La luna sobre el Soho. Ben Aaronovitch
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Читать онлайн книгу La luna sobre el Soho - Ben Aaronovitch страница 8
—Estoy hecho polvo, me voy directo a la cama —dije.
Molly miró a Toby y después a mí.
—He estado trabajando todo el día —añadí.
Molly me ofreció la inclinación de cabeza que significa: «Me da igual, si no sacas a la cosita apestosa a pasear serás tú el que limpie lo que ensucie».
Toby dejó de ladrar el tiempo suficiente como para lanzarme una mirada esperanzadora.
—¿Dónde está su correa? —suspiré.
2. The Spice of Life
La gente, en general, tiene una visión distorsionada de la velocidad a la que avanza una investigación. Les gusta imaginarse conversaciones tensas detrás de unas persianas venecianas, entre detectives sin afeitar, pero rudamente atractivos, que se matan a trabajar y presentan una gran devoción hacia la botella y la ruptura matrimonial. La verdad es que, al terminar el día, a no ser que hayas dado con alguna clase de pista significativa, te marchas a casa y te pones a hacer las cosas que realmente importan en la vida: como beber, dormir y, si eres afortunado, tener una relación con la persona del género y orientación sexual que desees. Y yo hubiera estado haciendo al menos una de esas cosas a la mañana siguiente, si no hubiese sido el maldito último aprendiz de mago que quedaba en Inglaterra. Lo que significa que me pasaba todo mi tiempo libre aprendiendo teoría, estudiando lenguas muertas y leyendo libros como Ensayos sobre la metafísica de John «nunca-encontró-ninguna-palabra-polisílaba-que-no-le-gustara» Cartwright. Y aprendiendo magia, por supuesto, que es lo que hace que todo esto merezca la pena.
Esto es un hechizo: Lux iactus scindere. Puedes decirlo en voz baja, a voces, con convicción, o en medio de una tormenta mientras adoptas una pose dramática… No ocurrirá nada, porque las palabras solo son términos para la forma que preparáis en vuestra cabeza; lux es para crear la luz y scindere para dejarla fija. Si realizas este hechizo correctamente, se genera una fuente de luz inamovible en algún sitio. Pero si lo haces mal, el fuego puede producir un agujero en una mesa de laboratorio.
—¿Sabes? —dijo Nightingale—, creo que nunca había visto eso.
Terminé de rociar el banco con el extintor de CO2 y me agaché para ver si el suelo que había debajo de la mesa seguía estando intacto. Se veía una quemadura, pero, por suerte, no había ningún cráter.
—Se me sigue resistiendo.
Nightingale se levantó de su silla de ruedas y echó un vistazo. Se movió con cuidado apoyándose en su lado derecho. Si aún tenía alguna venda en el hombro, la llevaba oculta por debajo de su camisa almidonada color lila que había estado de moda durante la crisis por la abdicación de Eduardo VIII. Molly lo alimentaba afanosamente, pero a mí me parecía que seguía estando pálido y delgado. Me pilló mientras le observaba.
—Me gustaría que Molly y tú dejarais de mirarme así. Me estoy recuperando bien. Ya me habían disparado antes, así que sé de lo que hablo.
—¿Debería volver a intentarlo?
—No —respondió Nightingale—. Es obvio que el problema está en el scindere. Creo que avanzaste con él demasiado rápido. Mañana empezaremos a aprender esa forma de nuevo y entonces, cuando esté convencido de que lo controlas, volveremos al hechizo.
—Genial —dije.
—Esto no es inusual —su tono de voz era silencioso y reconfortante—. Tienes que asimilar bien las bases de esta destreza o todo lo que construyas encima estará corrompido, por no decir inestable. No hay atajos en la magia, Peter. Si los hubiera, todo el mundo la haría.
«Probablemente la harían en Got Talent», pensé, pero no le digo estas cosas a Nightingale porque no tiene ningún sentido del humor con respecto a las artes y solo usa la tele para ver el rugby.
Adopté el gesto atento de un aprendiz responsable, pero no engañé a Nightingale.
—Háblame de tu músico muerto —dijo.
Le presenté los hechos e hice hincapié en la intensidad de los vestigia que el doctor Walid y yo sentimos alrededor del cuerpo.
—¿Las sintió él con tanta fuerza como tú? —preguntó Nightingale.
Me encogí de hombros.
—Son vestigia, jefe —contesté—. Eran lo suficientemente intensos como para que los dos escucháramos una melodía. Eso resulta sospechoso.
—Lo es —dijo mientras volvía a sentarse en la silla de ruedas con el ceño fruncido—. Pero ¿es un crimen?
—La ley solo indica que tienes que matar a alguien ilegalmente, en tiempos de paz, con premeditación. No especifica cómo hacerlo —esa mañana le había echado un vistazo al Manual policial de Blackstone antes de bajar a desayunar.
—Me gustaría ver a la acusación defendiendo ese argumento ante un jurado —dijo—. Para empezar, necesitarás probar que la magia lo asesinó y, después, descubrir quién fue capaz de hacerlo y de conseguir que pareciera una causa natural.
—¿Usted podría? —pregunté.
Nightingale tuvo que pensárselo.
—Eso creo —dijo—. Primero tendría que pasar bastante tiempo en la biblioteca. Sería un hechizo muy peligroso y es posible que la música que se escuchaba fuera la signare del practicante, su firma involuntaria, porque, al igual que los antiguos operarios del telégrafo podían identificarse unos a otros dependiendo de cómo teclearan, cada practicante realiza los hechizos con su estilo personal.
—¿Tengo yo una firma? —interrogué.
—Sí —contestó Nightingale—. Cuando practicas las cosas tienen la tendencia inquietante de salir ardiendo.
—Lo digo en serio, jefe.
—Es demasiado pronto para que tengas una signare, pero otro practicante sabría, sin lugar a duda, que eres mi aprendiz —dijo Nightingale—. Suponiendo que nunca hubiera visto mi trabajo, por supuesto.
—¿Hay más practicantes por ahí fuera? —pregunté.
Nightingale se movió en la silla de ruedas.
—Quedan algunos supervivientes de antes de la guerra —respondió—. Pero además de ellos, tú y yo somos los últimos magos que hemos aprendido de forma tradicional. O al menos tú lo serás si alguna vez logras concentrarte lo bastante como para que te enseñe.
—¿Podría haberlo hecho alguno de esos supervivientes?
—No si el jazz formaba parte de la signare.
Y, en consecuencia, probablemente tampoco habría sido ninguno de sus aprendices. Si es que los tenían.
—Si no fue alguno de tu pandilla…
—De nuestra pandilla —dijo Nightingale—. Hiciste un juramento, eso te convierte en