La luna sobre el Soho. Ben Aaronovitch
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Por suerte, La Locura se había construido en estilo Regencia, en el que se puso de moda edificar un establo independiente detrás de la casa principal, de tal manera que los caballos y los sirvientes más apestosos vivieran en dirección opuesta a la de sus señores. Aquello significaba que al fondo había una cochera, que ahora se usaba como garaje, y sobre ella un ático, que antiguamente había servido como casa para los sirvientes y después como un espacio para fiestas, cuando hubo jóvenes solteros en La Locura, o al menos para las de más de uno. Las «protecciones» mágicas —a Nightingale no le gustaba que las llamara «campos de fuerza»— solían asustar a los caballos, por lo que no llegaban hasta la cochera. Esto significa que puedo desplegar un cable de banda ancha, consiguiendo por fin que haya un rincón en La Locura que viva para siempre en el siglo xxi.
El ático de la cochera tiene un estudio con un tragaluz en un extremo, un sofá otomano, un diván, una televisión plana y una mesa de cocina de IKEA que Molly y yo tardamos en montar tres malditas horas. Había utilizado el estatus de La Locura como una Unidad de Operaciones, para hacer que la Junta Directiva de Información soltara la pasta para media docena de radios Airwave con una estación de carga y para un terminal destinado al HOLMES 2. También tenía mi ordenador portátil, otro portátil de repuesto y mi PlayStation, que todavía no había tenido oportunidad de sacar de la caja. Por todo esto, hay un cartel grande en la puerta principal que dice «prohibida la magia so pena de sufrimiento». Este sitio es al que yo llamo la «tecnocueva».
Cuando encendí el ordenador, lo primero que vi fue un correo electrónico de Lesley con el asunto «¡Me aburro!», así que le reenvíe el informe de la autopsia que había realizado el doctor Walid para mantenerla ocupada. Después abrí el portal informático Xpress de la Policía Nacional, verifiqué en la Dirección General de Tráfico la matrícula de Melinda Abbot y comprobé que la información que aparecía coincidía con la del permiso de conducir. También busqué a Simone Fitzwilliam, pero por lo visto nunca había solicitado un permiso de conducir, ni tenía coche. Tampoco había cometido, había sido víctima o había informado de ningún crimen dentro del Reino Unido. Aunque quizás toda esa información se hubiera perdido, introducido erróneamente en las bases de datos, o ella se podía haber cambiado el nombre hacía poco tiempo. Las tecnologías informativas no siempre tienen el alcance deseado, razón por la que los polis aún siguen llamando a las puertas y apuntando cosas en pequeñas libretas negras. Las busqué a las dos en Google, por si acaso. Melinda Abbot tenía una página de Facebook, también había un par de personas más que se llamaban como ella, pero Simone Fitzwilliam no tenía ninguna presencia aparente en la red.
Me puse a trabajar con la lista de intérpretes de jazz fallecidos del doctor Walid siguiendo prácticamente el mismo método que antes. Me llamó la atención que todos eran hombres. En la televisión siempre hacen inteligentes referencias cruzadas en las que todo es perfectamente posible, pero lo que no muestran nunca es el jodido tiempo que se tarda en hacerlas. Pasada la medianoche, llegué al final de la lista sin estar todavía muy seguro de lo que estaba viendo.
Saqué una cerveza Red Stripe de la nevera, abrí la lata y eché un trago.
Hecho inequívoco número uno: cada año, durante los cinco últimos, dos o tres músicos de jazz habían muerto durante las veinticuatro horas siguientes a dar un concierto en el distrito de Londres. En cada uno de los casos, el forense dictaminó que la causa de la muerte era o «accidental» debido al abuso de drogas o por causas naturales. La mayoría por ataques al corazón con un par de aneurismas que se habían añadido para dar algo de variedad.
El doctor Walid había incluido un archivo complementario con un registro de todas las personas que indicaron que su profesión era la de músico y que habían muerto durante el mismo periodo.
Hecho inequívoco número dos: mientras otros músicos fallecían por «causas naturales» con una frecuencia alarmante, estos no solían morir después de dar conciertos del mismo modo que ocurría con los intérpretes de jazz.
Hecho inequívoco número tres: Cyrus Wilkinson no había indicado que su profesión fuera la de músico, sino la de contable. Uno nunca asegura ser algo freelance o artístico a no ser que quiera una solvencia económica personal más baja que la de un banco islandés. Esto me llevaba al hecho inequívoco número cuatro: mi análisis estadístico no servía prácticamente para nada.
Y aun así había tres músicos de jazz al año… no pensé que fuera una coincidencia.
Pero Nightingale no seguiría adelante con algo tan inconsistente. Y seguiría esperando a que me pusiera a perfeccionar mi scindere a partir de la mañana siguiente. Apagué y desconecté todo de los enchufes. Eso es bueno para el medio ambiente y, lo que es más importante, evita que todo mi caro equipo se fría de golpe por alguna sobrecarga mágica.
Entré en La Locura por la cocina. La luna menguante iluminaba el patio interior por la claraboya, así que dejé las luces apagadas mientras subía las escaleras hasta mi planta. En el balcón de en frente vislumbré una figura pálida que se deslizaba en silencio por entre las sombras oscuras de la sala de lectura occidental. Solo era Molly haciendo, de forma inquieta, lo que sea que hiciera por las noches. Cuando llegué al descansillo, el olor húmedo de la moqueta me indicó que Toby había vuelto a dormirse pegado a la puerta. El perrillo estaba tumbado bocarriba, las delgadas costillas subían y bajaban debajo del pelo. Husmeó y dio unas patadas dormido; las patas traseras golpearon el aire, lo que evidenciaba al menos quinientos miliguaus de magia ambiental. Entré en el dormitorio y cerré la puerta con cuidado para no despertarlo.
Me metí en la cama y antes de apagar la lámpara que tenía al lado le mandé un mensaje a Lesley: «¿Q CÑO HAGO AHORA?».
Me respondió a la mañana siguiente diciendo: «¡VE A HBLAR CON LA BNDA, IDIOTA!».
3. A Long Drink of the Blues 6
No me costó mucho encontrar a la banda. The Spice of Life tenía sus datos de contacto y todos los integrantes se mostraron de acuerdo en reunirse conmigo en el French House, en Dean Street, aunque tendría que ser por la noche porque todos trabajaban durante el día. Aquello me venía bien ya que iba retrasado con el vocabulario de latín. Deambulé hasta el Soho pasadas las seis y los encontré esperándome apoyados sobre una pared salpicada de fotos de gente que había sido famosa en la misma época en que mi padre no lo había sido.
El cartel de The Spice of Life denominaba a este grupo como el Mejor Cuarteto, aunque para mí no tenían mucho aspecto de hombres del jazz. Los bajistas son serios, como todo el mundo sabe, pero Max —en realidad Derek— Harwood era un tío blanco de unos treinta y cinco años con una apariencia normal. Incluso llevaba puesto un jersey de rombos de Mark y Spencer con cuello de pico debajo de la chaqueta.
—Ya teníamos a otro Derek en nuestra penúltima banda —dijo Max—. Así que me decanté por Max para evitar confusiones. Tomó un pequeño sorbo de cerveza. Les invité a la primera ronda y sentía que me habían cobrado debidamente de más. Max era un especialista en sistemas integrados del Metro de Londres, algo que, por lo visto, tenía que ver con los sistemas de señalización.
El pianista, Daniel Hossack, tenía formación en música clásica y era profesor de música en el colegio de Westminster, donde los alumnos eran increíblemente privilegiados. Tenía el pelo rubio con entradas, unas gafas redondas al estilo Trotsky y el tipo de amabilidad palpable que le llevaba a ser, probablemente, el blanco de las bromas de los listillos con granos de primero de Bachillerato, que iban a colegios privados.
—¿Cómo