regido por una cosmología negativa que arrastra todo lo existente hacia su aniquilamiento y muerte, por una ley de gravitación universal poderosa y mortal, inescapablemente destructora”(p. 109)2 al decir de Cedomil Goic es, al mismo tiempo, un sujeto que propone orientar y sostener sentimentalmente la constitución de nuevas imágenes, según Federico Schopf; este planteará su lectura como respuesta a dos grandes preguntas: “¿Por qué (el sujeto propone, necesita anhela) el ser y no más bien la nada?” y la otra, por donde se encaminará la mía, “referida a los límites y alcances de la poesía”.(p. 1492).3 A propósito de esta nueva construcción de imágenes, mencionada por Schopf, Jaime Concha aporta una iluminadora hipótesis de lectura al plantear que estas imágenes conformarían en el texto una constelación cuya matriz central se aglutinará en torno a la figura de la mujer, dando origen a tres movimientos fundamentales: la soledad y la angustia; el afán de eternidad; y la presencia viva de la creación poética.4 Y este sujeto Altazor, que cristaliza en palabras a principios de los años treinta del siglo pasado “la vida del hombre primitivo vuelta hacia los astros, guiándose por ellos, interpretándolos y forjando mil leyendas, se une a la del hombre del siglo veinte, para quien el espacio sideral es el aerolito, el meteoro y el avión”, como bien dijo Ana Pizarro.5
La lectura de Altazor nos devela entonces a un hablante que recorrerá, en caída libre y durante un prefacio y siete cantos, a un personaje convertido, o más precisamente travestido, ya sea en aviador, “pastor de aeroplanos”, “orquesta trágica”, gran poeta, pájaro, mago, o ángel (el que puede transformarse tanto en uno caído, como en otro salvaje, o loco), describiendo entre los astros una estela que dibujaría una especie de viaje funerario de la palabra poética. Lo hará, según Óscar Hahn, emulando al personaje de Nietzsche, pero como “un loco apócrifo”. Uno que “quiere rodearse del aura excéntrica que proporciona la demencia, pero conservando al mismo tiempo el lugar que los cuerdos se reservan en la sociedad”.(p. 17).6
Este Altazor será quien una tarde coge su paracaídas “la única rosa perfumada de la atmósfera, la rosa de la muerte” (Prefacio, 735)7 y, acomodado en los arneses bajo su amplio globo, inicia ese solitario y angustioso descenso “de sueño en sueño por los espacios de la muerte”(Prefacio, 731). Nos contará de su nacimiento “a los treinta y tres años, el día de la muerte de Cristo” (Prefacio, 731); de su padre, quien “era ciego y sus manos más admirables que la noche” (Prefacio, 731); de su madre sin igual quien, entre otras cosas, “hablaba como la aurora y como los dirigibles que van a caer” y “bordaba lágrimas desiertas en los primeros arcoíris” (Prefacio, 731). Luego dará cuenta de sus primeros encuentros; el con ese pájaro que se bebe las gotas de rocío de sus cabellos, le lanza tres miradas y media, y se aleja diciéndole “Adiós” mientras agita “su pañuelo soberbio” (Prefacio, 731). También con el que sostiene un “precioso aeroplano, lleno de escamas y caracoles” (Prefacio, 731), ese que busca “un rincón del cielo para guarecerse de la lluvia” (Prefacio, 731); y, por último, con ese que no se ve, pero con el que se tiene un contacto potente, auditivo, para ser testigos del encuentro con el “Creador, sin nombre, que es un simple hueco en el vacío, hermoso como un ombligo” (Prefacio, 731).
La voz del Creador recitará al viajero la narración de los pasos de su creación: la del mar con sus olas que “irán siempre pegadas como los sellos a las tarjetas postales” (Prefacio,732); a la de la luz que permitirá “coser los días uno a uno” (Prefacio, 732); el advenimiento tanto de la tierra con su geografía de relieves como al otro que se inscribe en “las líneas de la mano” (Prefacio, 732). Y, entonces, fruto de la sed “(a causa de la hidrografía)” (732), esa voz del Creador evocará la necesidad que tuvo de beber cognac (que no agua ni vulgar bebestible) para saciar su sed, y contará de su creación de “la boca y los labios de la boca para aprisionar las sonrisas inequívocas y los dientes de la boca para vigilar las groserías que nos vienen de la boca” (Prefacio, 732). De ahí, y sin mediar un paso, dará cuenta del alumbramiento de “la lengua de la boca”, esa que por desgracia, “desviaron de su rol, haciéndola aprender a hablar… a ella, ella, la bella nadadora, desviada para siempre de su rol acuático y puramente acariciador” (Prefacio, 732). Y será en el marco de esta puesta en escena, después de todo lo anteriormente descrito, que su “paracaídas empieza a caer vertiginosamente, [pues] tal es la fuerza de atracción de la muerte y del sepulcro abierto” (Prefacio, 732).
Enfrentada a este ejercicio escritural, con una rica historia de lecturas previas, podría agregar en esta ocasión que percibo en el Altazor de Vicente Huidobro, tomando como hilo conductor esta desnaturalización de la lengua en su función primaria, y su forzamiento hacia otras funciones ya no tan gratuitas y gozosas, un monumental lamento sobre la pérdida de ese paraíso original de la sagrada materia, que derivará en una alucinada y radical conciencia del límite, (“Con dolor de límites constantes y vergüenza de ángel estropeado”, dirá Altazor en el Canto I, 742), de los límites de lo humano y cuasi divinos en su autopercepción, fijados desde el nacimiento a través del epítome de todos los límites, la conciencia de la muerte,