Matar un reino. Alexandra Christo
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—Supongo que tienes razón —dice él, como si seguirme fuera una inconveniencia que nunca antes había considerado. Se vuelve hacia mí—. Cuenta con nosotros.
—¡Supongo que también puedo dedicar algo de tiempo, ya que me lo pide con tanta amabilidad! —grita otra voz.
—¡No puedo decir que no a una oferta tan tentadora, capi!
—Vamos entonces, si todos los demás estáis tan entusiasmados.
Muchos de ellos gritan y asienten, comprometiendo sus vidas por mí con una sonrisa. Como si todo fuera sólo un juego para ellos. Con cada mano que se levanta decidida, viene un alarido de quienes ya se han sumado. Aúllan ante la posibilidad de la muerte y la cantidad de acompañantes que van a tener en ella. Son locos y maravillosos.
No soy ajeno a la devoción. Cuando la gente en la corte me mira, veo la lealtad sin sentido que viene del desconocimiento de algo mejor. Algo natural para aquellos que nunca han cuestionado el bizarro orden de las cosas. Pero cuando mi equipo me mira ahora, veo la lealtad que me he ganado. Como si mereciera el derecho de conducirlos a cualquier destino que considere apropiado.
Ahora sólo me queda una cosa por hacer antes de zarpar hacia la tierra del hielo.
DOCE
El Ganso Dorado es lo único constante en Midas. Cada centímetro de tierra parece crecer y cambiar cuando me voy, con pequeñas transformaciones que nunca son graduales para mí, pero el Ganso Dorado es como ha sido siempre. No hay flores doradas plantadas frente a sus puertas como alguna vez hicieron en el resto de las casas, siguiendo la moda, y cuyos restos todavía se pueden ver por debajo de las flores silvestres que ahora las ocultan. Tampoco hay pilares de arena o campanas de viento, ni un techo remodelado en punta, a imagen de las pirámides. Está en la intemporalidad intacta, así que cada vez que regreso y encuentro diferente algo en mi hogar, puedo estar seguro de que nunca es el Ganso Dorado. Nunca es Sakura.
Es temprano y el sol todavía es de color naranja lechoso. Pensé que lo mejor sería visitar el infame Ganso Dorado cuando el resto de Midas todavía seguía durmiendo. No me pareció prudente pedirle un favor a su propietaria nacida del hielo entre oleadas de clientes ebrios y listos para escuchar. Llamo a la puerta de madera de secuoya y una astilla se desliza en mi nudillo. La retiro justo cuando la puerta se abre. Sakura parece sorprendida.
—Sabía que era usted —busca detrás de mí—. ¿No lo acompaña la tatuada?
—Madrid está preparando el barco —digo—. Zarpamos hoy.
—Qué lástima —Sakura coloca un paño sobre su hombro—. Usted no es para nada tan guapo como ella.
No discuto.
—¿Puedo entrar?
—Un príncipe puede pedir favores en el umbral de la puerta, como cualquier otro.
—Tu puerta no tiene whisky.
Sakura sonríe, sus labios rojos oscuros se curvan hacia un lado. Extiende sus brazos y hace un gesto para que entre.
—Espero que tenga los bolsillos llenos.
Entro, manteniendo mis ojos fijos en ella. No es que crea que intente hacer algo inadecuado —matarme, quizá, justo aquí, en el Ganso Dorado—, no mientras nuestra relación sea tan provechosa para ella. Pero hay algo en Sakura que siempre me ha irritado, y no soy al único que le sucede. No hay muchos que puedan manejar un bar como el Ganso Dorado, con clientes que coleccionan pecados como joyas preciosas. Las riñas y las peleas son constantes, y la mayoría de las noches se derrama más sangre que whisky. Sin embargo, cuando Sakura les dice que ha sido suficiente, hombres y mujeres se detienen. Se ajustan sus respectivos cuellos, escupen sobre el suelo mugriento y continúan con sus bebidas como si nada hubiera sucedido. Podría decirse que ella es la mujer más temible de Midas, y no tengo por costumbre dar la espalda a una mujer temible.
Sakura se coloca detrás de la barra y vierte un chorro de líquido ámbar en un vaso. Mientras me siento en el lado opuesto, ella se lleva el vaso a los labios y bebe un rápido sorbo. Una huella de pintalabios rojo oscuro mancha el borde, y me doy cuenta de la fortuita oportunidad.
Sakura desliza el vaso hacia mí.
—¿Satisfecho? —pregunta.
Se refiere a que no está envenenado. Puedo explorar los mares en busca de monstruos que literalmente podrían arrancarme el corazón, pero eso no significa que sea descuidado. No hay una sola cosa que coma o beba cuando estamos atracados que no haya probado antes alguien más. Por lo general, este deber recae en Torik, quien se ofreció como voluntario desde el momento en que lo subí a bordo e insiste en que no está arriesgando su vida porque ni siquiera el más poderoso de los venenos podría matarlo. Teniendo en cuenta su gran tamaño, me inclino a estar de acuerdo.
Kye, por supuesto, rechazó la responsabilidad. Si muero salvando tu vida, dijo, ¿quién te protegería?
Observo la mancha del pintalabios de Sakura y sonrío, mientras doy la vuelta al vaso para evitar la marca antes de beber un sorbo de whisky.
—No hay necesidad de fingir —dice Sakura—. Simplemente debería preguntar.
—Entonces ya sabes por qué estoy aquí.
—Todo Midas está hablando de tu sirena —Sakura se apoya contra el armario de licores—. No creo que ocurra una sola cosa aquí sin que yo me entere.
Sus ojos son más rasgados que nunca y los entrecierra de una manera que me dice que ella ignora muy pocos de mis secretos. Un príncipe puede darse el lujo de la discreción, pero un pirata, no. Sé que muchas de mis conversaciones han sido robadas por extraños y vendidas a los mejores postores. Sakura ha sido una de esos vendedores durante un tiempo, intercambiando información por oro cada vez que se presenta la oportunidad. Así que, por supuesto, tuvo la precaución de escuchar al hombre que vino a mí en la oscuridad de la noche, contando historias de su hogar, precisamente, y del tesoro que guarda.
—Quiero que vengas conmigo.
Sakura ríe y el sonido no es acorde a la mirada grave en su rostro.
—¿Es una orden del príncipe?
—Es una solicitud.
—Entonces, me niego.
—¿Sabes? —quito la marca de mi vaso—, tu pintalabios mancha.
Sakura ve la huella de rojo oscuro en el borde de mi vaso y se lleva una mano a los labios. Cuando regresa, su mirada se vuelve amenazadora. Puedo verla claramente ahora, como lo que siempre he sabido que es. La mujer de cara de nieve con los labios más azules que cualquier ojo de sirena.
Un azul reservado para la nobleza.
Los nativos de Págos no son como ninguna otra raza en los cien reinos, pero la familia real es una raza en sí misma. Tallados en grandes bloques de hielo, su piel es mucho más pálida, su cabello mucho más blanco y sus labios, del mismo azul que su sello.
—¿Lo sabes desde hace mucho? —pregunta Sakura.
—Es la razón por la que he dejado que te salgas con la tuya tantas veces