La luna sobre el Soho. Ben Aaronovitch
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No se encuentran vestigia en un cuerpo si no se hace un uso serio de la magia. Eso significaba que alguien le había hecho algo mágico a Cyrus Wilkinson, o que él mismo era un usuario. Nightingale llamaba «practicantes» a los civiles que empleaban la magia; según él, los «practicantes», e incluso los aficionados, suelen dejar indicios de sus «prácticas» en casa, de manera que me dirigí al otro lado del río. Fui a la dirección que aparecía en el carné de conducir del señor Wilkinson para ver si allí había alguien que le quisiera lo bastante como para matarlo.
Su casa era una construcción de época eduardiana de dos pisos que estaba en el lado «bueno» de Tooting Bec Road. Me encontraba en una zona donde abundaban los Volkswagen Golf, junto con un par de Audis y un BMW que subían un poco el caché. Aparqué en una línea amarilla y subí la calle andando. Un Honda Civic naranja fosforito me llamó la atención, no solo porque tenía un triste motor de 1.4. VTEC, sino porque había una mujer en el asiento del conductor que vigilaba la casa. Anoté mentalmente la matrícula del coche antes de abrir la puerta de hierro fundido, recorrer el corto camino y llamar a la puerta. Durante un instante olí a madera rota y polvo de cemento, pero la puerta se abrió y perdí el interés por todo lo demás.
La mujer era sorprendentemente curvilínea, regordeta y sexy, e iba vestida con un suéter azul cielo de Shetland. Tenía un rostro bonito y pálido, un revoltijo de pelo castaño que le debía llegar a la mitad de la espalda si no lo llevara atado en la nuca. Sus ojos eran marrón chocolate y tenía la boca grande, con labios carnosos, y con las comisuras inclinadas hacia abajo. Me preguntó quién era y me identifiqué.
—¿Y qué puedo hacer por usted, agente? —preguntó.
Tenía un acento tan refinado que parecía casi cómico. Cuando habló me quedé esperando a que un caza Spitfire pasara zumbando por encima de nuestras cabezas.
—¿Es esta la casa de Cyrus Wilkinson? —pregunté.
—Me temo que así es, agente —contestó.
Con amabilidad, le pregunté quién era.
—Simone Fitzwilliam —me tendió la mano.
Se la estreché automáticamente; tenía la palma suave, calentita. Olía a madreselva. Le pregunté si podía entrar y se hizo a un lado para que pasara.
La casa se había construido para la ambiciosa clase media baja, de manera que el pasillo era estrecho, pero bien proporcionado. Todavía conservaba las baldosas blancas y negras originales y un armario de roble destartalado pero antiguo en el recibidor. Simone me condujo hasta el salón. Me fijé en que bajo las mallas negras tenía unas piernas robustas, pero bien formadas. La casa se había sometido al pack habitual de aburguesamiento: habían derribado el cuarto de estar y lo habían incorporado al comedor, habían pulido los suelos de roble, los habían barnizado y cubierto con alfombras. Los muebles tenían pinta de ser de John Lewis:2 caros, cómodos y poco originales. La televisión plana era grande de manera convencional y estaba conectada al Sky y a un Blu-ray; las estanterías más cercanas tenían varios DVD, pero ningún libro. Una réplica de un Monet colgaba en el lugar donde habría estado la chimenea si no la hubieran arrancado en algún momento de los últimos cien años.
—¿Cuál era su relación con el señor Wilkinson? —pregunté.
—Era mi amante —dijo.
La cadena de música era una Hitachi, aburrida, de gama alta y sólida, que solo servía para los CD, ya que no tenía ni un tocadiscos. Había un par de estantes con varios CD: Wes Montgomery, Dewey Redman, Stan Getz; el resto era una selección aleatoria de éxitos de los noventa.
—Lamento su pérdida —dije—. Me gustaría hacerle unas preguntas si pudiera.
—¿Es completamente necesario, agente?
—Normalmente investigamos los casos en los que las circunstancias que tienen que ver con la muerte no están muy claras —contesté—. En realidad, nosotros, es decir, la policía, no iniciamos una investigación a no ser que la sospecha de algún acto delictivo sea jodidamente obvia, o que el Ministerio del Interior haya emitido recientemente alguna orden en la que insista en darle prioridad a cualquier crimen de moda que esté circulando por los noticiarios del momento.
—¿No están claras? —preguntó Simone—. Tenía entendido que al pobre Cyrus le había dado un ataque al corazón.
Se sentó en un sofá azul pastel y me hizo un gesto para que me acomodará en un sillón a juego.
—Perdone, agente, ¿no es a eso a lo que llaman causas naturales?
Le brillaron los ojos y se los frotó con el dorso de la mano. Le dije que me llamara Peter, lo que se supone que no se debe hacer a estas alturas del interrogatorio. En ese momento, prácticamente oía a Lesley gritándome desde la lejana costa de Essex. Aun así, no me ofreció una taza de té, supongo que no era mi día.
Simone sonrió.
—Gracias, Peter. Puede hacerme sus preguntas.
—¿Cyrus era músico? —interrogué.
—Tocaba el saxofón alto.
—¿Y hacía jazz?
Otra breve sonrisa.
—¿Existe alguna otra clase de música?
—¿Modal, be-bop o clásico? —presumí.
—West Coast jazz —contestó—. Aunque no importaba tocar un poco de hard bop cuando la ocasión lo requería.
—¿Usted toca?
—Dios, no —respondió—. No podría torturar al público con mi horrible falta de talento. Uno debe conocer sus limitaciones. Sin embargo, soy una oyente entusiasta. Y Cyrus lo valoraba.
—¿Estaba escuchándolo esa noche?
—Desde luego —respondió—. En la primera fila, aunque eso no es complicado en un espacio tan diminuto como el de The Spice of Life. Estaban tocando Midnight Sun, Cyrus terminó su solo y se sentó sobre el monitor, pensé que estaba un poco enrojecido, entonces se cayó de lado y ahí es cuando todos nos dimos cuenta de que algo iba mal.
Se detuvo, apartó la mirada y apretó las manos. Esperé un poco y le hice algunas absurdas preguntas rutinarias para que volviera a centrarse. ¿Sabe a qué hora se desplomó? ¿Quién llamó a la ambulancia? ¿Y se quedó con él todo el rato? Anoté las respuestas en mi libreta.
—Quería ir en la ambulancia, de verdad que sí, pero antes de que me diera cuenta se lo habían llevado. Jimmy me llevó en coche al hospital, pero para cuando llegué ya era demasiado tarde.
—¿Jimmy? —pregunté.
—Jimmy es el batería, un hombre muy agradable, creo que es escocés.
—¿Puede decirme su nombre completo?
—No lo recuerdo —dijo Simone—. ¿No es espantoso? Siempre he pensado en él como Jimmy, el batería.
Pregunté