La primera. Katherine Applegate

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La primera - Katherine Applegate La superviviente

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      —¡Está helada! —se quejó al meterse al agua.

      Con cuidado, Kharu fue avanzando, cada vez más profundo, hasta encontrar la cornisa sumergida y empezar a caminar sobre ella. Con una mano se apoyaba en el muro rocoso, y la otra la tenía estirada a un costado para equilibrarse. Como llevaba a Tobble sobre los hombros, parecía una humana a la que le hubiera crecido una extrañísima segunda cabeza.

      Perdimos de vista a Kharu y a Tobble cuando rodearon la curva de la pared rocosa, pero tras unos minutos ella gritó:

      —¡Todo bien!

      —Arriba, Byx —dijo Renzo, agachándose un poco.

      Negué con la cabeza.

      —Gracias, pero iré sobre el lomo de Gambler. Ya lo he hecho antes.

      No quise dar a entender que Gambler podía necesitar compañía. Los felivets son una especie muy solitaria, y yo sabía que él no era una criatura que fuera a acoger felizmente un gesto de ayuda. Pero quería estar junto a él, ayudarlo en lo que fuera posible.

      Renzo pareció comprenderlo, asintió, y emprendió el camino tras Kharu.

      —Es nuestro turno, Gambler —dije.

      Me lanzó una mirada que tiempo atrás me hubiera paralizado del pánico. Pero ahora sabía que no tenía por qué temer.

      De un salto me subí a su poderoso lomo:

      —Anda, vamos.

      Por supuesto que Gambler no podía caminar por la cornisa sumergida. Tenía que nadar.

      Giró su enorme cabeza y me miró. Y luego se deslizó en el agua tan silenciosamente como un halcón a través de las nubes.

      Parecía que nos movíamos sin esfuerzo, pero como yo había montado a lomos de Gambler antes, percibía su temor. Tenía los músculos tensos, la respiración alerta.

      Me hice preguntas con respecto a él. Era vigoroso, y brillante, la última criatura a la que uno quisiera enfrentarse.

      ¿Era posible que incluso alguien como él experimentara el miedo de la misma manera que yo?

      Finalmente salimos del agua en un área de grandes trozos de pizarra. Desmonté para que Gambler pudiera sacudirse el agua.

      —Gracias por el paseo, amigo felivet.

      Sonrió burlón y trató de mostrarse enfadado, pero era evidente que se sentía muy orgulloso. Lo había conseguido. Después de unos momentos, me dedicó un breve gesto de agradecimiento por mi apoyo.

      Los otros nos esperaban, empapados y tiritando.

      —Eso definitivamente parece una aldea —dijo Renzo, mirando dos hogueras claramente separadas.

      —Me parece que veo... no sé, no son humanos, pero hay unas criaturas que se mueven alrededor del fuego. —Kharu suspiró y cruzó conmigo una mirada de preocupación—. ¿Qué te parece, Byx? Parece que sólo tenemos dos opciones: una, el camino por el que vinimos; la otra, seguir adelante hacia esas criaturas, sean lo que resulten ser.

      Yo estaba segura de que Gambler no tendría muchas ganas de nadar de regreso. Y ninguno de nosotros quería arriesgarse a cruzar de nuevo los riscos y enfrentarse a la rapiña de las aves, en caso de que pudiéramos encontrar el camino en medio de tan densa oscuridad.

      —Veamos quiénes son —dije, con una seguridad que no sentía.

      La pizarra era resbaladiza y estaba cubierta con parches de musgo azul oscuro, pero, en comparación con los terrenos en los que nos habíamos visto antes, era como dar un paseo por el parque.

      Estábamos tal vez a unos dos kilómetros de la aldea cuando una alarma estridente nos perforó los oídos.

      ¡Briiiiiiiiit! ¡Briiiiiiiiit!

      Era algún tipo de corneta. Dos pitidos alarmantes, y luego silencio.

      Nos miramos unos a otros, a la expectativa, sin saber bien qué hacer. Pero antes de que pudiéramos decidir, el lago junto a nosotros se cubrió de espuma.

      Una docena de criaturas emergieron de la superficie del agua, como si las lanzara una explosión, y formaron una hilera que se interponía entre nosotros y la aldea.

      Yo sabía lo que eran. Lo sabíamos todos.

      —¡Natites! —grité.

      6

      Lar Camissa

      c1

      Los natites son una de las especies gobernantes de Nedarra, pero se encuentran en muchos otros lugares. Exhiben toda una variedad de colores, tamaños y formas. Pero incluso a pesar de saber eso, éstos parecían unos natites extremadamente poco usuales.

      La principal razón es que los natites suelen ser de algún tono azulado o verduzco, y estas criaturas parecían incoloras. Su piel era lisa y translúcida, y sus arterias y venas podían percibirse. Incluso llegué a vislumbrar algunos órganos internos.

      Como la mayoría de los natites, estos seres acuáticos poseían múltiples juegos de branquias. Pero su rasgo más notorio, fuera de su carne translúcida, eran sus enormes ojos. De un dorado centelleante con una pupila oblonga y negra, llegaban a ser en conjunto casi tan grandes como la cabeza del natite. Había otro par de ojos montado en dos prolongaciones gruesas pero móviles que brotaban de la zona de la mandíbula. Eran espectralmente luminiscentes, y arrojaban un destello verdoso que enmarcaba su cabeza.

      Me estremecí. Era la misma reacción que experimenté cuando vi a un natite por primera vez, pero, en comparación, aquella criatura parecía mansa. Éstos parecían seres generados por obra de la teúrgia más que de la naturaleza, de carne y hueso.

      Además, estaban armados con extraños implementos. Vi hachas, trozos afilados de pedernal y lanzas primitivas pero perfectamente eficaces, además de mayales: rocas ensartadas en cuerdas, como perlas gigantes.

      Kharu levantó las manos, con las palmas abiertas, para mostrar que no esgrimía armas. Tobble, Renzo y yo la imitamos. Gambler, por razones obvias, no podía hacer lo mismo, así que optó por la versión felivet de dicho gesto, bajó un poco la cabeza y ocultó sus garras.

      —Venimos en paz —comenzó Kharu.

      Los natites no respondieron. Permanecieron allí, como una muralla empapada entre nosotros y la aldea de veinte o treinta chozas hechas de piedras apiladas, sin techo.

      Examiné el caserío. El grupo de edificaciones se extendía en parte hacia el agua, con muelles de piedra que soportaban unas cuantas más. No era cosa rara, pues los natites son criaturas acuáticas que pueden también moverse por tierra. En el extremo de la aldea que se adentraba más en el suelo, había una cerca de piedra formando un corral que albergaba unas babosas blancas del tamaño de los ponis.

      Una vez más me recorrió un estremecimiento.

      —Escuchad

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