La luna sobre el Soho. Ben Aaronovitch
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Читать онлайн книгу La luna sobre el Soho - Ben Aaronovitch страница 4
—Solo quería que supieras que no te estábamos echando —añadió—. No te estábamos castigando ni nada por el estilo.
Pero sí que me estaban echando, de manera que me despedí, volví a subirme al Jaguar y conduje de vuelta a Londres.
Acababa de encontrar la forma de regresar a la A-12 cuando el doctor Walid me llamó para decirme que tenía un cuerpo que quería que examinase. Pisé a fondo el acelerador. Tenía trabajo y me sentía agradecido por ello.
***
Todos los hospitales en los que he estado tienen el mismo olor, ese tufillo a desinfectante, vómito y muerte. El Hospital Universitario estaba nuevecito, tenía menos de diez años de antigüedad, pero el olor ya empezaba a adherirse en los rebordes menos, irónicamente, en el sótano, donde guardaban los cadáveres. Ahí abajo la pintura de las paredes todavía estaba fresca y el linóleo azul claro seguía chirriando bajo los pies.
La entrada a la morgue se situaba en la mitad de un largo pasillo adornado con imágenes enmarcadas del viejo hospital de Middlesex. De aquellos tiempos en los que lo más avanzado de la ciencia era que los médicos se lavaran las manos entre paciente y paciente. Estaba protegida por un par de puertas cortafuegos, bloqueadas electrónicamente. De ellas colgaba un cartel que decía: acceso no autorizado - no entrar - solo personal forense. Otra señal me ordenaba presionar el timbre del interfono de la entrada, y así lo hice. El interlocutor graznó y, en el hipotético caso de que eso fuera una pregunta, yo contesté que el agente Peter Grant quería ver al doctor Walid. Volvió a graznar, esperé y el doctor Abdul Haqq Walid, gastroenterólogo mundialmente conocido, criptopatólogo y escocés en prácticas, abrió la puerta.
—Peter —me saludó—. ¿Cómo estaba Lesley?
—Supongo que bien —respondí.
Dentro de la morgue había prácticamente lo mismo que en el resto del hospital, pero menos personas quejándose sobre el estado del Servicio Nacional de Salud. El doctor Walid me acompañó hasta el control de seguridad situado en recepción y me presentó al cadáver de hoy.
—¿Quién es? —pregunté.
—Cyrus Wilkinson —respondió—. Se desplomó anteayer en un pub en Cambridge Circus; lo llevaron a urgencias en ambulancia, constataron su muerte al llegar y lo trajeron aquí para una autopsia rutinaria.
El pobre Cyrus Wilkinson no tenía muy mal aspecto, salvo por la incisión en forma de Y que lo dividía desde el pecho a la entrepierna. Afortunadamente, el doctor Walid había terminado de hurgar en sus entrañas y lo había cosido antes de que yo llegara. Era blanco y parecía tener unos cuarenta y pico años bien llevados; tenía un poco de barriga cervecera, pero aún tenía los brazos y las piernas algo definidos. Me dio la impresión de que era corredor.
—¿Y está aquí abajo porque…?
—Bueno, tiene indicios de gastritis, pancreatitis y cirrosis en el hígado —dijo el doctor.
Reconocí el último síntoma.
—¿Era alcohólico? —interrogué.
—Entre otras cosas —contestó el doctor Walid—. Tenía una anemia grave, y puede estar relacionada con sus problemas hepáticos, aunque yo la asociaría más a una deficiencia de B12.
Eché un vistazo al cadáver un instante.
—Tiene buen tono muscular —dije.
—Antes estaba en forma —respondió el doctor Walid—. Pero parece que, últimamente, se había descuidado.
—¿Drogas?
—Hice todas las pruebas rápidas y nada —contestó el doctor—. Los resultados de las muestras capilares no llegarán hasta dentro de un par de días.
—¿Cuál fue la causa de la muerte?
—Insuficiencia cardíaca —contestó el doctor Walid—. Encontré indicios de miocardiopatía dilatada. Esto sucede cuando el corazón se agranda y no puede desempeñar correctamente sus funciones. Aunque creo que lo que anoche lo fulminó fue un infarto de miocardio.
Otro término que reconocía de las clases de «Qué hacer si tu sospechoso se arrodilla estando detenido» a las que había asistido en Hendon. En otras palabras: un ataque al corazón.
—¿Por causas naturales? —pregunté.
—Aparentemente, sí —dijo el doctor—. Pero, realmente, no estaba tan enfermo como para caerse muerto de la manera en que lo hizo. La gente no se muere de repente a todas horas.
—¿Entonces cómo sabes que es uno de los nuestros?
El doctor Walid le dio unos golpecitos al cadáver en el hombro y me guiñó un ojo.
—Vas a tener que acercarte para averiguarlo.
La verdad es que no me gusta acercarme a los cadáveres, ni siquiera a los que son tan modestos como Cyrus Wilkinson, por lo que le pedí al doctor Walid una mascarilla y unos protectores oculares. Cuando no hubo ningún riesgo de que pudiera tocar el cadáver por accidente, me incliné con cuidado hasta estar pegado a su cara.
Un vestigium es la huella que deja la magia en los objetos físicos y alberga un gran parecido a una marca sensorial. Como el recuerdo de un olor o de un sonido que has escuchado alguna vez. Probablemente, lo habrás sentido un centenar de veces al día, pero se entremezcla con los recuerdos, las fantasías e incluso con los olores percibidos o los sonidos que escuchas ahora. Algunos objetos, como por ejemplo las piedras, absorben todo lo que les rodea, aunque apenas contenga magia. Esto es lo que le da a una casa antigua su carácter. Otras cosas, como el cuerpo humano, son terribles para preservar los vestigia, que es el equivalente mágico de una granada que estalla y deja huella en cualquier parte de un cadáver.
Por eso me sorprendí un poco cuando oí que el cuerpo de Cyrus Wilkinson estaba tocando un solo de saxofón. La melodía fluía en un tiempo en el que todas las radios estaban hechas de baquelita y cristal soplado. Con ella llegaba el olor a madera rota y polvo de cemento de un astillero. Permanecí ahí el tiempo suficiente para asegurarme de que podía identificar la melodía y, después, me alejé.
—¿Cómo te has dado cuenta? —pregunté.
—Compruebo todas las muertes súbitas —respondió el doctor—. Por si acaso. Me pareció que sonaba a jazz.
—¿Has identificado la melodía?
—No, a mí me va más el rock progresivo y los románticos del siglo xix —dijo el doctor—. ¿Y tú?
—Body and Soul —respondí—. Es de los años treinta.
—¿Quién la interpretaba?
—Más o menos todo el mundo —dije—. Es uno de los grandes clásicos del jazz.
—No se puede morir a causa del jazz, ¿verdad?
Pensé en Fats Navarro, en Billie Holiday y en Charlie Parker, al que el forense confundió, cuando murió, con un hombre que tenía dos veces su edad real.