La luna sobre el Soho. Ben Aaronovitch
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Читать онлайн книгу La luna sobre el Soho - Ben Aaronovitch страница 18
—¿Le ha hecho alguien algo a Cyrus? —preguntó.
—No lo sé —dije—. Si acabarais de dar un concierto, ¿a dónde iríais?
James parecía estar confuso.
—¿Cómo?
—Échame una mano, James. Estoy intentando encontrar al trombonista… ¿a dónde iríais?
—El Potemkin abre hasta tarde —dijo Max.
Aquello tenía sentido. Allí había comida y, lo más importante, alcohol hasta las cinco de la mañana. Bajé Frith Street acompañado de los partisanos. Querían saber lo que estaba ocurriendo… y yo también. James, en particular, se mostraba peligrosamente cauto.
—¿Te preocupa que pueda pasarle lo mismo a ese trombonista? —preguntó.
—Tal vez —contesté—. No lo sé.
Giramos hacia Old Compton Street y nada más vimos las luces azules intermitentes de la ambulancia, supe que había llegado tarde. Estaba aparcada en el exterior de un club con las puertas traseras abiertas y, a juzgar por lo despacio que se movían los técnicos de emergencias sanitarias alrededor de la víctima, o estaba ilesa o muerta. Yo no apostaba porque estuviera ilesa. Una multitud de mirones ocasionales se habían reunido bajo la atenta mirada de una pareja de oficiales de apoyo a la comunidad policial y un agente que reconocí de la época que pasé en la comisaría de Charing Cross.
—Purdy —exclamé y echó un vistazo—, ¿qué tenéis?
Purdy avanzó pesadamente. Cuando llevas puesto un chaleco antipuñaladas, el cinturón con el equipo, una porra extensible, un casco con forma de pezón, un arnés sobre los hombros, el walkie-talkie, las esposas, el spray de pimienta, la libreta y las chocolatinas Mars de emergencia, solo puedes avanzar torpemente. Phillip Purdy tenía la reputación de ser un «policía de uniforme», lo que significaba que nada se le daba bien, salvo llevar puesto el uniforme. Pero eso me valía ahora mismo, porque los policías eficaces hacen demasiadas preguntas.
—Recogida en ambulancia —dijo Purdy—. Un tío acaba de morirse en medio de la calle.
—¿Echamos un vistazo? —lo expresé como una pregunta. Con amabilidad se llega a cualquier parte.
—¿Estás de servicio?
—No lo sabré hasta que eché un vistazo —dije.
Purdy gruñó y me dejó pasar.
Los técnicos de emergencias sanitarias estaban levantando a la víctima para subirla a la camilla. Era más joven que yo, de piel oscura y con rasgos africanos. Apostaría por nigeriano o ghanés si tuviera que adivinarlo o, lo que era más probable, uno de sus padres era de uno de esos países. Llevaba ropa elegante: unos chinos color caqui y una chaqueta a medida. Los técnicos de asistencia sanitaria habían rasgado su camisa blanca de algodón, que aparentaba ser carísima para utilizar el desfibrilador. Tenía los ojos abiertos y vacíos, eran de color marrón oscuro. No me hacía falta acercarme más. Si el cuerpo consiguiera tocar Body and Soul más alto, me habría puesto a acordonar la calle y vender entradas.
Le pregunté a los técnicos de asistencia sanitaria la causa de la muerte, pero ellos se encogieron de hombros y dijeron que una insuficiencia cardíaca.
—¿Está muerto? —preguntó Max detrás de mí.
—No, solo está meando tumbando —respondió James.
Le pregunté a Purdy si llevaba alguna identificación y él me tendió una bolsa hermética con una cartera dentro.
—¿Esta es tu ronda? —preguntó.
Asentí, agarré la bolsa y firmé con cuidado el papeleo, para garantizar la cadena de custodia ante futuros procedimientos jurídicos, antes de metérmelo todo en el bolsillo del pantalón.
—¿Había alguien con él?
Purdy sacudió la cabeza.
—Yo no vi a nadie.
—¿Quién llamó a emergencias?
—Ni idea —dijo Purdy—. Es probable que fuera desde un móvil.
Los oficiales como Purdy le dan a Scotland Yard esa admirable reputación respecto a la atención al ciudadano, lo que nos convierte en la envidia del mundo civilizado.
Mientras metían la camilla en la ambulancia oí a Max vomitar estrepitosamente.
Purdy observó a Max con el interés característico de un poli que se enfrenta a un turno de sábado noche muy largo y al que le supondría al menos dos horas meter a un borracho alborotador en una celda, además de papeles para rellenar en la cafetería con una taza de té delante y un sándwich. Malditos sean los trámites burocráticos que mantienen a los buenos policías lejos de la primera línea de acción. Desilusioné a Purdy cuando le dije que yo me encargaría de ello.
Los técnicos de asistencia sanitaria mostraron su intención de marcharse, pero yo les respondí que esperaran. No quería arriesgarme a que el cuerpo se perdiera antes de que el doctor Walid tuviera la oportunidad de echarle un vistazo, aunque necesitaba saber si este chico había tocado en el Mysterioso. De entre todos los rebeldes, Daniel me pareció el más sereno.
—Daniel, ¿estás sobrio? —pregunté.
—Sí —respondió—. Y los estoy más cada segundo que pasa.
—Tengo que irme en la ambulancia. ¿Puedes ir corriendo al club y conseguir una copia de la lista de canciones? —Le di mi tarjeta—. Llámame al móvil cuando la tengas.
—¿Crees que le pasó lo mismo? —interrogó—. Que, a Cyrus, me refiero.
—No lo sé —contesté—. En cuanto sepa algo os llamaré.
Los técnicos me llamaron.
—¿Vienes o qué?
—¿Estás bien?
Daniel me dedicó una sonrisa.
—Un hombre del jazz, ¿recuerdas? —respondió. Levanté el puño y, tras un momento de confusión por parte de Daniel, golpeó sus nudillos con los míos.
Subí a la ambulancia y los técnicos cerraron las puertas.
—¿Vamos al Hospital Universitario? —pregunté.
—Esa es la idea —respondió.
Ni nos molestamos en poner las luces de emergencia y la sirena.
***
Uno no puede llegar y depositar sin más un cadáver en la morgue. Para empezar, debe certificarlo como tal un médico auténtico. No importa en cuántas partes esté el cuerpo, hasta que un miembro plenamente acreditado del Cuerpo Médico Británico no diga que está muerto, ocupa, en términos burocráticos, un estado indeterminado como si fuera un electrón, un gato atómico en una caja, así como mi autoridad