La luna sobre el Soho. Ben Aaronovitch
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Читать онлайн книгу La luna sobre el Soho - Ben Aaronovitch страница 16
Siempre ha existido la tradición de mirar con desaprobación en la escena del jazz británico y una forma de acariciarse la barbilla como diciendo «sí, ya veo» entre los fans con jerséis de cuello alto, mis acompañantes actuales era un claro ejemplo de esto último. A juzgar por la gente de la cola, esta antigua tradición no era habitual en el público que buscaba la gerencia. Aquello era un desfile de trajes de Armani, vestidos cuyo fin era impresionar, joyas ostentosas y navajas al ritmo del jazz, por lo que pensé que la banda y yo no íbamos a pasar el corte.
Bueno, al menos la banda no, desde luego. Siendo sincero, aquello me venía bien porque considerando que les había caído bien, una noche de jazz semiprofesional nunca había sido mi idea de pasarlo bien. Si lo hubiera sido, mi padre habría sido un hombre feliz.
Aun así, James, siguiendo la gran tradición de los escoceses violentos, no estaba listo para rendirse sin pelear, por lo que se pasó por alto la cola y empezó a ser ofensivo de inmediato.
—Somos músicos de jazz —le dijo al segurata—. Eso tiene que tener algún valor.
El gorila, un pedazo de carne del que yo sabía con certeza que había pasado un tiempo en Wandsworth debido a varios delitos que llevaban las palabras «con agravante», al menos lo meditó seriamente.
—Nunca te he escuchado —dijo.
—Puede ser —contestó James—. Pero todos formamos parte de la misma comunidad espiritual, ¿verdad? De la hermandad de la música. A su espalda, Daniel y Max intercambiaron una mirada y retrocedieron un par de pasos.
Yo di un paso al frente para obstaculizar el inevitable enfrentamiento violento y, al hacerlo, escuché un fragmento de Body and Soul. El vestigium era tenue, pero, sobre el ambiente del Soho, destacaba como una brisa fresca en una noche calurosa. Sin lugar a dudas salía del club.
—¿Eres amigo suyo? —me preguntó el gorila.
Podría haberle mostrado mi tarjeta de identificación, pero cuando todos los testigos útiles están a descubierto, tienen la tendencia de escabullirse en la oscuridad y de inventarse unas coartadas increíblemente detalladas.
—Ve a decirles a Stan y a Don que el hijo de Lord Grant les está esperando fuera —dije.
El gorila escudriñó mi rostro.
—¿Te conozco? —preguntó.
«No», pensé, «pero quizá me recuerdes por algunos grandes éxitos de los sábados por la noche como: “¿Podrías poner a ese cliente en el suelo? Me gustaría detenerlo” o “Ya puedes dejar de golpearlo, ha llegado la ambulancia”, y el clásico “Si no retrocedes ahora mismo, también te meteré en el trullo”».
—Soy el hijo de Lord Grant —repetí.
—¿Qué coño has dicho? —susurró James, detrás de mí.
Cuando mi padre tenía doce años, su profesor de música le dio una trompeta de segunda mano y le pagó unas clases de su propio bolsillo. Cuando tenía quince, había dejado la escuela, había encontrado un trabajo de repartidor en el Soho y gastaba todo su tiempo libre en buscar conciertos con avidez. Cuando tenía dieciocho, Ray Charles le escuchó tocar en el Flamingo y dijo —lo suficientemente alto como para que cualquiera que fuera importante lo oyera—: «Señor, ese chaval sí que sabe tocar». Tubby Hayes llamó a mi padre Lord Grant, como una broma en inglés, y se quedó con el apodo de ahí en adelante.
El gorila le dio unos golpecitos al Bluetooth, pidió hablar con Stan y le comunicó lo que yo le había dicho. Cuando obtuvo una respuesta, me quedé impresionado por la manera en que su expresión permaneció inalterable mientras se hacía a un lado y nos dejaba pasar.
—En ningún momento nos has dicho que tu padre fuera Lord Grant —dijo James.
—No es la clase de información que uno suelta sin motivo en una conversación, ¿no?
—No lo sé —dijo James—. Si mi padre fuera una leyenda del jazz creo que al menos lo mencionaría de vez en cuando.
—No somos dignos de ti —dijo Max mientras bajamos al club.
—Harás bien en recordar eso —dije.
Si el The Spice of Life era de madera antigua y latón pulido, el Mysterioso era de suelos de cemento y la misma clase de papel aterciopelado que los restaurantes orientales quitaron de sus paredes a finales de los noventa. Tal y como se anunciaba, estaba oscuro, lleno de gente e inesperadamente lleno de humo. La gerencia, en su búsqueda por obtener la autenticidad, hacía la vista gorda con el tabaco y quebrantaba lo estipulado en la Ley sobre la Salud (2006). Y no únicamente con el tabaco, a juzgar por el intenso olor afrutado que vagaba por encima de las cabezas de los clientes que no paraban de menearse. A mi padre le habría encantado este sitio, a pesar de que la acústica era una mierda. Solo faltaba un animatrónico8 de Charlie Parker pinchándose en una esquina para que hubieran creado el parque temático perfecto.
James y los chicos, siguiendo la gran tradición de todos los músicos, se fueron directos a la barra. Dejé que se fueran y me acerqué a la banda que, según la parte delantera de la batería, se llamaba los Funk Mechanics. Leales a su nombre, estaban tocando jazz funk en un escenario que apenas se elevaba un palmo del suelo. Eran dos tíos blancos, uno negro al bajo y una baterista pelirroja con un kilo de maquillaje plateado extendido por varias partes de su rostro. Mientras me dirigía hacia el escenario me percaté de que estaban tocando una versión funk de Get Out of Town, pero le habían dado un ritmo latino completamente falso que me sacó de quicio, lo que me extrañó incluso entonces.
Había reservados, tapizados con un cutre terciopelo rojo, que se alineaban en las paredes y gente que miraba hacia la pista de baile. Las botellas llenaban las mesas y los rostros, la mayoría pálidos, seguían el ritmo de la masacre que los Funk Mechanics estaban haciendo a un clásico. Había una pareja de blancos enrollándose en uno de los reservados del fondo. La mano del hombre bajaba a través del vestido de la mujer, el contorno de sus dedos apretaba de manera obscena la tela. Aquella imagen me dio ganas de vomitar y me hizo sentir escandalizado, fue entonces cuando me di cuenta de que aquella situación no tenía nada que ver conmigo.
Había visto cosas mucho peores durante mis viajes y me gusta bastante el jazz funk. Debía de haberme cruzado con una lacuna, es decir, un avispero de magia residual. No me había equivocado: estaba ocurriendo algo.
Lesley siempre se quejaba de que me distraigo con demasiada facilidad para ser un buen policía, pero ella habría pasado por todo el medio de la lacuna sin pensárselo dos veces.
James y el resto del grupo se abrieron paso por entre la multitud y me sorprendieron con un botellín de cerveza. Me bebí un trago y estaba buena. Me fijé en la etiqueta y vi que era un prohibitivo botellín de Schneider Weisse. Les dirigí una mirada y vi que ellos también sostenían las suyas.
—Nos ha invitado la casa —gritó Max con cierto entusiasmo.
Me percaté de que James quería hablar sobre mi padre, pero por suerte había mucha gente y demasiado ruido como para que arrancara.
—Así que esto es lo que se lleva ahora —exclamó Daniel.
—Eso