Matar un reino. Alexandra Christo
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—Recuerda elegir sólo a uno —le digo—. No pierdas tu enfoque.
Kahlia asiente.
—¿A cuál? —pregunta ella—. ¿O me cantaréis cuando esté allí?
—Seremos las únicas que cantaremos —digo—. Eso los encantará a todos, pero si te concentras en uno, se enamorarán de ti tan desesperadamente que aunque se estén ahogando sólo tendrán ojos para tu belleza.
—Por lo general, el encantamiento se rompe cuando comienzan a morir —dice Kahlia.
—Porque te centras en todos, y en el fondo saben que ninguno es el deseo de tu corazón. El truco es desearlos tanto como te desean.
—Pero son repugnantes —dice Kahlia, aunque parece que lo hace más porque quiere convencerme que de verdad lo cree así—. ¿Cómo se puede esperar que los deseemos?
—Porque no estás tratando con marineros ahora. Estás tratando con la realeza, y con la realeza viene el poder. El poder siempre es deseable.
—¿La realeza? —Kahlia se queda boquiabierta—. Pensé…
Se queda en silencio. Lo que ella pensó era que los príncipes eran míos y yo no los compartía. Eso no es falso, pero donde hay príncipes, hay reyes y reinas, y nunca he tenido mucho uso para ninguno de ésos. Los gobernantes son fácilmente depuestos. Son los príncipes quienes tienen el encanto. En su juventud. En la lealtad de su gente. En la promesa del líder en el que algún día podrían convertirse. Son la próxima generación de gobernantes, y al matarlos, mato el futuro. Justo como mi madre me enseñó.
Cojo la mano de Kahlia.
—Puedes tener a la reina. No tengo interés en el pasado.
Los ojos de Kahlia se encienden. El derecho contiene el mismo zafiro del mar Diávolos que conozco bien, pero el izquierdo, de un amarillo cremoso que apenas se destaca del blanco, brilla con un extraño regocijo. Si roba un corazón real para su decimoquinto cumpleaños, ganará la clemencia de la furia perpetua de mi madre.
—Y tú cogerás al príncipe —dice Kahlia—. El que tiene la cara bonita.
—Su rostro no importa —dejo caer su mano—. Es su corazón lo que busco.
—Demasiados corazones —su voz es angelical—. Pronto te quedarás sin espacio para enterrarlos a todos.
Me relamo los labios.
—Tal vez —digo—. Pero una princesa debe tener a su príncipe.
DOS
Siento la aspereza del barco bajo las espinas de mis dedos. La madera está astillada; la pintura, agrietada y descascarillada sobre el cuerpo de la nave. Corta el agua de manera demasiado irregular. Como un cuchillo sin filo que presiona y rasga hasta que consigue rebanarla. Hay algo podrido en algunos lugares y el hedor me hace arrugar la nariz.
Es el barco de un príncipe pobre.
No todos en la realeza son iguales. Algunos van adornados con ropas finas, joyas insoportablemente pesadas, tan grandes que se ahogan dos veces más rápido. Pero otros van pobremente vestidos, con sólo uno o dos anillos y coronas de bronce pintadas de oro. No es que me importe. Al final, un príncipe es un príncipe.
Kahlia se mantiene a mi lado y nadamos con la nave mientras rompe el mar. Mantiene una velocidad constante y podemos seguir su paso con facilidad. Ésta es la espera agonizante, mientras los humanos se convierten en presas. Pasa un tiempo antes de que el príncipe por fin suba a la cubierta y eche un vistazo al océano. Él no puede vernos. Estamos demasiado cerca y nadamos demasiado rápido. A través de la estela del barco, Kahlia me mira y sus ojos son una pregunta. Con una sonrisa tan útil como cualquier asentimiento, respondo la mirada de mi prima.
Emergemos de la espuma y separamos nuestros labios.
Cantamos en perfecta armonía en el idioma de Midas, la lengua humana más común y la que cada sirena conoce bien. No es que las palabras importen. La música es lo que los seduce. Nuestras voces hacen eco en el cielo y regresan a través del viento. Cantamos como si fuéramos un coro entero, y mientras la inquietante melodía rebota y sube, se arremolina en los corazones de la tripulación hasta que por fin el barco poco a poco se detiene.
—¿Lo oyes, madre? —pregunta el príncipe. Su voz es alta y llena de ensueños.
La reina se encuentra junto a él en la cubierta.
—No creo que…
Su voz vacila cuando la melodía la acaricia hasta someterla. Es una orden, y cada ser humano se ha detenido, con sus cuerpos congelados, mientras sus ojos buscan los mares. Me concentro en el príncipe y canto más suavemente. En unos instantes, sus ojos se posan en los míos.
—Dioses —dice—, eres tú.
Sonríe y de su ojo izquierdo resbala una lágrima.
Dejo de cantar y mi voz se convierte en un suave zumbido.
—Mi amor —dice el príncipe—, por fin te he encontrado.
Se agarra a los flechastes y mira mucho más allá del borde, su pecho plano contra la madera, una mano extendiéndose para tocarme. Está vestido con una camisa beige, los lazos sueltos en el pecho, las mangas rotas y ligeramente mordidas por las polillas. Su corona es una delgada hoja de oro que parece que podría romperse si se mueve demasiado rápido. Luce desolado y pobre.
Y ahí está su rostro.
Suave y redondo, con la piel como madera barnizada y los ojos de un tono penetrante más oscuro. Su cabello se balancea y se enrolla fuertemente sobre su cabeza, un hermoso lío de bucles y espirales. Kahlia tenía razón: es angelical. Magnífico, incluso. Su corazón será un buen trofeo.
—Eres tan hermosa —dice la reina, mirando a Kahlia con reverencia—. No sé cómo alguna vez consideré a otra.
La sonrisa de Kahlia es primordial cuando se acerca a la reina y le hace señas para que se dirija al océano.
Me vuelvo hacia el príncipe, quien extiende frenéticamente su mano hacia mí.
—Mi amor —suplica—, ven a bordo.
Niego con la cabeza y continúo tarareando. El viento gime con la canción de cuna de mi voz.
—¡Entonces yo iré a ti! —grita, como si alguna vez hubiera sido una elección.
Con una alegre sonrisa, se lanza al océano, y tras el chapoteo de su cuerpo se escucha un segundo: la reina, lo sé, arrojándose a la misericordia de mi prima. El sonido de sus caídas despierta algo en la tripulación, y en un instante ya están gritando.
Se inclinan sobre la orilla del barco, cincuenta de ellos se aferran a cuerdas y maderas, mirando con horror el espectáculo debajo de ellos. Pero ninguno se atreve a tirarse por la borda para salvar a sus soberanos. Puedo oler su miedo, mezclado con la confusión que proviene de la repentina ausencia