Matar un reino. Alexandra Christo

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Matar un reino - Alexandra Christo Ficción

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hombro.

      —Radamés —dice ella—, creo que es mejor que Elian duerma un poco. El baile de mañana hará que sea un día largo, y realmente parece cansado.

      Presiono mis labios en una sonrisa tensa y hago una reverencia.

      —Por supuesto —digo, y me disculpo.

      Mi padre nunca ha entendido la importancia de mi labor, pero cada vez que regreso a casa, me arrullo con la idea de que quizá, sólo por una vez, él será capaz de poner su amor por mí por encima del que siente por su reino. Pero teme por mi seguridad porque eso afectaría la corona. Él ya ha pasado demasiados años preparando a la gente a fin de que me acepte como su futuro soberano para cambiar las cosas ahora.

      —¡Elian! —me llama Amara.

      La ignoro y continúo caminando con largos y rápidos pasos, sintiendo cómo la ira burbujea en mi piel, sabiendo que la única manera de enorgullecer a mi padre es renunciar a lo que soy.

      —Elian —dice, con más firmeza—. Correr no es propio de una princesa. Y si lo es, haré un decreto entonces para que no lo sea, si alguna vez soy reina.

      A regañadientes, me detengo y la miro. Ella suspira aliviada y se apoya contra la pared tallada con glifos. Se ha quitado los zapatos, y sin ellos es incluso más baja de lo que recuerdo. Sonrío, y cuando ella se da cuenta, frunce el ceño y golpea mi brazo. Me estremezco y alargo mi mano hacia la suya.

      —Lo fastidias —dice, cogiéndome del brazo.

      —Él me fastidia primero.

      —Serás un buen diplomático con todos estos argumentos que tienes para debatir.

      Sacudo la cabeza.

      —No, si tú ocupas el trono.

      —Al menos así me quedaría con el brazalete —me empuja con el codo—. ¿Cómo fue tu viaje? ¿Cuántas sirenas mataste como el gran pirata que eres?

      Lo dice con una sonrisa de satisfacción, sabiendo muy bien que nunca le hablaré de mi estancia en el Saad. Comparto muchas cosas con mi hermana, pero nunca cómo se siente ser un asesino. Me gusta la idea de que Amara me vea como un héroe, y los asesinos muy a menudo son villanos.

      —Apenas alguna —digo—. Estaba tan lleno de ron que apenas pensé en eso.

      —Eres bastante mentiroso —dice—. Y por bastante, quiero decir bastante malo.

      Nos detenemos delante de su habitación.

      —Y tú eres bastante curiosa —digo—. Eso es nuevo.

      Amara lo ignora.

      —¿Vas al salón de banquetes para encontrarte con tus amigos? —pregunta.

      Niego con la cabeza. Los guardias se asegurarán de que mi tripulación encuentre buenas camas para pasar la noche, y estoy demasiado cansado para cubrirme con otra ronda de sonrisas.

      —Me voy a la cama —digo—. Como la reina ordenó.

      Amara asiente, se pone de puntillas y besa mi mejilla.

      —Te veré mañana —dice—. Y puedo preguntarle a Kye sobre tus hazañas. No creo que un diplomático le mienta a una princesa —con una sonrisa juguetona, se dirige a su habitación y cierra la puerta detrás de ella.

      Me detengo un momento.

      No me gusta mucho la idea de que mi hermana intercambie historias con mi tripulación, pero al menos puedo confiar en que Kye cuente sus historias con menos muerte y sangre. Él es imaginativo, pero no estúpido. Sabe que no me comporto como un príncipe debería, al igual que él no se comporta como debería hacerlo un hijo de diplomático. Es mi mayor secreto. La gente me conoce como el cazador de sirenas, y aquéllos en la corte pronuncian esas palabras con diversión y cariño: Oh, príncipe Elian, intentando salvarnos a todos. Si entendieran lo que se necesita, los horribles y repugnantes gritos de las sirenas. Si vieran los cadáveres de las mujeres en mi cubierta antes de que se disuelvan en espuma de mar, entonces mi gente no me miraría con tanto cariño. Ya no sería un príncipe para ellos, y por mucho que lo desee, sé que no debe ser así.

      CINCO

      El palacio de Keto se encuentra en el centro del mar Diávolos y siempre ha sido el hogar de la realeza. Aunque los humanos tienen reyes y reinas en cada grieta de la tierra, el océano posee una sola gobernante. Una reina. Ésta es mi madre, y un día lo seré yo.

      Un día cercano. No es que mi madre sea demasiado vieja para gobernar. Aunque las sirenas vivamos cien años, después de algunas décadas dejamos de envejecer, y pronto las hijas lucen como sus madres y las madres como hermanas, y se hace difícil saber qué edad tiene alguien en realidad. Ésta es otra razón por la que contamos con la tradición de los corazones: la edad de una sirena nunca está determinada por su rostro, sino por la cantidad de vidas que ha robado.

      Ésta es la primera vez que rompo esa tradición y mi madre está furiosa. Mirándome por encima del hombro, la Reina del Mar es tiránica. Para un extraño, podría parecer incluso infinita, como si su reinado nunca pudiera llegar a su fin. No parece que perderá su trono en unos cuantos años.

      Como es costumbre, la Reina del Mar deja su corona una vez que reúne sesenta corazones. Sé el número exacto que mi madre ha escondido en la bóveda bajo los jardines del palacio. Antes, los anunciaba cada año, orgullosa de su creciente colección. Pero dejó de proclamarlos cuando alcanzó los cincuenta. Dejó de contar o, por lo menos, de decirle a la gente que lo hacía. Pero yo nunca me detuve. Cada año contaba los corazones de mi madre con la misma rigurosidad con la que sumaba los míos. Así puedo saber que sólo le quedan tres años antes de que la corona sea mía.

      —¿Cuántos son ahora, Lira? —pregunta la Reina del Mar, cerniéndose sobre mí.

      De mala gana, inclino la cabeza. Kahlia se detiene a mis espaldas, y aunque no puedo verla, sé que está atenta.

      —Dieciocho —respondo.

      —Dieciocho —reflexiona la Reina del Mar—. Qué gracioso que tengas dieciocho corazones, cuando tu cumpleaños no es sino hasta dentro de dos semanas.

      —Lo sé, pero…

      —Déjame decirte lo que yo sé —la reina se sienta en su trono de esqueleto—. Se suponía que debías llevar a tu prima para que obtuviera su decimoquinto corazón, y de alguna manera eso resultó ser demasiado difícil.

      —No especialmente —digo—, sí la llevé.

      —Y también cogiste algo para ti.

      Sus tentáculos se extienden alrededor de mi cintura y me arrastran hacia ella. En un instante, siento el crujido de mis costillas.

      Cada reina comienza como sirena, y cuando la corona pasa a ella, su magia le roba las aletas y deja en su lugar poderosos tentáculos que mantienen la fuerza de los ejércitos. Se vuelve más calamar que pez, y con esa transformación viene la magia, inflexible y grandiosa. Suficiente para dar forma a los mares a su capricho. La Reina del Mar y la Bruja del Mar, ambas.

      Nunca conocí a mi madre como

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