La luna sobre el Soho. Ben Aaronovitch

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La luna sobre el Soho - Ben  Aaronovitch Ríos de Londres

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      No fuimos directamente a la orilla. Lesley me llevó por la parte trasera de Oyster Tank Road y atravesamos un aparcamiento cubierto de hierba en el que había unas filas de barcos situados sobre sus remolques. El viento fresco del mar gimió a través de los aparejos e hizo que los accesorios metálicos chocaran y emitieran un ruido seco, como si fueran cencerros. Cogidos de la mano, pasamos con cuidado a través de los barcos y terminamos en una explanada abierta de hormigón. A un lado, los escalones de cemento daban a una playa esculpida en pequeñas franjas junto a los rompeolas podridos; al otro, había una fila de casetas de colores brillantes. La mayoría tenían la puerta cerrada a cal y canto, aunque vi a una familia decidida a alargar el verano tanto como pudieran: los padres bebían té en el porche de la entrada mientras los niños jugaban con un balón de fútbol en la playa.

      Entre el final de las casetas de playa y la piscina al aire libre había una franja de césped y un búnker en el que por fin nos sentamos. Construido en los años treinta, cuando la gente tenía unas expectativas realistas sobre el clima político británico, estaba hecho de ladrillo y era lo bastante sólido como para servir de trampa para tanques. Nos sentamos, resguardados del viento, en el banco que recorría la parte trasera del hueco. Habían decorado el interior con un mural del paseo marítimo: el cielo azul, las nubes blancas, las velas rojas. Un gilipollas redomado había hecho un grafiti con las letras bmx a lo largo del cielo y había una lista con nombres pintados de forma vulgar en la pared lateral: brooke t., emily b. y lesley m. Estaban justo en el sitio donde podía pintar un adolescente aburrido y despatarrado en la esquina del banco. No hacía falta ser poli para darse cuenta de que este era el sitio al que venían los chavales de Brightlingsea a pasar el rato en ese duro periodo comprendido entre la edad de responsabilidad penal y la edad legal para beber.

      Lesley sacó un iPad de imitación del bolso y lo encendió. Alguien de su familia debía de saber de ordenadores, sabía que no había sido Lesley, porque habían instalado un sintetizador de voz. Lesley escribió con el teclado y el iPad habló. Era un modelo básico con un acento estadounidense que la hacía sonar como un surfista autista, pero al menos podíamos mantener una conversación más o menos normal.

      No perdió el tiempo hablando de cosas insulsas.

      —¿Puede arreglarse la magia? —preguntó.

      —Pensaba que el doctor Walid te lo había aclarado.

      Temía que me hiciera esa pregunta.

      —Quiero decir tú —añadió.

      —¿Cómo?

      Lesley se inclinó sobre el iPad y trasteo a propósito la pantalla con el dedo. Tecleó varias frases sueltas antes de darle a intro.

      —Quiero que me lo digas tú —dijo el iPad.

      —¿Por qué?

      —Porque confío en ti.

      Tomé aire. Un par de jubilados pasaron veloces por delante del búnker en sus scooters de movilidad reducida.

      —Por lo que sé, la magia funciona dentro del marco de las mismas leyes de la física que todo lo demás —respondí.

      —Lo que hace la magia —dijo el iPad— puede deshacerlo la magia.

      —Si te quemas la mano con fuego o electricidad, sigue siendo una quemadura: la curas con vendas, cremas y cosas así. No utilizas más electricidad o más fuego. A ti te desfiguró la piel y los músculos de la cara un puto espíritu malévolo. Tu mandíbula estaba machacada y todo se sostenía en su sitio gracias a la magia. Cuando eso se agotó, se te cayó la cara, tu preciosa cara. Yo estaba allí, vi cómo pasó, no pude hacer nada. No puedes hacer que desaparezca con desearlo —dije.

      —¿Lo sabes todo? —preguntó el iPad.

      —No —respondí—. Y no creo que Nightingale lo sepa tampoco.

      Se quedó sentada durante un buen rato en silencio, sin moverse. Quería rodearla con el brazo, pero no sabía cómo reaccionaría. Estaba a punto de extenderlo cuando asintió para sí misma y volvió a coger el iPad.

      —Enséñame —dijo el aparato.

      —Lesley…

      —Enséñame —golpeó el botón de repetición varias veces—. Enséñame, enséñame, enséñame…

      —Espera —dije, y alargué el brazo hacia el iPad, pero ella lo alejó de mi alcance—. Tengo que quitarle la batería o la magia se cargará los chips.

      Lesley le dio la vuelta al iPad, lo abrió y sacó la batería. Después de acabar con cinco teléfonos seguidos, había actualizado mi último Samsung con un hardware que lo protegía, pero eso significaba tener que sujetarlo con gomas. Lesley se estremeció cuando lo vio y resopló. Supuse que sería una risa.

      Moldeé en mi mente la forma apropiada, abrí la mano y creé una luz mágica no demasiado potente, pero sí lo bastante para que reflejara una luz pálida en las gafas de sol de Lesley, que dejó de reírse. Cerré la mano y la luz desapareció.

      Lesley se quedó mirando fijamente mi mano durante un instante y entonces hizo el mismo gesto, y lo repitió dos veces, despacio y de manera metódica. Como no ocurrió nada, levantó la vista hacia mí y supe que, por debajo de las gafas y de la bufanda, tenía el ceño fruncido.

      —No es fácil —dije—. Estuve practicando cuatro horas todas las mañanas durante un mes y medio antes de poder hacerlo y eso solo es lo primero que hay que aprender. ¿Te he hablado del latín, el griego…?

      Permanecimos sentados en silencio un segundo, entonces me dio un golpecito en el brazo, suspiré y creé otra luz mágica. Para entonces podía hacerlo incluso dormido. Copió mis gestos, pero no obtuvo ningún resultado. No bromeo cuando hablo del tiempo que supone aprenderlo.

      Los jubilados volvieron echando una carrera por la explanada. Apagué la luz, pero Lesley siguió intentándolo; los movimientos se volvían más impacientes con cada intento. Traté de soportarlo todo el tiempo que pude antes de agarrar su mano y hacerla parar.

      Poco después volvimos a su casa. Cuando llegamos al porche me dio unos golpecitos en el brazo, se metió dentro y me cerró la puerta en las narices. A través de la vidriera observé cómo su borrosa figura recorría rauda el pasillo y, entonces, desapareció.

      Estaba a punto de irme cuando la puerta se abrió y apareció el padre de Lesley.

      —Peter —dijo—. He pensado que podríamos tomarnos una taza de té. Hay un café en la calle principal.

      La vergüenza no es el punto fuerte de los hombres como Henry May, de manera que no sabía ocultarla.

      —Gracias —contesté—. Pero tengo que volver a Londres.

      —Bueno —respondió, y se acercó—. No quiere que la veas sin estar tapada.

      Movió las manos ligeramente hacia la casa.

      —Sabe que si entras tendrá que quitárselo todo y no quiere que la veas. Lo entiendes, ¿verdad?

      Asentí.

      —No quiere que veas lo grave que es.

      —¿Y

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