Matar un reino. Alexandra Christo
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Matar un reino - Alexandra Christo страница 16
Mi madre brilla.
—Qué idea tan maravillosa.
—¡No lo fue! —alega mi padre—. Estaba siendo impertinente, Isa.
—Sin embargo, fue la cosa menos tonta que te he escuchado decir en días.
Les sonrío, me acerco a mi padre y coloco una mano reconfortante sobre su hombro. La ira desaparece de sus ojos y adopta una apariencia similar a la resignación. Sabe tan bien como yo que sólo hay una cosa por hacer: marcharme. Sospecho que la mitad de la ira de mi padre proviene de saberlo. Después de todo, Midas es un santuario que mi padre presume como refugio seguro contra los demonios que yo cazo. Un escape para que yo pueda regresar si alguna vez lo necesito. El ataque lo ha convertido en un mentiroso.
—No te preocupes —digo—, me aseguraré de que la sirena sufra por esto.
No es hasta que pronuncio las palabras que me doy cuenta de cuánto significan para mí. Mi casa está contaminada con el mismo peligro que el resto de mi vida, y eso no me sienta bien. Las sirenas pertenecen al mar, y esas dos partes de mí, el príncipe y el cazador, han permanecido separadas. Odio que su fusión no haya sido porque fui lo suficientemente valiente para dejar de fingir y decirles a mis padres que no está en mis planes convertirme en rey, y que cada vez que estoy en casa me siento como un fraude. Cómo pienso con sumo cuidado cada palabra y acción antes de decir o hacer algo, sólo para asegurarme de que es lo correcto. Lo que hay que hacer. Mis dos seres fueron unidos porque la Perdición de los Príncipes forzó mi mano. Dio cauce a algo que yo debí haber hecho desde el principio, si hubiera sido lo suficientemente valiente.
La odio por eso.
En la cubierta del Saad, más tarde ese día, mi tripulación se reúne alrededor de mí. Doscientos hombres y mujeres con furia en sus rostros miran el corte bajo mi ojo. Es la única herida que pueden apreciar, aunque hay muchas más escondidas debajo de mi camisa. Un círculo de uñas justo donde está mi corazón. Algunos trozos de la sirena todavía están incrustados en mi pecho.
—Antes os he dado órdenes peligrosas —digo a mi tripulación—, y las habéis cumplido sin una sola queja. Bueno —lanzo una sonrisa—, la mayoría de vosotros.
Algunos de ellos sonríen en dirección a Kye y él saluda con orgullo.
—Pero esta vez es diferente —tomo aliento, preparándome—. Necesito una tripulación de alrededor de cien voluntarios. En realidad, cogeré a cualquiera de vosotros que esté disponible, pero creo que sabéis que sin algunos de vosotros el viaje sería imposible —miro a mi ingeniero de máquinas y él asiente en callada comprensión.
El resto de la tripulación me mira con idénticas miradas fuertes de fidelidad. La gente dice que no puedes elegir a tu familia, pero yo he hecho justo eso con todos y cada uno de los miembros del Saad. Los escogí a todos, y a los que no, me buscaron. Nos elegimos uno a otro, cada uno de este variopinto grupo.
—Cualquier voto de lealtad que hayáis jurado, no os lo obligaré a cumplir. Vuestro honor no está en tela de juicio y aquellos que no sean voluntarios no serán desprestigiados. Si lo logramos, todos los miembros de esta tripulación serán recibidos nuevamente con los brazos abiertos cuando volvamos a navegar. Quiero dejar eso bien claro.
—¡Suficientes discursos! —grita Kye—. Ve al grano para saber si debo empaquetar mis calzoncillos largos.
A su lado, Madrid pone los ojos en blanco.
—No olvides tu bolso, también.
Siento la risa en mis labios, pero me la trago y continúo.
—Hace unos días, un hombre vino a mí con una historia sobre una piedra rara que tiene el poder de matar a la Reina del Mar.
—¿Cómo es posible? —pregunta alguien entre la multitud.
—¡No es posible! —grita otra voz.
—Alguien me dijo una vez que llevar a un grupo de delincuentes e inadaptados a través del mar para cazar a los monstruos más mortíferos del mundo no era posible —digo—. Que todos moriríamos en una semana.
—No sé el vuestro —dice Kye—, pero mi corazón sigue latiendo.
Le lanzo una sonrisa.
—Hasta ahora se ha creído que la Reina del Mar no puede ser asesinada por ninguna arma hecha por el hombre —digo—. Pero esta piedra no fue hecha por el hombre, fue confeccionada por las familias originales con su magia más pura. Si la usamos, la Reina del Mar podría morir antes de entregar su tridente a la Perdición de los Príncipes. Esto le quitaría a toda su raza cualquier poder de una vez por todas.
Madrid da un paso al frente, apartando a los hombres de su camino. Kye sigue detrás de ella, pero Madrid mantiene sus ojos en mí con una mirada dura.
—Todo está bien, capi —dice ella—, pero ¿no es por la Perdición de los Príncipes por quien deberíamos estar preocupados?
—La única razón por la que no la hemos convertido en espuma es porque no hemos podido encontrarla. Si matamos a su madre, entonces ella tendrá que mostrar su cara. Sin mencionar que es la magia de la reina la que confiere sus dones a las sirenas. Si destruimos a la reina, todas serán débiles, incluida la Perdición de los Príncipes. Y entonces, los mares serán nuestros.
—¿Y cómo encontramos a la Reina del Mar? —pregunta Kye—. Te seguiría hasta los confines de la tierra, pero su reino está en medio de un mar perdido. Nadie sabe dónde.
—No necesitamos saber dónde está su reino. Ni siquiera necesitamos saber dónde está el mar Diávolos. Lo único que necesitamos saber es cómo navegar a Págos.
—Págos —repite Madrid con el ceño fruncido—. No está considerando seriamente eso.
—Ahí está el cristal —digo—. Y una vez que lo tengamos, la Reina del Mar vendrá a nosotros.
—¿Así que simplemente nos dirigimos al reino del hielo y le pedimos a la gente de la nieve que nos lo entregue? —pregunta alguien.
Titubeo.
—No exactamente. El cristal no está en Págos. Está por encima de eso.
—La Montaña de la Nube —aclara Kye para el resto de la tripulación—. Nuestro capitán quiere que subamos a la cima de la montaña más fría del mundo. Una que ha matado a todos aquellos que lo han intentado.
Madrid se burla mientras empiezan a murmurar.
—Y —agrega ella— todo por un cristal mítico que puede o no conducir a la criatura más temible del mundo hasta nuestra puerta.
Miro a los dos, no me divierte su doble acto, o la repentina duda en sus voces. Es la primera vez que me cuestionan, y no está entre mis planes acostumbrarme a este sentimiento.
—Eso es, en esencia —digo.
Hay una pausa, y hago mi mejor esfuerzo para no moverme o hacer cualquier cosa que no sea parecer inquebrantable. Como que pueden confiar en mí. Como si tuviera alguna maldita pista de lo que estoy haciendo. Como si probablemente