La primera. Katherine Applegate
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Como solía decir Dalyntor, el anciano de mi manada, es “nuestro costoso don”.
Por supuesto que habíamos decidido no cumplir tal misión. Y ahora, hasta donde sabíamos, nos perseguían los soldados del malvado déspota.
Suspiré, más sonoramente de lo que hubiera querido, y Perro se acercó, con la lengua fuera y batiendo la cola sin parar. Tenía el pelaje manchado de sangre, pero parecía tan contento como siempre.
—Quiere asegurarse de que estás bien —dijo Renzo, quien, por alguna razón, creía que Perro era incapaz de hacer daño.
Logré esbozar una sonrisa tolerante. Tengo sentimientos extraños con respecto a los perros.
Sé que no está bien. Mis padres me enseñaron a tratar a todas las especies con respecto, pero me parece importante dejar claro que yo no soy un perro.
Desafortunadamente, con frecuencia me confunden con un canino. Han sido demasiadas las personas que al pasar me acarician la cabeza y me dicen con voz cariñosa: “Qué buen perrito” (es evidente que los humanos no son los mamíferos más observadores, pues salta a la vista que no soy un perrito, ni bueno, ni nada parecido).
Para empezar, los dairnes tienen sus aeromembranas que les permiten planear por el aire, un poco como los murciélagos. Aunque no sirven para surcar grandes distancias. Pero eso de flotar por encima del mundo, aunque sea durante unos instantes, es una dicha que ningún perro podrá experimentar jamás.
Además, tenemos manos con pulgares oponibles. Son tan hábiles y capaces como las manos humanas. Y muy superiores a las torpes y poco confiables patas perrunas.
Más aún, podemos usar el lenguaje humano a la perfección. Mejor que muchos humanos, de hecho. En cambio, un perro que se quiera comunicar con humanos tiene opciones muy limitadas. Básicamente se reduce a tres: ladrar, mendigar o morder.
Hay otra ventaja de ser dairne: a diferencia de los perros, tenemos una membrana en la barriga llamada “patchel”, que es muy útil para cargar cosas. Hace tiempo, usaba la mía para guardar pequeños tesoros... una piedra brillante, una pelota para jugar con mis compañeros de la manada. Ahora conserva pocas cosas, entre las cuales se cuenta un mapa que tal vez contenga mi destino en sus pálidas líneas.
Y eso no es todo. Los dairnes no sólo estamos mejor diseñados que los perros, también nos comportamos mejor.
No enloquecemos de alegría al ver una ardilla cebra.
No nos retorcemos panza arriba en el suelo para humillarnos pidiendo que se nos rasque la barriga.
No olisqueamos de manera descortés el trasero de los que van pasando.
En una palabra, los perros son groseros. Y a pesar de eso, parece que en cualquier pueblo hay montones, de todas formas y tamaños. Unos son enormes y corpulentos, como loborrocas, y otros no mucho más grandes que ratoncitos bien alimentados.
Tantos perros.
Tan pocos dairnes.
Mi padre, cuyo corazón ojalá brille como el sol, tenía otro dicho preferido: “Un dairne sin otros a su lado no es un dairne”.
Se refería a que, para mi especie, la manada lo es todo. No tener manada implica dejar de ser quien se supone que debemos ser.
Yo solía mofarme de los dichos de mi padre. Mis hermanos también. Pero daría lo que fuera por oírlo, aunque fuera una sola vez más. ¡Por escucharlo decir mi nombre de nuevo!
Pero eso no será posible. Nunca veré a mi manada de nuevo, a mi familia. De hecho, aunque me aferre a la esperanza como a una antorcha vacilante en una cueva oscura, sé que puede ser que nunca llegue a ver a otro dairne, sin importar lo lejos que viaje con mis nuevos amigos. Sin importar lo mucho que busquemos.
Miré a Perro, que lamía mi mano, dejando una capa de saliva en el proceso.
—Qué buen perro —dije, y éste movió su cola frenético.
Supongo que los perros no son tan malos.
Y necesito a todos los amigos que pueda conseguir.
5
El miedo de un felivet
Tras un descanso demasiado breve, Kharu se puso en pie y se desperezó.
—Pongámonos en marcha —dijo, y tras alguna que otra protesta, obedecimos. Diez minutos más adelante, la playa terminaba en el borde de un muro vertical que se extendía hasta el techo de la cueva, cerrándonos el paso.
Sentí que el corazón me pesaba. No había manera de seguir.
—¡Oh, oh! —murmuró Tobble.
Me encontré imaginando visiones atroces de nosotros cinco vagando lastimosamente entre bosques de estalagmitas hasta morir de inanición.
—Voy a ver —se ofreció Renzo.
Se metió al agua, pegado a la pared rocosa, y se alejó poco a poco. Ya el agua le llegaba a la cintura cuando se volvió hacia nosotros gritando:
—Hay una cornisa sumergida. Seguramente podremos seguirla hasta el otro lado.
—Tobble —le dijo Kharu—, puedes subirte a mis hombros. —Se arrodilló, y el wobbyk trepó a su espalda.
—Anda, Byx —me apremió Renzo—, te toca que te lleve a caballito.
Miré a Gambler. Caminaba de un lado para otro, mirando fijamente el agua.
—¿Qué sucede, Gambler? —pregunté.
—El agua, eso es lo que sucede —murmuró—. A los felivets no nos importa encontrarnos un arroyo o un charco. Y a pesar de lo que la gente pueda llegar a pensar, podemos nadar. Pero los grandes cuerpos de agua... uno nunca sabe qué puede merodear bajo la superficie.
—¡Eres demasiado grande para llevarte a cuestas! —dijo Kharu con voz afectuosa.
—¡Lo sé! —Nunca había oído a Gambler tan molesto—. Ya lo sé. Sé que tengo que cruzar yo.
Fruncí el entrecejo, mirando a Gambler sin dar crédito a mis oídos.
—¿Tienes miedo? —pregunté.
La sola idea me pareció absurda, por eso le hice la pregunta en tono de broma. Para mí, Gambler era el epítome de la audacia. Era un felivet que se había enfrentado solo a un temible Caballero de Fuego, y había salido ileso.
—No es miedo —espetó—. Es sólo que... que no me gusta el agua.
—Yo iré delante —dijo Kharu—. Si hay algo ahí, bajo el agua, que tenga afición a comer carne, le entregaré a Tobble.
—¡Eh! —protestó el pequeño.
—Estoy