Matar un reino. Alexandra Christo

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Matar un reino - Alexandra Christo Ficción

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      Resoplo.

      —Entonces será un placer —digo—. Sólo por salvar la vida de un pobre chico.

      Me vuelvo hacia Nadir y Halina, y hago una rápida reverencia, luego dejo que mi hermana me lleve a la pista.

      SIETE

      A pesar de su nombre, el Ganso Dorado es una de las pocas construcciones en Midas que no está pintada para igualarse con la pirámide. Las paredes son de corteza marrón y las bebidas siguen el mismo tono. La clientela no carece de brutalidad y, la mayoría de las noches, los pedazos de cristal crujen bajo los pies y la sangre mancha las mesas empapadas de cerveza.

      Es uno de mis lugares favoritos.

      La dueña es Sakura y siempre ha sido tan sólo Sakura. Ningún apellido que alguien conozca. Es bonita y regordeta, con el cabello blanco cortado sobre las orejas y ojos rasgados y angulosos, del mismo color marrón de las paredes. Usa pintalabios rojo lo suficientemente oscuro para cubrir sus secretos, y su piel es más pálida que cualquier cosa que haya visto. La mayoría de la gente supone que es de Págos, donde hay nieve constante y poco sol. Una tierra tan fría que sólo los nativos pueden sobrevivir. Incluso se rumorea que los habitantes de Págos rara vez migran a otros reinos porque consideran que el calor es sofocante. Sin embargo, no puedo recordar un momento en que Sakura no fuera dueña del Ganso Dorado. Parece haber estado siempre allí o, por lo menos, ha estado allí desde que comencé a visitar el lugar. Y a pesar de que es hermosa, también es tan cruel que ni ladrones ni delincuentes tratan de hacer algo en su contra.

      Afortunadamente, le gusto a Sakura. Cada vez que estoy en Midas, es de conocimiento general que visitaré el Ganso Dorado, y ni siquiera los delincuentes pueden resistirse a la oportunidad de conocer al famoso príncipe pirata, ya sea para estrecharme la mano o para intentar engañarme con las cartas. Así que cuando la visito, Sakura me brinda una sonrisa que muestra sus dientes rectos y lechosos, y me permite beber gratis. Un agradecimiento por atraer a más clientes. Eso también significa que mi tripulación puede quedarse mucho tiempo después de que cierra para discutir asuntos delicados en la oscuridad de la noche con gente que no me atrevo a llevar al palacio.

      Sospecho que es porque a Sakura le gusta estar al tanto de mis secretos, pero eso no me molesta. Por más secretos que Sakura conozca de mí, yo sé muchos más acerca de ella. Y peores. Mientras ella puede elegir vender lo mejor de mí al mejor postor, yo he mantenido sus más valiosos misterios ocultos. A la espera del precio justo.

      Esta noche, mi círculo interno se sienta alrededor de la retorcida mesa en el centro del Ganso Dorado y observa cómo el hombre extranjero frente a nosotros juguetea con los botones de las mangas de su camisa.

      —Las historias no mienten —dice.

      —Eso es la historia —dice Madrid—: un montón de mentiras creadas de chismes inútiles con demasiado tiempo en sus manos. ¿Cierto, capitán?

      Me encojo de hombros y saco el reloj de bolsillo de mi abrigo para comprobar la hora. Es el único regalo de mi padre que no es de oro o nuevo o siquiera principesco. Es liso y negro, sin espirales o piedras brillantes que lo adornen, y en el interior de la tapa, contra la esfera del reloj, hay una brújula.

      Supe que no se trataba de una reliquia familiar cuando mi padre me lo regaló, dado que todas las reliquias de Midas son de oro y nunca pierden su brillo, pero cuando le pregunté a mi padre de dónde venía el reloj, él simplemente respondió que me ayudaría a encontrar mi camino. Y es justo eso lo que hace. Porque la brújula no tiene cuatro puntos, sino dos, y ninguno representa los puntos cardinales. El norte es para la verdad y el sur para las mentiras, con un lugar muerto en medio que indica que cualquiera de ellas puede ser posible.

      Es una brújula para separar a los mentirosos de los leales.

      —Mi información es sólida —dice el hombre.

      Es uno de los tantos que se acercaron a mí cuando el lugar estaba a punto de cerrar, asegurando que tenía información para perseguir a la poderosa Perdición de los Príncipes. Hice correr la voz después del baile de que no me detendré hasta encontrarla, y cualquier pista que me conduzca a ella recibirá una gran recompensa. La mayoría de la información fue inútil. Descripciones del cabello ardiente de la sirena, conversaciones sobre sus ojos o los mares que al parecer frecuenta. Algunos incluso afirman conocer la ubicación del reino submarino de Keto; mi brújula fue rápida para descubrirlos. Además, sé dónde está el reino: el mar Diávolos. El único problema es que no sé dónde está el mar Diávolos. Y al parecer, nadie más lo sabe.

      Pero este hombre despertó mi interés. Lo suficiente para que, llegada la medianoche, cuando Sakura anunció que estaba cerrando e hizo señas para que todos salieran, le hiciera un gesto con la cabeza de manera que ella procedió a cerrar las puertas conmigo y mi tripulación, y este extranjero, dentro, antes de dirigirse a la trastienda, para lo que sea que haga cuando el príncipe toma el control de su bar.

      El hombre se vuelve hacia mí.

      —Se lo digo, mi Príncipe —dice—. El cristal es tan real como yo.

      Lo miro fijamente. Es diferente de la calaña habitual que frecuenta el Ganso Dorado, refinado de una manera forzosamente precisa. Su abrigo está confeccionado de terciopelo negro, su cabello está peinado en una pulcra cola de caballo y sus zapatos pulidos brillan contra las costrosas tablas del suelo. Pero también es extraordinariamente delgado, el lujoso abrigo engulle sus apretados hombros, y su piel oscura está enrojecida por el sol, como mi tripulación cuando han pasado demasiado tiempo en la cubierta después de un duro día de navegación.

      Cuando el hombre golpea con impaciencia sus dedos sobre la mesa, los extremos de sus uñas mordidas se enganchan en las grietas de la madera.

      —Dime más.

      Torik levanta sus manos.

      —¿Quiere llenar sus orejas con más basura?

      Kye saca un pequeño cuchillo de su cinturón.

      —Si de verdad es basura —dice, deteniéndose en el filo—, entonces obtendrá lo que se merece.

      Me vuelvo hacia Kye.

      —Guarda eso.

      —Queremos mantenernos a salvo.

      —Por eso te digo que lo guardes, no que lo tires.

      Kye sonríe y vuelve a colocar el cuchillo en su cinturón.

      Inclino mi copa hacia el hombre.

      —Dime más.

      —El Cristal de Keto traerá paz y justicia a nuestro mundo.

      Una sonrisa tira de mis labios.

      —¿Lo hará?

      —Nos salvará a todos del fuego.

      Relamo el licor de mis labios.

      —¿Cómo funciona eso? —pregunto—. ¿Lo sostenemos con fuerza y pedimos un deseo a una estrella? ¿O tal vez debemos meterlo bajo nuestras almohadas e intercambiarlo con las hadas por buena suerte?

      Kye vierte un poco de licor en un vaso pequeño.

      —Sumérgelo

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