Matar un reino. Alexandra Christo
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Río, pero suena más como un suspiro.
Me quito el sombrero. Ya cambié mi atuendo marino por el único traje respetable que tengo a bordo de mi barco. Una camisa color crema, con botones en lugar de lazos, y pantalones azul medianoche sujetados por un cinturón dorado. No del todo idóneo para un príncipe, pero tampoco para un pirata. Incluso quité el escudo de mi familia de la delgada cadena que rodea mi cuello y lo coloqué en mi pulgar.
—De acuerdo —engancho mi sombrero sobre el timón de la nave—, será mejor que terminemos con esto.
—No será tan malo —Kye anuda el cuello de su camisa—. Quizá incluso disfrutes de las reverencias. Podrías incluso abandonar el barco y dejarnos a todos varados en la tierra dorada —se acerca y despeina mi cabello—. No sería tan malo —añade—. Me gusta bastante el oro.
—Un verdadero pirata —lo empujo sin entusiasmo—, pero puedes sacarte esa idea de la cabeza. Iremos al palacio, asistiremos al baile que, sin duda, se realizará en mi honor, y habremos partido antes de que termine la semana.
—¿Un baile? —las cejas de Kye se levantan—. Qué honor, Majestad —se inclina en una reverencia, con una mano en su estómago.
Lo empujo de nuevo. Más fuerte.
—Dioses —me estremezco—. Por favor, no.
Nuevamente se inclina, aunque esta vez apenas puede evitar reírse.
—Como lo desee, Su Alteza.
Mi familia se encuentra en el salón del trono. La cámara está decorada con bolas flotantes de oro, banderas impresas con el escudo de Midas y una gran mesa repleta de joyas y regalos. Obsequios de la gente para celebrar el regreso de su príncipe.
Después de haber dejado a Kye en el comedor, observo a mi familia desde la puerta, no del todo listo para anunciar mi presencia.
—No es que no crea que se lo merece —dice mi hermana.
Amara tiene dieciséis años, sus ojos son como molokhia y su cabello tan negro como el mío, casi siempre salpicado de oro y piedras preciosas.
—Es sólo que no creo que él lo quiera —Amara sostiene un brazalete de oro en forma de hoja y se lo presenta al rey y a la reina—. En serio —argumenta—, ¿podéis ver a Elian usándolo? Le estoy haciendo un favor.
—¿Robar es un favor ahora? —pregunta la reina. Las trenzas a cada lado de su flequillo se balancean mientras se gira hacia su esposo—. ¿La enviaremos a Kléftes para que viva con el resto de los ladrones?
—No soñaría con eso —dice el rey—. Envía a mi pequeño demonio allí y lo verán como un acto de guerra cuando ella robe el anillo con el escudo.
—Tonterías —finalmente entro a la habitación—, ella sería lo suficientemente inteligente para ir a por la corona primero.
—¡Elian!
Amara corre hacia mí y lanza sus brazos alrededor de mi cuello. Devuelvo el abrazo y la levanto del suelo, tan emocionado como ella de verla.
—¡Estás en casa! —dice, una vez que la coloco de nuevo en el suelo.
La miro con fingido pesar.
—Llevo aquí cinco minutos y ya estás planeando robarme.
Amara me da un golpe en el estómago. —Sólo un poco.
Mi padre se levanta de su trono y sus dientes brillan contra su piel oscura.
—Hijo mío.
Me envuelve en un abrazo y me da una palmada en cada hombro. Mi madre baja los escalones para unirse a nosotros. Ella es muy pequeña, apenas supera el hombro de mi padre, y sus rasgos son delicados y elegantes. Lleva el cabello a la altura de su barbilla, y sus ojos son verdes y felinos, cubiertos por mechones negros que acarician sus sienes.
El rey es su opuesto en todos los sentidos. Grande y musculoso, con una barba de candado adornada con cuentas. Sus ojos son de un marrón a tono con su piel, y su mandíbula es aguda y cuadrada. Con el Midas hierático decorando su rostro, se ve exactamente igual que el guerrero.
Mi madre sonríe.
—Estábamos empezando a preocuparnos de que nos hubieras olvidado.
—Sólo por un breve instante —beso su mejilla—. Os recordé tan pronto como atracamos. Vi la pirámide y pensé: Oh, mi familia vive allí. Recuerdo sus rostros. Espero que hayan comprado un brazalete para celebrar mi regreso —le lanzo una sonrisa a Amara y ella me golpea de nuevo.
—¿Has comido? —pregunta mi madre—. Hay todo un festín en el salón de banquetes. Creo que tus amigos están allí ahora.
Mi padre gruñe.
—Sin duda, devorándolo todo salvo nuestros utensilios.
—Si querías que se comieran los cubiertos, los hubieras hecho tallar de queso.
—En serio, Elian —mi madre golpea mi hombro y luego levanta su mano para apartar el cabello de mi frente—. Pareces tan cansado —dice.
Cojo su mano y la beso.
—Estoy bien. Eso es exactamente lo que dormir en un barco le hace a un hombre.
En realidad, no creo que me viera cansado hasta el momento en que me alejé del Saad en dirección al cemento pintado de oro de Midas. Un solo paso y perdí toda mi energía.
—Deberías intentar dormir en tu cama más de unos pocos días al año —dice mi padre.
—Radamés —mi madre lo reprende—, no empieces.
—¡Tan sólo estoy hablando con el chico! No hay nada ahí fuera salvo el océano.
—Y sirenas —le recuerdo.
—¡Ja! —su risa es un bramido—. Y tu trabajo es buscarlas, ¿verdad? Si no tienes cuidado, nos dejarás como Adékaros.
Arrugo la frente.
—¿Qué significa eso?
—Significa que tu hermana tendría que ocupar el trono.
—No tendremos que preocuparnos, entonces —lanzo mi brazo alrededor de Amara—. Definitivamente sería una mejor reina que yo.
Amara sofoca una risa.
—Tiene dieciséis años —mi padre me reprende—. A una niña se le debe permitir vivir su vida sin preocuparse por un reino entero.
—Oh —cruzo mis brazos—, a ella se le debe permitir, pero a mí no.
—Eres el mayor.
—¿En