Lecturas de poesía chilena. María Inés Zaldívar Ovalle
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(Reconozco ese ruido desde lejos)
Cuando las barcas zozobran y el río arrastra troncos de árbol
Eres una lámpara de carne en la tormenta
Con los cabellos a todo viento
Tus cabellos donde el sol va a buscar sus mejores sueños
Mi alegría es mirarte solitaria en el diván del mundo
Como la mano de una princesa soñolienta
Con tus ojos que evocan un piano de olores
Una bebida de paroxismos
Una flor que está dejando de perfumar
Tus ojos hipnotizan la soledad
Como la rueda que sigue girando después de la catástrofe
(Canto II, 761-762)
[…]
Nada se compara a esa leyenda de semillas que deja tu presencia
A esa voz que busca un astro muerto que volver a la vida
Tu voz hace un imperio en el espacio
Y esa mano que se levanta en ti como si fuera a colgar soles en el aire
Y ese mirar que escribe mundos en el infinito
Y esa cabeza que se dobla para escuchar un murmullo en la eternidad
Y ese pie que es la fiesta de los caminos encadenados
Y esos párpados donde vienen a vararse las centellas del éter
Y ese beso que hincha la proa de tus labios
Y esa sonrisa como un estandarte al frente de tu vida
Y ese secreto que dirige las mareas de tu pecho
Dormido a la sombra de tus senos
Si tú murieras
Las estrellas a pesar de su lámpara encendida
Perderían el camino
¿Qué sería del universo? (Canto II, 762-763)
En Altazor presenciamos el drama de esa Palabra que quisiera ser Lengua, y que es manipulada por las manos de ese pequeño dios aunque sabe y reconoce con dolorosa conciencia que solo:
Manicura de la lengua es el poeta
Mas no el mago que apaga y enciende
Palabras estelares y cerezas de adioses vagabundos
Muy lejos de las manos de la tierra
Y todo lo que se dice es por él inventado
Cosas que pasan fuera del mundo cotidiano
Matemos al poeta que nos tiene saturados (Canto III, 766)
De una u otra manera, en el texto presenciamos la fatalidad de ese dolor conocido, que tan bien había cantado Rubén Darío veintiséis años atrás, “pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,/ ni mayor pesadumbre que la vida consciente”, mientras son “Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,/ y más la piedra dura porque esa ya no siente”10. Estamos pues frente a la lucidez que supone la vida consciente y al desgarro que acarrea el develamiento de la fragilidad de este constructor y todos los constructores y constructoras de universos verbales. Su fragilidad y su grandeza radican en que, aunque la palabra poética puede nombrarlo todo, representarlo todo, esta no podrá nunca ser otra cosa de lo que es, una posible representación, un reflejo más del espejo, otro eslabón más de esta cadena de desplazamientos del significante, como diría Derridá. Y, más que debido a la pericia o impericia del creador, la flaqueza e imposibilidad de esa vuelta a la fusión original, proviene de que la palabra poética, esa que sigue “cultivando en el cerebro las tierras del error”, y que permanecerá, “sin que se derrumben las vigas del cerebro”(Canto I, 741), está en las afueras, dentro de su sellada e inexpugnable materialidad. Estaremos resignados, entonces, a movernos en un universo “Lleno de zafiros probables/ De manos de sonámbulos/ De entierros aéreos/ Conmovedores como el sueño de los enanos” (Canto V, 782).
La palabra poética podrá nombrar las cerezas más fragantes, sabrosas y coloridas, pero solo alcanzará a hacerle guiños, quizás a acariciarlas mentalmente, con suerte a fundirse con su sabor, olor y materialidad, fruto de la maestría con que el pequeño dios las representa sobre la página, pero luego de ese instante de arrobo mental, surgirá el hambre de su dulzura que solo se saciaría con el mordisco y la pulpa dentro de la boca. Así, como el desanudamiento de los cuerpos enamorados, palabra y objeto o sujeto representado, volverán a su indivisible individualidad, a su redil, a su porción material intransferible, ya que aunque “Tus ojos [que] hipnotizan la soledad” pueden ser bellamente escritos “como rueda que sigue girando después de la catástrofe”, nunca podrán sonreír o llorar con saliva o lágrimas saladas.
Esta caída de Altazor dibuja el intento a través de la palabra de una entrada o una salida a la materia, expresada en los progenitores, la mujer, la modernidad y sus innumerables aparatos, en las creencias que se niegan y sin embargo se nombran con insistencia casi como letanías, como paracaídas auxiliares frente al abismo de la nada. Y se suma pienso yo, el drama supremo, el de estar expuesto, señalado, frente al todo, irremediablemente indefenso por estas afueras —“siento un telescopio que me apunta como un revolver (Canto I, 736)”—, y no poder salirse de sí mismo para mirarse, dimensionarse, poseerse, protegerse y amarse eternamente. En este marco resuenan formidables las palabras de Altazor desafiando a la muerte: “Muera la muerte infiltrada de rapsodias langurosas” (Canto I, 742), como lo hiciera siglos y siglos atrás Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita, en su Libro del buen amor (1330-1343), frente a la muerte de su indispensable Urraca:
¡Ay Muerte! ¡Muerta seas, muerta, e mal andante!
Mataste a mi vieja, ¡matases a mí ante!
Enemiga del mundo, que non as semejante,
de tu memoria amarga non sé quien non se espante.11
Percibo en todo el texto de Altazor una búsqueda radical hacia estadios crecientes de conciencia para asimilar y poseer, sin mediación, el sabor de esa inaccesible realidad. Esta conciencia de desconexión produce en el cayente una desubicación espacial y temporal del lugar y la hora en que se habita; produce vértigo frente a lo silencioso y reprimido, y pánico frente a la pérdida del control, a la locura que no es otra cosa, pienso yo, que la ruptura del cordón umbilical que nos conecta con el ser. Así las cosas, se da en el poema huidobriano la siguiente paradoja: la palabra, que es el arma, la materia prima, la riqueza, el oro, la divisa con mayor plusvalía en el mercado del creador, puede a su vez convertirse en su prisión, en su castigo, en su cepo. Esta afirmación me mueve a pensar que este poema está problematizando la afirmación que recorre nuestra poesía y la poesía en general, en el sentido de que esta salva la existencia, de que se está vivo porque se escribe como dijo Enrique Lihn, o que salva de morir como un perro, al decir de Manuel Silva Acevedo, pero entrar en esa materia ameritaría una reflexión mayor, que queda pendiente.
Quisiera