Matar un reino. Alexandra Christo
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Cierro el libro y tiemblo un poco por el viento. La biblioteca siempre está fría, sin importar si las ventanas están abiertas o cerradas. Parece que hay algo en la estructura misma que fue diseñado para hacerme temblar. La biblioteca se extiende quince metros, con estantes blancos que se yerguen desde el suelo hasta los altos arcos del techo. El suelo es de mármol blanco y el techo de cristal puro cubre toda la habitación. Es uno de los únicos lugares en Midas que no ha sido tocado por el oro. Un vasto blanco, desde las sillas pintadas y los mullidos cojines hasta las escaleras que conducen a los volúmenes en la parte superior. El único color está en los libros —el cuero, la tela, el pergamino— y en el conocimiento que guardan. Me gusta llamarla Sala Metafórica, porque es la única explicación para tal extensión de blanco. Cada uno es un lienzo en blanco, esperando ser cubierto con el color del descubrimiento.
Mi padre realmente es teatral.
Esperaba que hubiera algo en los volúmenes que pudiera ayudarme. El hombre del Ganso Dorado estaba muy seguro de su historia, y mi brújula estaba muy convencida de su verdad. No tengo dudas de que el Cristal de Keto está por ahí, pero el mundo no parece saber nada al respecto. Libros y libros de textos ancestrales y ninguno me dice nada. ¿Cómo puede existir algo si no hay un solo registro al respecto?
Cuentos de hadas. Estoy persiguiendo malditos cuentos de hadas.
—Pensé que te encontraría aquí.
Miro al rey.
—No es de extrañar que no venga a casa más a menudo —digo—, si tienes a tu consejero siguiéndome las huellas cuando estoy en el castillo.
Mi padre posa una mano gentil en la parte posterior de mi cabeza.
—Olvidas que eres mi hijo —dice, como si yo pudiera hacerlo—. No necesito un vidente para decirme qué estás haciendo.
Se sienta en la silla a mi lado y examina los diversos libros sobre la mesa. Si yo parezco fuera de lugar en el castillo, entonces mi padre sin duda parece fuera de lugar en el blanco puro de la biblioteca, vestido de oro brillante, con sus ojos oscuros y pesados.
Con un suspiro, el rey se reclina en su silla como lo hice yo.
—Siempre estás buscando algo —dice.
—Siempre hay algo que encontrar.
—Si no tienes cuidado, lo único que hallarás es peligro.
—Tal vez eso es exactamente lo que estoy buscando.
Mi padre se acerca y coge uno de los libros de la mesa. Está cuidadosamente encuadernado en cuero azul con el título grabado en gris claro. Hay huellas dactilares en el polvo del estante de donde lo saqué.
—Las leyendas de Págos y otros cuentos de la Ciudad de Hielo —lee. Da unos golpecitos en la cubierta—. ¿Así que has puesto ahora la mira en congelarte hasta la muerte?
—Estaba investigando algo.
Vuelve a colocar el libro sobre la mesa con demasiada dureza.
—¿Investigando qué?
Me encojo de hombros, no estoy dispuesto a darle a mi padre más razones para retenerme en Midas. Si le dijera que quiero buscar un cristal mítico en una montaña que podría robar mi aliento en segundos, no habría forma de que él me permitiera ir. Encontraría la forma de mantener a su heredero en Midas.
—No es nada —miento—. No te preocupes.
Mi padre reflexiona mi respuesta, sus labios marrones forman una línea apretada.
—Es un deber del rey preocuparse cuando su heredero es tan imprudente.
Pongo los ojos en blanco.
—Es bueno que tengas dos, entonces.
—También es deber de un padre preocuparse cuando su hijo nunca quiere volver a casa.
Titubeo. Puede que no siempre esté de acuerdo con mi padre, pero odio la idea de que él se culpe de mi ausencia. Si el reino no fuera un problema, lo llevaría conmigo. Los llevaría a todos. A mi padre, mi madre, mi hermana y hasta al consejero real, si prometiera guardarse sus adivinaciones. Los empaquetaría en la cubierta, como si fueran equipaje, y les mostraría el mundo hasta que la aventura se reflejara en sus ojos. Pero no puedo, así que enfrento el dolor de extrañarlos, que es mucho menor que el dolor de extrañar el océano.
—¿Esto es sobre Cristian? —pregunta mi padre.
—No.
—Las mentiras no son una respuesta.
—Pero suenan mucho mejor que la verdad.
Mi padre coloca una gran mano en mi hombro.
—Quiero que te quedes esta vez —dice—. Has pasado tanto tiempo en el mar que has olvidado lo que es ser tú mismo.
Sé que debería decirle que es la tierra la que me arrebata mi esencia de lo que soy y el mar el que me la trae de regreso. Pero decir eso no haría nada más que dañarnos a los dos.
—Tengo un deber que cumplir —digo—. Cuando termine, volveré a casa.
La mentira tiene un mal sabor en mi boca. Mi padre, el rey de Midas y, por lo tanto, el rey de las Mentiras, parece saberlo y sonríe con tanta tristeza que me encorvaría si no estuviera sentado.
—Un príncipe puede ser tema de mitos y leyendas —explica—, pero no puede vivir en ellos. Debería habitar el mundo real, donde pueda crearlos —luce solemne—. Deberías prestar menos atención a los cuentos de hadas, Elian, o sólo te convertirás en eso.
Cuando se va, pienso si eso sería horrible o hermoso. ¿Realmente podría ser tan malo convertirse en una historia susurrada a los niños en la oscuridad de la noche? Una tonada que canta uno a otro mientras juegan. Otra parte de las leyendas de Midas: sangre dorada y un príncipe que alguna vez navegó por el mundo en busca de la bestia que amenazaba con destruirlo.
Y luego viene a mí.
Me siento un poco más recto. Mi padre me dijo que dejara de vivir dentro de los cuentos de hadas, pero tal vez eso es exactamente lo que tengo que hacer. Porque lo que ese hombre me dijo en el Ganso Dorado no es un hecho que pueda ser apresado entre las páginas de libros de texto y biografías. Es una historia.
Rápidamente, me levanto y me dirijo a la sección de libros para niños.
DIEZ
Hay brillo y tesoros en cada rincón de cada calle. Casas con techos de paja dorados y fantásticas farolas cuyas carcasas