La primera. Katherine Applegate

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La primera - Katherine Applegate La superviviente

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su espada.

      —Coge mejor una antorcha —dijo Renzo. Corrió hacia la pequeña hoguera de Tobble y levantó un tronco encendido—. Detestan el humo.

      Kharu guardó su espada y recogió un palo crepitante.

      Tobble, con sensatez, decidió quedarse tendido en el suelo como le habían indicado, pero yo no estaba dispuesta a permitir que Kharu y Renzo lucharan también por mí, aunque me parecía que yo no iba a ser de gran ayuda.

      Encontré una rama sin quemar y metí un extremo entre las llamas. Recogí puñados de hierba húmeda y los eché al fuego. Una humareda gris y de olor amargo se levantó hacia el cielo.

      Agité mi antorcha que apenas ardía, tosiendo porque el viento cambió, y volví hacia donde Kharu y Renzo estaban.

      Las aves ya no eran un remolino negro, sino cientos de misiles que se lanzaban directamente hacia nosotros.

      Nos llovieron encima como granizo, impactando contra nuestros pechos y cabezas, golpeando con esos crueles picos que les habían ganado su nombre. En cuestión de segundos, yo tenía cortes en ambos brazos y a duras penas había logrado esquivar un tajo que me hubiera abierto el cuello. Oí a Perro ladrar de dolor cuando una gaviodaga consiguió rasgar su carne a través del pelaje.

      El corazón me galopaba en el pecho. Las heridas en mis brazos ardían, y vi que de ellas brotaba sangre perlada.

      —¡No! —grité, alzando la antorcha y agitando los brazos a tientas.

      Las aves no se daban por vencidas. Las más cercanas se alejaron, pero rápidamente volvieron a atacarme desde atrás. Divisé a Kharu, Renzo y Tobble a través de un tornado de alas, gritando insultos y agitando los brazos sin grandes resultados.

      Mientras sangrábamos y retrocedíamos, tratando de interponer el fuego entre nosotros y las aves, éstas parecían arreglárselas para encontrarse en todas partes a la vez, graznando y causando heridas. Concentraban sus esfuerzos en lo que llevábamos, sin duda a la espera de encontrar monedas, pero atacaban cualquier cosa que les quedara al alcance.

      —¡A los riscos! —ordenó Kharu.

      Entendí su idea. Nos estaban acribillando desde todas direcciones. Al menos si nos protegíamos contra la pared rocosa, las aves sólo podrían atacarnos por el frente y los costados.

      Di un toquecito a Tobble en la cabeza para decirle:

      —Anda, ven con nosotros —como si eso fuera a mantenerlo a salvo.

      A esas alturas, yo ya estaba exhausta de agitar la antorcha, de la cual no quedaba más que una pequeña brasa encendida. Cuando la de Kharu se apagó por completo, la dejó caer para desenvainar su acero, pero perdió el equilibrio y cayó al suelo.

      En cuestión de un instante, quedó oculta por completo bajo una capa de picos afilados.

      —¡Aaaaaah! —gritó Tobble. Corrió hacia Kharu y saltó sobre el montón de pájaros, lanzando patadas y manotazos entre gritos—: ¡Soltadla! ¡Dejadla ya!

      No era la primera vez que tenía ante mis ojos la visión terrible de un wobbyk enfurecido. Enfurecido y sin el mínimo asomo de miedo.

      Renzo y yo nos unimos a la refriega, dispersando a suficientes aves enloquecidas para que Kharu pudiera liberarse. Recogió a Tobble para subírselo a los hombros y, los cuatro, además de Perro, abandonamos toda dignidad para huir en busca de cobijo.

      —¡Por aquí!

      ¡Gambler!

      No podía verlo a través del diluvio de alas, pero oía su voz y seguí adelante, tratando de no hacer caso del dolor que sentía en las heridas y de los chillidos agudos y amenazadores de las aves carroñeras.

      Di contra una pared rocosa y me giré para apoyar la espada en ella.

      —¡Seguid mi voz! —gritó Gambler desde algún punto a mi derecha.

      Fui bordeando el risco, agitando los brazos contra mis atacantes, sin grandes resultados. Mi pie izquierdo tropezó con un pedrusco afilado y caí de espaldas. El golpe me sacó el aire del pecho.

      Una zarpa gigantesca me alcanzó. Garras negras y enormes se engarzaron con cuidado en mi cinturón y me arrastraron hacia el felivet.

      —¡Gracias, Gambler!

      Corrí para rodearlo, mientras él manoteaba a los pájaros con la velocidad propia de su especie.

      Kharu logró alcanzarnos, y trató de llegar junto a mí.

      —¡Renzo! —gritó con voz ronca.

      —Lo veo —dijo Gambler.

      El enorme felivet se internó justo en medio de la nube de aves, manoteando y agitando sus zarpas con rapidez y precisión casi sobrenaturales. Atrapó a un pajarraco desafortunado, que al instante desapareció entre sus fauces. El almuerzo. La sangre de la gaviodaga le corrió por un costado de la mandíbula y las aves retrocedieron para sopesar esta nueva amenaza.

      Gambler encontró a Renzo de rodillas, todavía agitando su antorcha, con sangre brotándole de un montón de heridas.

      —¡Agárrate a mi cuello! —gritó Gambler, y Renzo no necesitó que se lo dijera dos veces. Gambler se reunió con nosotros, trayendo a Renzo a rastras.

      De pronto, con la misma rapidez que nos habían atacado, quedamos liberados de las gaviodagas. Examiné los alrededores velozmente. Nos habíamos refugiado en una grieta de la pared rocosa: no era un buen lugar para criaturas aladas. La abertura estaba cerrada en la parte de arriba, y la luz entraba sólo por el flanco que conducía al prado. Pude ver más gaviodagas merodeando, a la espera de que volviéramos a salir para dar batalla.

      —Hay una cueva —dijo Gambler—. Venid.

      Lo seguimos, dejando un rastro de sangre en el suelo de piedra. Nuestra única fuente de luz era la llama titilante de la antorcha de Renzo, que estaba a punto de apagarse.

      Al fin encontramos un espacio más amplio, con grandes rocas, en el cual podíamos descansar. Nos turnamos para vendarnos las heridas unos a otros mientras Perro intentaba lamerse las suyas.

      —Entonces —dijo Kharu al vendar un corte en la frente de Renzo—, ¿volvemos con las aves o nos lanzamos a la oscuridad?

      —La oscuridad —contestamos al unísono.

      —La decisión fue fácil —dijo Kharu. Agarró la vacilante antorcha de Renzo y nos dirigimos hacia la gélida y eterna negrura.

      4

      Qué buen perro

      g1

      Nos fuimos adentrando cada vez más en lo profundo de la cueva. La antorcha se redujo hasta convertirse en un simple resplandor, y tropezábamos a cada paso. La vista de Gambler era muy buena en la noche, pero ni siquiera él podía distinguir algo en la oscuridad total. Tratamos de alimentar la llama, pero el único combustible que teníamos a mano

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