La luna sobre el Soho. Ben Aaronovitch

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La luna sobre el Soho - Ben  Aaronovitch Ríos de Londres

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por los explosivos, claro—aclaró mi padre—. En aquella época la gente todavía hablaba de que Bowlly había volado por los aires en Jermyn Street o de que el avión de Glenn Miller había desaparecido en el 44. ¿Sabías que era un auténtico comandante de la Fuerza Aérea de Estados Unidos? Hoy en día todavía aparece en las listas como desaparecido en combate.

      Pero ser joven y talentoso en los cincuenta significaba vivir en el umbral de los cambios.

      —La primera vez que escuché Body and Soul fue en el club Flamingo —dijo—. La tocó Ronnie Scott cuando aún estaba empezando a convertirse en Ronnie Scott. El club Flamingo, a finales de los cincuenta, era un imán para los pilotos negros que venían de Lakenheath y de otras bases estadounidenses.

      —Querían a nuestras mujeres —dijo—, y nosotros queríamos sus discos. Siempre tenían los más actuales. Éramos la pareja perfecta.

      Mi madre entró con la cena. Nuestra familia siempre se ha alimentado de dos cacerolas distintas: una para mi madre y otra, bastante menos picante, para mi padre, a quién también le gustan las rebanadas de pan blanco con mantequilla más que el arroz, lo que sería como llamar a voces a un problema cardíaco si no fuera porque está tan delgado como un palillo. Yo era un niño criado a base de dos cacerolas, tanto de arroz como de pan blanco, lo que explica mis rasgos cincelados y mi constitución varonil.

      La cacerola de mi madre llevaba hoja de yuca mientras que la de mi padre contenía cordero. Esa noche me decanté por el cordero porque nunca me ha gustado la hoja de yuca, sobre todo cuando mi madre la empapa con aceite de palma. Utiliza tanta pimienta que la sopa se le pone de color rojo, juro que es una cuestión de tiempo que a algún invitado a cenar le empiece a salir humo por las orejas de forma espontánea. Cenamos en la mesa de centro grande y acristalada que hay en medio del salón y que tiene una botella de plástico de Highland Spring en el centro. Había servilletas de papel rosas y colines envueltos en celofán que mi madre había robado de su último trabajo como limpiadora. Le unté un poco de mantequilla al pan para mi padre.

      Mientras comíamos pillé a mi madre mirándome.

      —¿Qué? —pregunté.

      —¿Por qué no sabes tocar como tu padre? —me preguntó.

      —Porque sé cantar como mi madre —respondí—. Pero, por suerte, sé cocinar como Jamie Oliver.

      Me dio con la mano en la pierna.

      —No eres tan corpulento, podría vencerte —me dijo.

      —Ya, pero soy mucho más rápido que antes —contesté.

      La verdad es que no recuerdo la última vez que me senté a comer con mi madre y mi padre, no al menos sin que media docena de familiares estuviera presente. Ni siquiera estoy seguro de que pasara muy a menudo cuando yo era pequeño. Siempre había alguna tía, algún tío o algún primo pequeño roba-LEGOS, no es que me sienta resentido en casa.

      Cuando saqué el tema, mi madre señaló que dicho primo roba-LEGOS acababa de empezar a estudiar una ingeniería en Sussex. «Genial», pensé, «así puede mangarle los LEGOS a otra persona». Señalé que me había convertido oficialmente en detective y que trabajaba para una rama secreta de Scotland Yard.

      —¿Y qué haces? —me preguntó.

      —Es confidencial, mamá —contesté—. Si te lo dijera tendría que matarte.

      —Hace magia —dijo mi padre.

      —No deberías esconderle nada a tu madre —comentó ella misma.

      —No crees en la magia, ¿verdad, mamá?

      —No deberías bromear con esas cosas —dijo—. La ciencia no tiene todas las respuestas, sabes.

      —Aunque sí que tiene las mejores preguntas —dije.

      —No estarás haciendo esas cosas de brujería, ¿verdad? —Se puso seria de repente—. Ya me preocupo suficiente por ti…

      —Te prometo que no me estoy juntando con ningún espíritu maligno ni con ninguna clase de entidad sobrenatural —dije.

      En particular porque la entidad sobrenatural con la que más me hubiera gustado juntarme vivía ahora mismo exiliada en la parte alta del río en la corte de Padre Támesis. Era una de esas relaciones trágicas: yo, un policía joven, y ella, la diosa de un río suburbano del sur de Londres… nunca funcionaría.

      Cuando terminamos, me ofrecí para fregar los platos. Mientras usaba la mitad de la botella de jabón líquido de marca blanca para quitar todo el aceite de palma, podía escuchar a mis padres hablando en la habitación de al lado. La televisión seguía apagada y mi madre no había hablado con nadie por teléfono en tres horas. Todo empezaba a parecerse un poco a Fringe. Cuando terminé, salí y me los encontré uno al lado del otro en el sofá cogidos de la mano. Les pregunté si querían más té, pero me respondieron que no y me dedicaron un par de sonrisas idénticas y algo distantes. Me quedé muy sorprendido cuando me di cuenta de que estaban deseando que me fuera para poder irse a la cama. Agarré mi abrigo con rapidez, le di un beso de despedida a mi madre y prácticamente salí corriendo de la casa. A los jóvenes no nos gusta pensar en ciertas cosas.

      Estaba en el ascensor cuando me llamó el doctor Walid.

      —¿Has visto mi correo electrónico? —preguntó.

      Le dije que había estado en casa de mis padres.

      —He estado cotejando la tasa de mortalidad de los músicos de jazz de Londres —dijo—. Vas a tener muchas ganas de echarle un vistazo tan pronto como puedas… Llámame mañana cuando lo hayas visto.

      —¿Hay algo que deba saber ahora mismo?

      Las puertas del ascensor se abrieron y salí al vestíbulo alicatado. La noche era lo suficiente cálida como para que un par de críos estuvieran holgazaneando junto al portal. Uno de ellos intentó mirarme mal, pero yo se la devolví y desvió la mirada. Como he dicho, es mi territorio. Además, yo solía ser ese niño.

      —Por las cifras que he obtenido, creo que en el último año dos de cada tres músicos de jazz han muerto en las siguientes veinticuatro horas después de haber dado un concierto en la región de Londres.

      —Entiendo que, según las estadísticas, ¿eso es algo significativo?

      —Está todo en el correo —dijo el doctor.

      Colgamos cuando yo ya estaba llegando al Asbo.

      «A la tecnocueva», pensé.

      ***

      La Locura, según Nightingale, está salvaguardada por un conjunto de protecciones mágicas conectadas. Las renovaron por última vez en 1940, para permitir que Correos pudiera hacer funcionar un cable telefónico coaxial, que por aquel entonces era una tecnología vanguardista, hacia el edificio principal e instalar una centralita moderna. Las había descubierto bajo una sábana en un rincón del vestíbulo principal: un bonito armario de cristal y madera de caoba con adornos de latón que estaba brillante gracias a la necesidad obsesiva que tenía Molly de limpiar.

      Nightingale dice que estas protecciones son imprescindibles, aunque nunca

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