La luna sobre el Soho. Ben Aaronovitch

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La luna sobre el Soho - Ben  Aaronovitch Ríos de Londres

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Estoy segura de que me sé sus nombres, pero no consigo recordarlos. Quizás es por la forma en que murió Cyrus, o tal vez por la conmoción.

      Le pregunté si Cyrus había sufrido alguna enfermedad reciente o si había tenido algún problema de salud. Simone contestó que no. Tampoco sabía el nombre de su médico de cabecera, aunque me aseguró que podía sacarlo de los informes si era importante. Me apunté una nota para pedirle al doctor Walid que lo localizara.

      Me daba la impresión de que ya le había hecho bastantes preguntas para encubrir la verdadera razón de mi visita y pregunté, tan inocentemente como pude, si podía echar un vistazo por el resto de la casa. Normalmente, la mera presencia de un policía es suficiente para hacer que el ciudadano más respetuoso con las leyes se sienta vagamente culpable y reacio a permitir que pongas tus pies en su casa; por lo que me sorprendí un poco cuando Simone se limitó a señalar hacia el pasillo y me dijo que adelante.

      El piso de arriba era más o menos lo que me esperaba: la habitación principal estaba la primera y había una segunda habitación al fondo que se usaba, a juzgar por el suelo vacío y los atriles que se alineaban junto a la pared, como cuarto de música. Habían renunciado a parte del dormitorio para ampliar el baño y poner una bañera, una ducha, un conjunto de bidé y lavabo, alicatado con azulejos de cerámica azul claro con adornos en relieve de flores de lis. El armario del baño cumplía la proporción media de un cuarto para el hombre y tres cuartos para la mujer; él prefería las cuchillas desechables de doble hoja y el aftershave, ella tenía muchas cosas para la depilación y compraba en la perfumería Superdrug. Nada parecía indicar que alguno de los dos se hubiera aventurado en las artes esotéricas.

      En el dormitorio principal, los dos armarios a medida estaban abiertos de par en par y un rastro de prendas a medio doblar iba desde allí hasta las dos maletas abiertas que había sobre la cama. La pena, como el cáncer, afecta a las personas de distinta manera, pero incluso así pensé que era un poco pronto para que estuviera guardando las cosas de su querido Cyrus. Entonces localicé un par de vaqueros de cintura baja que ningún hombre respetable del jazz se pondría y me di cuenta de que Simone estaba guardando sus propias cosas, lo que me pareció igualmente sospechoso. Presté atención para asegurarme de que no estaba subiendo las escaleras y hurgué por los cajones de la ropa interior, aunque no encontré nada salvo la sensación de que estaba siendo muy poco profesional.

      Al menos la sala de música tenía más carácter. Había pósteres enmarcados de Miles Davis y de Art Pepper en las paredes y las estanterías estaban llenas de partituras. Me había reservado el cuarto de música para el final porque quería notar la sensación de lo que Nightingale llamaba el sensis illic de la casa, y lo que yo llamaba vestigium ambiental, antes de entrar en el santuario de Cyrus Wilkinson. Me llegó un flash de Body and Soul, mezclado con el perfume a madreselva que llevaba Simone y nuevamente el olor a polvo y madera rota, aunque esta vez era tenue e impreciso. A diferencia del resto de la casa, el cuarto de música tenía estanterías con fotografías y recuerdos, relativamente caros, de vacaciones en el extranjero. Asumí que cualquiera que buscara convertirse en un «practicante» ajeno a los canales oficiales, tendría que pasar por un montón de porquerías místicas antes de toparse con la magia de verdad, si es que eso era posible. Al menos algunos de aquellos libros estarían en las estanterías, pero Cyrus no tenía nada parecido, ni siquiera el Libro de las mentiras, de Aleister Crowley, que siempre viene bien para echarse unas risas y poco más. De hecho, se parecían mucho a las estanterías de mi padre: biografías de jazz, sobre todo, Straight Life, Bird Lives, algunas de las primeras novelas de Dick Francis, para añadir algo de variedad.

      —¿Ha encontrado algo? —Simone estaba en la puerta.

      —Todavía no —respondí.

      Estaba demasiado concentrado en la habitación como para oírla subir la escalera. Lesley decía que la incapacidad para percibir a un grupo tradicional holandés de bailes folclóricos acercándose detrás de ti, no era una táctica de supervivencia en el complejo mundo acelerado del ambiente policial actual. Me gustaría señalar que en aquel momento estaba intentando darle indicaciones a un turista medio sordo y, además, era una compañía de danza sueca.

      —No me gustaría meterle prisa —dijo Simone—, pero ya había llamado a un taxi antes de que usted llegara y ya sabe lo poco que les gusta a esos tipos que les hagan esperar.

      —¿A dónde va? —pregunté.

      —A casa de mis hermanas. Hasta que me haga a la idea.

      Le pedí la dirección y la apunté cuando me la indicó. Sorprendentemente, estaba en el Soho, en Berwick Street.

      —Lo sé —añadió cuando vio la expresión de mi cara—. Son algo bohemias.

      —¿Tenía Cyrus otras propiedades, un almacén, un jardín quizás?

      —No que yo sepa —dijo, y entonces se rio—. Cyrus cavando en un jardín… menuda imagen más insólita.

      Le di las gracias por su tiempo y me acompañó a la puerta.

      —Gracias por todo, Peter. Ha sido usted muy amable.

      En la ventana lateral había un reflejo lo bastante grande como para ver que el Honda Civic seguía aparcado fuera y que la conductora todavía nos miraba fijamente. Cuando me aparté de la puerta, sacudió la cabeza y fingió que estaba leyendo las pegatinas del maletero del coche que tenía delante. Se arriesgó a mirar hacia atrás solo para verme cruzar la calle en su dirección. Vi el pánico dibujado en su avergonzado semblante y las dudas que tenía entre encender el motor o salir del coche. Cuando di un golpecito en la ventanilla se encogió. Le enseñé la placa y se la quedó mirando desconcertada. Esa es la reacción que obtenemos la mitad de las veces, principalmente porque la mayor parte de los ciudadanos nunca ha visto una de cerca y no tienen ni idea de qué narices es. Por fin cayó en la cuenta y bajó la ventanilla.

      —¿Podría salir del coche, señora? —pregunté.

      Asintió y salió. Era bajita, delgada e iba bien vestida, con un traje chaqueta turquesa con falda corriente, pero de buena calidad. Una agente inmobiliaria, pensé, o de algo relacionado como las relaciones públicas o dependienta de una tienda cara. Cuando trata con la policía, la gente suele apoyarse en el coche como buscando apoyo moral, pero ella no lo hizo, aunque sí que jugueteaba con el anillo que llevaba en la mano izquierda y se colocaba el pelo detrás de las orejas.

      —Solo estaba esperando dentro del coche —dijo—. ¿Hay algún problema?

      Le pedí su carné de conducir y me lo ofreció con resignación. Si le pides a cualquier ciudadano su nombre y su dirección, normalmente no solo te miente, si no que no te lo dicen a no ser que les denuncies por un delito y tengas que rellenar un recibo como prueba de que no le estás dando un trato especial a las agentes inmobiliarias rubias. Sin embargo, si les haces pensar que es un control de tráfico, entonces te ofrecen alegremente el carné de conducir, que incluye su nombre, así como sus apellidos embarazosos, su dirección y su fecha de nacimiento. Lo apunté todo. Se llamaba Melinda Abbott, había nacido en 1980 y su dirección era la misma en la que yo acababa de estar.

      —¿Es esta su residencia actual? —pregunté mientras le devolvía el carné.

      —Más o menos —dijo—. Lo era y da la casualidad de que ahora estoy esperando para recuperarla. ¿Por qué quiere saberlo?

      —Forma parte de una investigación abierta —expliqué—. ¿Conoce por casualidad a un hombre llamado Cyrus Wilkinson?

      —Es mi prometido

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