Lecturas de poesía chilena. María Inés Zaldívar Ovalle
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Junto a la temática del doble y del sueño y la vigilia, de una u otra manera la imagen del fuego es otro motivo que está presente en varias de las locas mujeres de la Mistral. Sabemos que tanto o más que los motivos anteriores, la imagen del fuego ha tenido y tiene en nuestra cultura, partiendo por su presencia en todas nuestras mitologías prehispánicas, una carga simbólica ineludible que va desde ser el motor que purifica, regenera y mantiene vivo el hogar, hasta el terrible castigo en el más allá.
Desde los chinos y su tablilla roja Chang que simboliza el fuego y es usada en los ritos solares, los jeroglíficos egipcios y su llama asociada a la salud y al calor del cuerpo, Heráclito que lo representa como agente de cambio, transformación y purificación al igual que en los Puranas de la India y en el Apocalipsis de San Juan, el fuego tiene tanto que ver con una dimensión animal, corporal, como con una fuerza espiritual. En otras palabras: el eje fuego-tierra y el eje fuego-aire. Gastón Bachelard nos recuerda a los alquimistas que afirman: “el fuego es un elemento que actúa en el centro de toda cosa” como un factor de unificación y de fijación. (Cirlot 216)
Y como veíamos en el poema “La otra” la presencia de lo ígneo, del calor abrasador que acompaña a la antagonista y a todo lo que la rodea, puede apreciarse también el fuego, aunque de diferente manera en “La humillada”. En este poema el sujeto de la enunciación se aleja y es un otro u otra que observa desde fuera y declara: “Un pobre amor humillado/ arde en la casa que miro”. A partir de esta afirmación el poema presenta contradicción y ambigüedad, pues es tanto la materialidad de la casa y el cuerpo de la mujer, como el espacio que contienen sus paredes y los sentimientos de ella, los que se queman. Se podría decir que la casa y la mujer se (con)funden y conforma un ente híbrido, fruto del desplazamiento de la materialidad de la casa a la mujer, y de los sentimientos de ella hacia el lugar que la cobija. Frente al poder devastador de las llamas son la misma cosa, pero mientras la construcción, inmóvil, es arrasada por las llamas, pues se lleva “todo cuanto es vivo” ya que “no se rinde ese fuego,/ de clavos altos y fijos”, en la mujer existen sentimientos encontrados: conciencia de ser humillada y arrestos de dignidad que la mantienen alerta:
Junto con otros sueños,
el sueño suyo Dios hizo
y ella no quiere dormir
de aquel sueño recibido.
Pero la llama quemante se extiende y se apodera de todo, lo que es consignado por el hablante como algo positivo: “Mejor que caiga su casa/ para que ella haga camino/ y que marche hasta rodar/ en el pastal o los trigos”. Aún así el desenlace es incierto, pues aunque podría convertirse en fuego purificador y otorgarle una posible liberación: “ella no da su pecho/ ni el brazo al fuego extendido” sin embargo, a pesar de su rebeldía, este “ya la alcanza y la cubre/ tomándola para él mismo!”. (192) La hablante del poema percibe el dilema que vive la mujer observada: hacerse dueña del fuego como Prometeo o bien lanzarse y entregarse a él como Empédocles.
El poema “La fervorosa”, en cambio, es un texto enunciado en primera persona en el que la hablante se refiere a sí misma en los siguientes términos: “En todos los lugares he encendido/ con mi brazo y mi aliento el viejo fuego”. (189) Aquí no hay dudas ni reticencias: se toma el fuego como Prometeo y, como se lee en los versos finales, se entrega decidida a sus llamas como Empédocles. A saber. Ese viejo fuego original, purificador, que “Costó, sin viento, prenderlo, atizarlo” (…) pero que “ya sube en cerrada columna/ recta, viva, leal y en gran silencio”, (190) es aquí un bien, un aliado plenamente querido. Al igual como el Arcipreste de Hita en el Libro del Buen Amor afirma que nació bajo el signo de Venus y es por ello que no puede resistirse frente a las damas, la fervorosa se pregunta acerca de su signo de original:
Cruzarían los hombres con antorchas
mi aldea, cuando fue mi nacimiento
o mi madre se iría por las cuestas
encendiendo las matas por el cuello.
Espino, algarrobillo y zarza negra,
sobre mi único Valle están ardiendo,
soltando sus torcidas salamandras,
aventando fragancias cerro a cerro. (190)
Se pregunta si habrá nacido bajo el signo del fuego porque vive encendida e incendiada, hecha una hoguera, vaya a donde vaya y no sabe si “(lo llevo o si él me lleva;/ pero sé que me llamo su alimento,/ y me sé que le sirvo y no le falto/ y no lo doy a los titiriteros)” (190). Este yo fingido en el poema, al igual como afirma Bachelard, “para referir el valor humano del fuego es necesario, parece, hablar un lenguaje diferente del de la utilidad. Es preciso comunicarlo en una suerte de infralenguaje por los valores de la vida caliente. Nuestros órganos son hornos. Todo un lenguaje de fiebres da la medida de nuestros instintos.”(143)21
Es así como el motivo del fuego y todas sus posibles connotaciones como pasión, ardor, entusiasmo, intensidad, impetuosidad, vehemencia, devoción, iluminación, me llevan a considerar un último tema de locas mujeres que, aunque su formulación es menos explícita en los poemas, percibo es la matriz central que articula y perfila la identidad de la locura de estas mujeres mistralianas. Me refiero a la actividad creadora, a la imperiosa necesidad de ser fiel a la creación, al poetizar como un verdadero llamado pasional a través de un infralenguaje que exprese los valores de la vida caliente, como diría Bachelard.
Según Susana Münnich, ampliando mucho más el círculo, el tema de la vocación poética sería el elemento que da unidad a toda la obra poética mistraliana, la que ha sido muchas veces considerada fragmentaria por la crítica. En su defecto ella plantea que:
Desde el mismo principio, desde Desolación en adelante, percibimos en los poemas de Gabriela Mistral una unidad de sentido, algo que podríamos llamar su modelo, y a la cual tentativamente denominaremos ‘mujer poeta’. Estos textos originan una voz que presupone una sujeto poética que ha escogido, con dolor, con renuncia, pero sin vacilaciones, una línea de vida. Y en el conjunto de la obra poética mistraliana es visible el esfuerzo por guardar fidelidad a esa opción que se eligió. A pesar de la variedad de temas mistralianos, en que encontramos poemas a la naturaleza, al amor, a la maternidad, rondas, jugarretas, recados, nos parece que todos ellos se organizan en torno a este modelo. (146, 147)22
Por otra parte, Santiago Daydí-Tolson considera que en el discurso lírico de la Mistral existe una voluntad de autogenerarse en la voz lírica, de crearse a sí misma como persona literaria, y que las tres “identificaciones básicas” serían las de madre, maestra y poeta, y que todas ellas se darían tan ligadas que finalmente conseguirían un solo perfil con diversas aristas.23 Lo cierto es que dentro de estas Locas mujeres, “La bailarina”, podría considerarse como un ars poética, un manifiesto, un texto eminentemente metatextual donde la hablante, en su danzar, después de perderlo todo, despojada de nombre, de raza, de credo y desnuda, con su cuerpo y sobre el escenario, está escribiendo el oficio de la poeta y los costos que debe pagar por ser fiel a su destino. La danza/ escritura, es una opción personal que eligió, pues “El nombre no le den de su bautismo./ Se soltó de su casta y de su carne/ sumió la canturia de su sangre/ y la balada de su adolescencia”. (186) Una opción que no es fácil ni segura, pues supone alegría y sufrimiento, encuentro y pérdida.
Por mi lado, comparto la idea de Münnich