Lecturas de poesía chilena. María Inés Zaldívar Ovalle

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Lecturas de poesía chilena - María Inés Zaldívar Ovalle

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yo, del ser que se disuelve en un vacío del abajo que conduce a la nada. Sin embargo, podría percibirse desde la mirada de ese abajo, desde su contracara, aquella que recibe la caída, que quizás este tránsito desde el ser a la nada, podría inaugurar una nueva entrada (al parecer no percibida por el descendente) que no se define en términos espaciotemporales, una que conduce hacia un estado de conciencia ininteligible desde la humanidad, como al parecer William Blake avizoró.12 Si quisiéramos considerar la existencia de un nuevo estado de cosas si se abrieran esas puertas de la percepción, quién sabe a qué entrada fascinante y aterradora nos conducirían. En todo caso, en Altazor sí está inscrita desde el inicio una leve esperanza, quien sabe si amortiguadora del golpe, que alienta a atreverse a caer hacia abajo y hacia adentro, en busca de “una luz sin noche”:

      Déjate caer sin parar tu caída sin miedo al fondo de la sombra

      sin miedo al enigma de ti mismo

      Acaso encuentres una luz sin noche

      Perdida en las grietas de los precipicios. (Canto I, 737)

      Gabriela Mistral y sus “locas mujeres” del Siglo XX13

      Sabemos que extensa ha sido, es y seguirá siendo la crítica acerca de la obra de Gabriela Mistral. Años atrás esta se dedicó, por largo tiempo, diría que más bien a dificultar la comprensión de su obra a través de parciales juicios en los que se destacaban su trágico amor, su maternidad frustrada y sublimada a través de los niños ajenos, su labor docente como maestra ejemplar. Críticos tales como el chileno Virgilio Figueroa, con su libro La divina Gabriela14, la puertorriqueña Margot Arce15, y el ecuatoriano Benjamín Carrión, quien escribió un conjunto de ensayos los que tituló, literalmente, Santa Gabriela16, entre otros, configuraron un perfil de la autora bondadoso, afectivo y emocional —“políticamente correcto” diríamos hoy en día—, marcado por el dolor sufrido con estoicismo, la entrega desinteresada, la dulzura y la ternura frente a los más débiles dando, por muchos años, una pauta de lectura de su obra idealizada y bastante parcial. Este énfasis en rasgos positivos históricamente considerados como la esencia de los valores “femeninos”, hacía de contrapeso a aquella otra crítica que, no sabiendo cómo asimilar el torrente creativo de Mistral, afirmaban que su calidad poética se debía a que escribía como un hombre. Para corroborar esta afirmación baste solo un ejemplo: En Selva lírica17, la extensa antología de poetas chilenos realizada por Julio Molina Núñez y Juan Agustín Araya y publicada originalmente en 1917, se habla elogiosamente de su poesía en el siguiente tenor: “Es una digna continuadora de la labor de aquella extraña artista que en “Los cálices vacíos” [se está refiriendo a la uruguaya Delmira Agustini] depositó, con ingenio de gracias varoniles (…). La poesía de Gabriela Mistral es nerviosa y firme. No hay en ella vagidos temerosos, sensiblerías mujeriles ni actitudes hieráticas. Surge de sus robustos poros la sabia torrentosa de ideas macizas y profundas, reveladoras de las fuertes pasiones que encierra”, para luego afirmar más adelante: “«Los sonetos de la muerte» (Flor Natural en los Juegos Florales de Santiago) son un grito obsesor de pasión y de dolor, de venganza y piedad, arrancado como la venda de la herida sangrante, a su joven alma de artista, que vació en viriles versos acerados sus más puros sentimientos de nobleza” (156). Y aunque se alaba su poesía y se afirma que “no hemos visto aún alzarse una poetisa de igual fuste o que pueda hacerle sombra”, (157) en la biografía que se hace a otra gran poeta, Winétt de Rokha —que en esos tiempos se hacía llamar Juana Inés de la Cruz—, se dice literalmente: “Gabriela Mistral, ya consagrada, posee un estilo varonil; Juana Inés de la Cruz, incipiente aún, es intensamente femenina”. (437) Más claro echarle agua, Gabriela Mistral es buena porque no posee “sensiblerías mujeriles” sino por el contrario escribe “viriles versos acerados”, que surgen de sus “robustos poros”.

      Lo cierto es que la obra de Mistral no pasó y no ha pasado nunca desapercibida. Desde el año 1917 a la fecha ha sido ampliamente estudiada por innumerables críticos y estudiosos. Lo que sí me parece interesante consignar, es que a partir de fines de los años ochenta (coincidiendo con el centenario de su nacimiento), el estudio de su obra ha buscado, más que recriminar cierta voz poética o ensalzar virtudes personales, dar cuenta de los diversos pliegues y fisuras, ambigüedades y complejidad que presenta este rico e inabarcable mundo que conforma la creación mistraliana. Es así como de sus temáticas relacionadas con el amor, la naturaleza, la muerte, lo religioso, lo social, la educación, la mujer, lo indígena, la maternidad, etc, se han hecho numerosas y diversas lecturas que están abriendo posibilidades de sentido cada vez mayores.

      En esta ocasión me interesa reflexionar sobre el tema de la mujer y la locura, a través de secciones específicas que Mistral establece dentro de sus poemarios. Para ello se hace indispensable, en primer lugar, alguna referencia acerca de qué vamos a entender por locura en este contexto mistraliano, y para ello me parece pertinente acudir a la reflexión que hace el crítico Grínor Rojo acerca del tema. Cito:

      Yo tengo la impresión de que las tesis adelantadas por Foucault a principios de los años sesenta, hicieron posible el ensayo de un modo particularmente iluminador de concebir la relación entre la locura y lo femenino. Como señalaba anteriormente, Freud hasta cierto punto y Simone de Beauvoir abiertamente, habían identificado desde hacía mucho tiempo el espacio de lo femenino como el producto de una construcción cultural. Si el planteamiento de Foucault sobre la índole también cultural de la locura resultaba ser por otro lado sostenible, entonces era fácil promover un acercamiento entre ambos términos y afirmar así que la relación entre lo femenino y la demencia no era solo el producto de la victimización de la mujer en un mundo genéricamente injusto, sino algo más complejo y profundo. La ecuación entre locura y femineidad devenía al cabo en un caso particular de la ecuación general entre diferencia y locura. Si el loco era el otro del orden simbólico en sentido amplio, la mujer era el otro del orden genérico en sentido estricto. Las mujeres eran “locas” no por ser locas sino por ser “otras”. (347)18

      Esta vinculación de la mujer y la locura, tal como afirma Rojo, tiene larga y ancha data. Nombro solo dos ejemplos clásicos, Susan Sontag se refiere al tema en Bajo el signo de Saturno (1980) y Elaine Showalter afirma en varios de sus textos que existe una tradición cultural en Occidente que representa a la mujer vinculada estrechamente con la locura. ¿En qué consistiría básicamente, entonces, esta locura de la mujer? Pienso que podríamos definir dos aspectos, por una parte, acudiendo a Rojo, al simple pero complejísimo hecho de ser la otra en el sistema patriarcal y, derivado de esto mismo, en forma más específica, por ser otra en tanto cuerpo, es decir, por poseer un cuerpo que, al ser distinto al del hombre, se plantea como un misterio y por lo tanto con conductas inexplicables, léase, enfermas, reléase, locas. Showalter afirma que dentro de la historia de la modernidad, la locura ha sido interpretada como si se tratara de una enfermedad femenina. Para ello pone como ejemplo que a los médicos victorianos ingleses, que dudaban seriamente de la estabilidad del aparato reproductivo femenino “les parecía una maravilla que una mujer pudiese tener esperanzas de vivir completa salud mental”.19 Así las cosas, las enfermedades mentales, partiendo por la famosa “histeria” freudiana y otros variados males según la época, han sido y son rótulos para explicarse, sin explicación, conductas de muchas mujeres que no se ajustan al modelo social de turno.

      Para darle curso al tema de la mujer y la locura, veamos cómo se ha hilvanado esta temática a través de las secciones específicas que Mistral establece dentro de sus poemarios. Ya que en el libro Ternura, 1924, aparece una breve sección que lleva por título “La desvariadora”, curiosamente situada entre las partes denominadas Rondas y Jugarretas; luego en Tala (1938) también tenemos “Alucinación” y una serie de poemas bajo el nombre de “Historias de locas”, pero es en Lagar de 1954 donde junto a una brevísima sección —“Desvarío”— de dos poemas, “El reparto” y “Encargo a Blanca”, se presenta otra más extensa bajo el título de “Locas mujeres” que

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