La luna sobre el Soho. Ben Aaronovitch
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Читать онлайн книгу La luna sobre el Soho - Ben Aaronovitch страница 17
Había algo más, los vestigia que se aferraron a Cyrus se habían manifestado mediante el sonido de un saxofón, pero lo que ahora me llegaba era, sin lugar a duda, un trombón. Mi padre siempre trató con desdén al trombón. Decía que no quedaba mal entre los metales, pero que se podían contar con los dedos de una mano los solistas aceptables. Es un instrumento difícil de tomar en serio, pero incluso mi padre reconocía que un hombre que pudiera hacer un solo con él debía poseer un talento especial. Entonces me habló de Kai Winding y de J. J. Johnson. Pero los tíos que estaban sobre el escenario tocaban la trompeta, el bajo eléctrico y la batería, no el trombón. Tenía la horrible sensación de haberme plantado allí a falta de dos cupones para conseguir el tostador.
Dejé que la vestigia me guiara a través de la multitud. Había una puerta a la izquierda del escenario, medio escondida, detrás de las estanterías con los altavoces, con las palabras solo personal autorizado escritas de forma torcida sobre ella en pintura amarilla sobre un fondo negro. Hasta que no llegué a la puerta, no me percaté de que los miembros del grupo me habían seguido como borregos. Les dije que se quedaran fuera, así que, por supuesto, me siguieron dentro.
La puerta llevaba directamente a la zona de camerino/vestuario/almacén, un espacio largo y estrecho que me pareció una carbonera transformada. Las paredes estaban cubiertas de viejos pósteres amarillentos de grupos y conciertos. Un tocador teatral pasado de moda, con un arco de bombillas, estaba atrapado entre una nevera de doble puerta y una mesa de caballete cubierta con un mantel rojo y verde navideño de usar y tirar. Una montaña de botellines de cerveza cubría la mesilla auxiliar y una mujer blanca de veintipocos dormía en uno de los dos sofás de cuero verde que completaban el resto de la habitación.
—De modo que así es cómo vive la otra mitad —comentó Daniel.
—Hace que todos esos años de ensayos casi merezcan la pena —dijo Max.
La mujer del sofá se sentó y se nos quedó mirando. Llevaba puesto un peto que era ancho por la cintura y una camiseta amarilla con las palabras no es no, vete a la mierda impresas a lo largo del pecho.
—¿Puedo ayudaros? —preguntó.
Tenía los labios pintados de morado oscuro, y el color se le había extendido por una mejilla.
—Estoy buscando al grupo —contesté.
—Como todos entonces —respondió, y me tendió la mano—. Me llamo Peggy.
—¿El grupo? —pregunté mientras ignoraba su mano.
Peggy suspiró y se estiró para soltar los hombros, lo que hizo que le sobresaliera el pecho y consiguiera toda nuestra atención, salvo la de Daniel, por supuesto.
—¿No están actuando? —preguntó.
—El grupo anterior a ellos —respondí.
—¿Se han ido? —interrogó Peggy—. Oh, esa zorra, me dijo que me despertaría después de la actuación. Esto ya es demasiado.
—¿Cómo se llama el grupo?
Peggy se dejó caer del sofá y empezó a buscar sus zapatos.
—¿Sinceramente? —dijo—. No lo recuerdo. Eran el grupo de Cherry.
—¿Tenían a alguien que tocara el trombón? —pregunté—. A alguien bueno.
Max encontró sus zapatos detrás del otro sofá: unas sandalias con una tira y con tacón fino de diez centímetros que no me parecía que pegaran mucho con el peto.
—Diría que sí —dijo—. Tiene que ser Mickey, es único entre un millón.
—¿Sabes a dónde iban después del concierto?
—No, lo siento —respondió—, yo solo me dejaba llevar.
Subida en sus tacones era casi tan alta como yo. El peto formaba unos huecos en los laterales que revelaban una tira de carne pálida y el borde adornado de unas bragas rojo pasión de seda. Me di la vuelta. Había perdido el rastro del vestigium cuando entré en la habitación y Peggy no estaba favoreciendo mi concentración. Me llegaron flashes de otras cosas: olor a lavanda, a un capó de coche que se había quedado al sol, y un sonido resonante, como el silencio que sigue a un ruido fuerte.
—¿Quiénes sois? —preguntó Peggy.
—Somos la policía del jazz —dijo James.
—Él es el policía del jazz —dijo Max refiriéndose a mí, supongo—. Nosotros seríamos los partisanos de Old Compton Street.
Aquello me provocó la risa, lo que demuestra lo borracho que estaba.
—¿Está Mickey en un lío? —preguntó Peggy.
—Solo si le ha echado a alguien en el hombro la saliva del pistón —respondió Max.
No podía dedicar más tiempo a estar de cháchara. Había otra puerta en la habitación, con un cartel de salida de emergencia, así que me dirigí hacia ella. Al otro lado había un pasillo de ladrillo corto, simple y gris que estaba medio bloqueado por muebles amontonados, cajas y bolsas de plástico negras, lo que quebrantaba ampliamente las normas de seguridad establecidas. Había otra puerta de emergencia, dotada de barras antipánico, que conducía hacia una escalera que subía hasta el nivel de la calle. Las barras de la puerta que había al final de la escalera estaban sujetadas, de forma ilegal, con un candado para bicicleta.
Nightingale conocía un hechizo que podía sacar de golpe la cerradura de su cavidad, pero al parecer a mí todavía me quedaba un año para aprenderlo, así que tuve que improvisar. Me detuve a una distancia prudencial y lancé una de mis fallidas bombas de luz sobre el candado. Lo que les falta de delicadeza lo compensan con agresividad. El calor me hizo dar un paso atrás y, al entrecerrar los ojos, conseguí ver la caída del candado dentro de la burbuja ondulante. Cuando supuse que el candado estaría bien ablandado, dejé de hacer el hechizo y la burbuja explotó como una pompa de jabón. Entonces formulé mentalmente la agradable forma impello. Era la segunda forma que había aprendido, así que sé que es algo que se me da bien. Impello mueve las cosas de sitio, en este caso la línea central de las dobles puertas. Abrió las puertas de golpe, rompiendo el candado y dando un portazo tan fuerte que sacó una de sus bisagras.
Era algo impresionante, aunque lo dijera yo mismo. Los rebeldes, que había subido las escaleras detrás de mí, pensaban lo mismo sin duda.
—¿Qué coño ha sido eso? —preguntó James.
—Chicle aluminotérmico —dije con optimismo.
Sonó la alarma del club, por lo que había llegado la hora de ponerse en marcha. Los rebeldes y yo recorrimos sin preocupación los cincuenta metros que nos faltaban para doblar la esquina y salimos a Frith Street en un tiempo récord. Era lo bastante tarde como para que los turistas ya estuvieran de vuelta en sus hoteles y las calles se hubieran convertido en un hervidero de chavales y marimachos.
James se puso delante de mí e hizo que me detuviera.
—Esto