La luna sobre el Soho. Ben Aaronovitch

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La luna sobre el Soho - Ben  Aaronovitch Ríos de Londres

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con ella un par de veces —dijo Daniel.

      Los demás se lo quedaron mirando.

      —Nunca nos lo dijiste —indicó James.

      —Me llamó y me dijo que quería hablar… Estaba enfadada.

      —¿Y qué dijo? —preguntó Max.

      —No quiero contarlo —contestó Daniel—. Es un secreto.

      Y así se quedó. Conseguí volver a llevar la conversación hacia los hobbies «místicos» de Melinda Abbot, pero el grupo ya no me estaba prestando demasiada atención. El French House empezó a llenarse hasta los topes y, a pesar de que el hilo musical estaba prohibido, tuve que gritar para que me escucharan. Sugerí ir a comer algo.

      —¿Va a pagar la cuenta la policía? —preguntó James.

      —Creo que podríamos estirarnos un poco —dije—. Siempre y cuando no nos volvamos locos.

      Todos los de la banda asintieron. No podía ser de otro modo, cuando eres músico, «gratis» es la palabra mágica.

      Terminamos en Wong Kei, en Wardour Street, donde la comida es de fiar, el servicio es algo brusco y puede conseguirse una mesa a las once y media de la noche un sábado (si no te importa compartirla). Le mostré cinco dedos al tipo de la puerta y señaló hacia el piso de arriba, donde una joven de aspecto severo que llevaba una camiseta roja nos condujo hasta una de las mesas redondas grandes.

      Un par de estudiantes norteamericanos pálidos, que hasta entonces habían tenido la mesa para ellos solos, se acojonaron visiblemente cuando nos dejamos caer en las sillas.

      —Buenas noches —dijo Daniel—. No se preocupen, somos inofensivos.

      Los dos estudiantes norteamericanos llevaban puestas unas sudaderas rojas e impolutas de Adidas con las palabras «MNU PIONEERS»7 bordadas a lo largo del pecho. Asintieron con nerviosismo.

      —Hola —dijo uno de ellos—. Somos de Kansas.

      Esperamos educadamente a que añadieran más detalles, pero ninguno de los dos nos dedicó una palabra más en los diez minutos que tardaron en terminarse la comida, pagar y salir pitando hacia la puerta.

      —De todas formas, ¿qué es un MNU? —quiso saber Max.

      —Ahora lo pregunta… —dijo James.

      Apareció la camarera y empezó a dejar de golpe los platos principales. Yo tomé tiras de pato con ho fun frito, Daniel y Max compartieron arroz frito con huevo, pollo y anacardos, además de cerdo agridulce, y James tomó tallarines con ternera. Los del grupo pidieron otra ronda de cervezas Tsingtao pero yo seguí bebiendo el té verde que daban gratis y venía servido en una simple tetera de cerámica blanca. Le pregunté al grupo si solían tocar en The Spice of Life y les dio la risa.

      —Hemos tocado allí un par de veces —dijo Max—. Normalmente los lunes a la hora de comer.

      —¿Teníais mucho público? —pregunté.

      —Estábamos en ello —dijo James—. Hemos dado conciertos en Bull’s Head, en el vestíbulo del Teatro Nacional, y en Merlin’s Cave en Chalfont Saint Giles.

      —El viernes pasado fue la primera vez que conseguimos un hueco por la noche —dijo Max.

      —¿Y cuál era el siguiente paso? —pregunté—. ¿Firmar con una discográfica?

      —Cyrus se habría marchado —dijo Daniel.

      Todo el mundo se lo quedó mirando fijamente durante un segundo.

      —Venga ya, chicos, sabéis que habría ocurrido eso —dijo Daniel—. Habríamos dado algunos conciertos más, alguien le echaría el ojo y llegaría aquello de «Ha sido divertido, tíos, no perdamos el contacto».

      —¿Tan bueno era? —pregunté.

      James bajó la vista hacia los tallarines, después los atacó varias veces con los palillos mostrando una frustración evidente. Luego soltó una risita.

      —Sí, sí que lo era —dijo—. Y cada día mejoraba más.

      James levantó su botellín de cerveza.

      —Por Cyrus el saxo —señaló—. Porque el talento termina por descubrirse.

      Todos brindamos.

      —¿Sabéis qué? —dijo James—. Vamos a buscar algo de jazz cuando terminemos esto.

      ***

      El Soho cobra vida una noche cálida de verano con las conversaciones y el humo del tabaco. La gente de los pubs sale a la calle, los clientes de las cafeterías se sientan en unas mesas al aire libre, situadas sobre las aceras que, en origen, se construyeron lo suficientemente anchas como para que los transeúntes no pisaran los excrementos de los caballos. En Old Compton Street, los jóvenes vestidos con camisetas blancas ajustadas y unos apretadísimos vaqueros se admiran mutuamente y a su reflejo en los escaparates. Vi que Daniel dirigía su radar hacia un par de atractivos jóvenes que se miraban el uno al otro en la puerta del Admiral Duncan, pero estos le ignoraron. Era noche y, después de pasar tanto tiempo en el gimnasio, no iban a irse a la cama con nada que fuera inferior a un diez.

      Un montón de chicas con un corte de pelo idéntico, un bronceado típico del desierto y acentos regionales pasaron por delante nuestro; unas reclutas que se dirigían a Chinatown y a los clubs de los alrededores de Leicester Square.

      La banda y yo no seguimos adelante por Old Compton, sino que, más bien, fuimos rebotando de un grupito a otro. James casi se cae al suelo cuando un par de chicas blancas con tacones finos y unos vestiditos rosas de lana pasaron por delante.

      —Vámonos a follar —dijo mientras se recuperaba.

      —Ni en sueños —respondió una de las chicas mientras se alejaban. Aunque no lo dijo con malicia.

      James comentó que conocía un sitio en Bateman Street, un pequeño club en un sótano que seguía la gran tradición del legendario Flamingo.

      —O la del Ronnie Scott’s —dijo—. Antes de que fuera Ronnie Scott’s.

      No había pasado mucho tiempo desde que estuve patrullando estas calles en uniforme y tenía el terrible presentimiento de que sabía a dónde íbamos. Mi padre suele entusiasmarse al hablar de la juventud que malgastó en los bares subterráneos llenos de sudor, música y chicas con jerséis ajustados. Cuenta que, en el Flamingo, tenías que buscar un sitio donde estuvieras dispuesto a permanecer toda la noche porque cuando todo empezaba, era imposible moverse. Un par de chavales, que habrían sido los empresarios trepas y descarados por excelencia de cockney si no fueran los dos de Guildford, habían diseñado el Mysterioso de forma deliberada como una recreación de aquellos días. Sus nombres eran Don Blackwood y Stanley Gibbs, pero se hacían llamar a sí mismos «gerencia». Había sido raro el turno de fin de semana en el que Lesley y yo no termináramos gritándole a la gente que se encontraba fuera en la calle.

      No obstante, los líos nunca se producían dentro del club, gracias a que la gerencia contrataba

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