La luna sobre el Soho. Ben Aaronovitch
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El nombre completo de Mickey el Hueso era, según su carné de conducir, Michael Adjayi. De manera que era de familia nigeriana y, según su fecha de nacimiento, acababa de cumplir los diecinueve.
«Tú madre va a estar muy cabreada contigo», pensé con tristeza.
Tenía un montón de tarjetas bancarias —Visa, MasterCard— y una del Sindicato de Músicos. Había un par de tarjetas de presentación incluyendo una de un agente, anoté los datos en mi libreta. Después volví a meter todo con cuidado en la bolsa de pruebas.
Hasta las tres menos cuarto no apareció ningún residente para declarar que Michael Adjayi había fallecido. Pasaron otras dos horas desde que yo declaré que el cadáver era la escena de un crimen, hasta que llegaron los datos del médico, se obtuvieron copias de la documentación pertinente, de las notas de los técnicos y del médico, y se bajó el cuerpo de forma segura a la morgue a la espera de la delicada asistencia del doctor Walid. Aquello me dejó con la feliz última parte, en la que debía contactar con los seres queridos de la víctima y darles la noticia. En la actualidad, la forma más fácil de hacerlo es coger el teléfono móvil de alguien y ver lo que sale en el registro de llamadas. Como era de esperar, Mickey tenía un iPhone. Lo encontré en el bolsillo de su chaqueta, pero la pantalla estaba en blanco y no me hacía falta desmontarlo para saber que el chip estaba destrozado. Lo metí en una bolsa de pruebas, pero no me molesté en etiquetarlo, me lo llevaba a La Locura. Cuando me cercioré de que nadie más iba a tocar el cadáver, llamé al doctor Walid. No encontraba ningún motivo para despertarle, de modo que llamé a su oficina y le dejé un mensaje para que lo viera por la mañana.
Si Mickey era realmente la segunda víctima, significaba que un asesino mágico de los hombres del jazz, y más me valía pensar en un nombre mejor para él que ese, había actuado dos veces en menos de cuatro días.
Me preguntaba si habría existido un grupo similar entre las listas de fallecidos del doctor Walid. Tendría que comprobarlo cuando volviera a la tecnocueva de La Locura. Estaba debatiendo conmigo mismo entre si debía irme a casa o dormir en la sala de empleados de la morgue, cuando me sonó el teléfono. No reconocí el número.
—¿Sí? —pregunté.
—Soy Stephanopoulos —dijo la sargento detective—. Se requieren tus servicios especiales.
—¿Dónde?
—En Dean Street —dijo. De nuevo en el Soho… claro, ¿cómo no?
—¿Puedo preguntar a qué se debe?
—Un asesinato de lo más horrendo —respondió—. Trae un par de zapatos extra.
Llegado cierto momento, el café ya no es suficiente y si no hubiera sido por el repugnante olor del ambientador que utilizaba el malhumorado conductor letón de mi taxi, me hubiera quedado dormido en la parte de atrás.
Dean Street estaba acordonada desde la esquina con Old Compton hasta donde se cruzaba con Meard Street. Vi al menos dos furgonetas Sprinter civiles y un grupo de Vauxhall Astra plateados, lo que suele ser una señal inequívoca de que hay un Equipo de Investigación de Delitos Graves en el lugar de los hechos.
Un agente al que reconocí de la Brigada de Homicidios de Belgravia me estaba esperando en la cinta. Un poco más arriba de Dean Street se había colocado una tienda para el equipo forense sobre la entrada del club Groucho, tenía un aspecto tan tentador como algo que hubiera salido de un ejercicio de guerra biológica.
Stephanopoulos me estaba esperando dentro. Era una mujer bajita y terrorífica cuya capacidad legendaria para la venganza le había asegurado el título de ser la agente lesbiana menos expuesta a que se hicieran comentarios despectivos sobre su orientación sexual. Era corpulenta y tenía un rostro cuadrado que no mejoraba con el corte de pelo militar raso a lo Sheena Easton, al que uno se podía referir como «irónico, posmoderno, de moda entre las bolleras», pero solo si era un masoca.
Ya llevaba puesto el mono azul forense desechable y una mascarilla colgaba alrededor de su cuello. Alguien había sacado un par de sillas plegables de algún lugar y había dejado un mono para mí. Solemos llamarlos trajes Noddy9 y sudas como un cerdo cuando lo llevas puesto. Me fijé en que había manchas alrededor de los tobillos de Stephanopoulos y en los cachivaches de plástico con los que nos cubrimos los zapatos.
—¿Qué tal está tu jefe? —me preguntó la sargento detective mientras me senté y empecé a ponerme el traje.
—Bien —respondí—. ¿Y el suyo?
—Bien —dijo—, volverá al servicio el mes que viene.
Stephanopoulos conocía la verdad sobre La Locura, así como un amplio número de superiores de la policía; solo que no era la clase de tema del que uno hablaba en una conversación civilizada.
—¿Está usted a cargo de esta investigación, señora? —pregunté. El superior que investiga un delito grave solía ser, al menos, un inspector, no un sargento.
—Por supuesto que no —contestó Stephanopoulos—. El Departamento de Investigaciones Criminales nos ha prestado a un inspector jefe, aunque está controlando la situación desde un enfoque flexible, en lo que se refiere a la colaboración, que consiste en que los agentes experimentados jueguen un papel principal en las áreas que mejor conocen.
En otras palabras: se había encerrado en su oficina y había dejado a Stephanopoulos al mando.
—Siempre resulta satisfactorio ver a los superiores adoptando una postura con visión de futuro en sus relaciones piramidales —dije y mi recompensa fue una casi sonrisa.
—¿Estás preparado?
Me puse la capucha y tiré de los cordones. Stephanopoulos me dio una mascarilla y me condujo al interior del club. El vestíbulo tenía un suelo de azulejos blancos que, a pesar de las precauciones que se habían tomado, tenían un rastro de manchas de sangre que atravesaba un par de puertas con celosías de madera.
—El cuerpo está abajo, en el baño de caballeros —indicó Stephanopoulos.
Las escaleras que llevaban a la escena del crimen eran tan estrechas que tuvimos que dejar subir a una multitud de forenses antes de bajar nosotros. No existen los grupos forenses que ofrezcan servicios completos. Es algo muy caro, de manera que se encargan grupitos al Ministerio del Interior como si fuera comida china para llevar. A juzgar por el número de trajes Noddy que pasaron por delante de nosotros, Stephanopoulos había pedido el menú especial para seis con doble de arroz frito con huevo. Yo era, supuse, la galleta de la suerte.
Como la mayoría de los baños del West End de Londres, los del Groucho eran angostos y tenían los techos bajos debido a la modernización de los sótanos en las casas adosadas. La gerencia del club los había forrado con paneles alternos de acero pulido y metacrilato de color