La primera. Katherine Applegate
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—Sí —afirmó Gambler—, pero sin luz.
También yo podía sentir que el aire ya no estaba tan rancio. Detecté algo conocido, pero a la vez nuevo: agua. Pero no era agua de mar, ni agua de manantial. Ésta tenía un olor a minerales extraños, a cenagal y hongos.
La antorcha soltó un par de chispas y se apagó, sumiéndonos en un vacío negrísimo. Puse mi mano a un palmo de mi cara y no logré distinguir nada. Era una sensación extraña y sofocante eso de perder del todo uno de los sentidos.
—Puedo ver un poco —dijo Gambler—. Byx, sujétate a mi cola, y los demás agarraos de la mano.
Avanzamos de la mano, o mano con cola, con la velocidad de los lunaracoles. Durante unas dos horas, o quizá más, permanecimos en un espacio sin tiempo. En ese lento recorrido, nos quejábamos del dolor y de nuestros vendajes, tratando de distraernos del pánico aturdidor de estar tan dentro bajo tierra que ni siquiera nos alcanzaba un resplandor de luz.
Cuando se nos terminaron las palabras para quejarnos, Tobble entonó una vieja canción sobre los gusanos tuneladores gigantes, uno de los grandes terrores de los wobbyks, que viven en madrigueras bajo tierra.
El coro de la canción era horrorosamente adecuado para nuestras circunstancias, y al poco tiempo estábamos todos cantando también:
Cuando los wobbyks se entregan al dulce sueño,
el gusano tunelador sabe que será señor y dueño.
Con colas podrá cenar, de patas se atracará
(mas como las odia, las uñas escupirá).
—¿Alguna vez has visto un gusano tunelador gigante, Tobble? —pregunté.
—Sí, una vez —respondió—, cuando era un crío. —Se estremeció y sentí que sus grandes orejas temblaban como hojas en la brisa—. Créeme que con esa vez fue suficiente. Son gigantescos, y viscosos, y siempre andan hambrientos.
Estábamos quedándonos roncos de tanto cantar cuando Gambler se detuvo súbitamente.
—Hay claridad más adelante —nos informó—. ¡Debe haber una salida!
Tenía razón en lo de la claridad, pero se equivocaba al pensar que venía de una abertura hacia la luz del sol. Pronto nos dimos cuenta de que las paredes de la cueva emitían una tenue luz dorada. Después de la oscuridad total, aquel espectáculo fue maravilloso.
Nuestra vista se acostumbró gradualmente y pudimos ver lo suficiente para no tropezarnos cada dos pasos. La sensación de espacio abierto también se acentuó. Rodeamos una curva del túnel y vimos un círculo de luz aguamarina al frente. Parecía deslumbrante pero no debía ser más brillante que una luna creciente.
El túnel terminaba un poco más allá, por encima del suelo de una caverna enorme. Contemplamos con perplejidad y asombro una escena que desafiaba la imaginación.
La cueva no era grande. Era vastísima, descomunal.
La capital real de Nedarra, Saguria, hubiera cabido entera en este inmenso espacio. Por encima de nosotros había un techo increíblemente alto, erizado de agujas rocosas. El suelo de la caverna tenía su propia versión de lo mismo: un bosque de dagas que apuntaban hacia arriba. Las proyecciones que surgían del suelo formaban un anillo en las orillas de lo que era una de las características más llamativas de esta cueva: un lago de aguas oscuras tan perfectamente calmas que parecía un espejo negro y límpido.
—Veo fuego —dijo Renzo—. Al otro lado del lago, hacia la derecha. Quizá son varias fogatas.
—Y yo las alcanzo a oler —dije, olfateando el aire.
Bajamos casi a gatas por la empinada cuesta, y comenzamos una marcha extraña y difícil. La única manera de rodear el lago requería pasar a través de grupos de estalagmitas de formas extrañas. Algunas se veían como panales achatados. Otras parecían lanzas de un caballero, estrechas y pulidas. Otras recordaban velas gigantescas que se hubieran consumido y derretido en formas grotescas.
Sin importar la figura que tomaran, todas podían producir un corte o un moretón y eso, en nuestra condición de heridos y maltrechos, era un gran problema.
Cuando finalmente llegamos a una playa angosta de arena negra, nos derrumbamos formando un montículo, unos sobre otros.
—¿Deberíamos buscar leña para hacer una fogata? —preguntó Tobble, examinando una venda ensangrentada en su pata izquierda.
Kharu negó con la cabeza.
—No, hasta que sepamos quién encendió esas fogatas al otro lado del lago.
—¿Alguien necesita vendas limpias? —pregunté.
Habíamos utilizado toda la tela disponible y no nos quedaba nada para cubrir las heridas excepto algunas hojas de lammint, de olor amargo, que yo había recogido antes. Esas hojas tienen propiedades medicinales, pero, como todos teníamos tantas heridas superficiales producidas por las gaviodagas, y tantos raspones y magulladuras de las estalagmitas, de poco servirían. Mi cuerpo era un moretón enorme, acentuado por un montón de cortes dolorosos.
Estrujé unas cuantas hojas de lammint y se las pasé a mis amigos, que se frotaron con ellas las heridas más recientes que se habían hecho en la cueva.
—Lo lamento mucho —dije.
—¿Qué es lo que lamentas? —preguntó Renzo.
Señalé la venda de su brazo.
—Esto —y señalé alrededor con la mano—. Todo esto. No estarías herido si no fuera por mí.
—Byx —dijo él mirándome a los ojos—, ése es un camino y una forma de pensar que no te puedes permitir. Estamos juntos en esto. Todos.
—Renzo tiene razón. Todos estamos comprometidos con esta misión. Si hay dairnes que vivan aún, Byx —dijo Kharu—, vamos a encontrarlos.
Asentí. Pero era difícil evitar el sentimiento de que yo era la responsable de todo esto. Ahí estábamos, en medio de la nada, heridos y agotados, por la única razón de que me había parecido ver a otro dairne. A causa de ese fugaz vistazo que me detuvo el corazón unos momentos, mi nueva manada de amigos estaba dispuesta a arriesgarlo todo.
En los últimos tiempos había tenido que acostumbrarme a las decisiones difíciles. Pero es más fácil tomar ese tipo de decisiones cuando los amigos no están involucrados. Lo peor era que, incluso si encontrábamos más dairnes, no estábamos seguros de poder regresar a salvo a nuestra patria. El Murdano no estaba exactamente feliz con nuestra presencia. Aunque quizá sería más correcto decir que estaría feliz de vernos muertos a todos.
Nos había encargado la misión de encontrar más dairnes, con la expectativa de capturar a unos cuantos y matar al resto.
El Murdano tenía sus razones, aunque fueran malvadas. Como los dairnes pueden distinguir cuando alguien miente, resultan extremadamente útiles para quienes están en el poder. Por otro lado,